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Mutilaciones

No solo estaba siendo espectador de una versión de la terrible mutilación de la señorita Short, sino que además estaba presenciando la mutilación insoportable de una obra: cortes publicitarios que seccionaban sin piedad secuencias por la mitad, cual si fuera el cuerpo de Elizabeth, y sobreimpresiones en la imagen que la emborronaban, haciendo del conjunto de lo que estaba viendo un verdadero sinsentido.

MUTILACIONES:

CRÓNICA NEGRA DE LA TELEVISIÓN

Por Marc Betriu

Edición gráfica por Carlos Cristóbal

 

Un crimen siempre es un acto horrible. Y en esa horripilancia hay una gradación que no tiene normas absolutas sino únicamente individuales, que tienen que ver con la inclasificable variedad de sensibilidad que cada individuo del planeta tiene en su interior. Los asesinatos que conllevan tortura o mutilación son los que mayoritariamente despiertan mayor repulsión –aunque ello no esté exento de un cierto grado de fascinación– y, entre los asesinatos con tortura y mutilación más famosos, hay un porcentaje elevado de opiniones que sitúan entre los más horrendos el desconcertante asesinato de Elizabeth Short, en 1947, en Los Angeles.

La prensa de aquellos años, terriblemente agresiva y falta de escrúpulos, bautizó a aquella pobre chica de 22 años como La Dalia Negra, creando con ello un mito sórdido, lleno de claros y oscuros al antojo de periodistas desalmados que no tenían límites para aumentar la tirada de sus periódicos. Muchos ya conocerán el caso, más cuando en 2006 Brian de Palma filmó la más reciente crónica cinematográfica de los hechos. Elizabeth Short fue hallada con el cuerpo partido por la mitad, exangüe, con mutilaciones en los pechos, el pubis y en la cara, amén de otros detalles en los que prefiero no abundar. Nunca se ha resuelto la autoría de su muerte. Cualquiera que sienta fascinación por saber y ver al respecto, encontrará en internet escabrosas fotos reales de los hechos. Debo advertir que producen escalofríos, y no son fáciles de olvidar –aunque, ya que cometí el error de verlas, no soy el más indicado para dar consejos–.

 Elizabeth Short era aspirante a actriz, y es que, aunque no lo parezca, este artículo trata sobre  cine, y también de mutilaciones. Hace pocas semanas estaba viendo en una de las cadenas generalistas de televisión de este país, Antena 3, la ya referida película de Brian de Palma. Probablemente llevado en volandas por una asociación de ideas en extremo visual, tuve la desagradable sensación de que no solo estaba siendo espectador de una versión de la terrible mutilación de la señorita Short, sino que además estaba presenciando la mutilación insoportable de una obra, esto es, de la película misma: cortes publicitarios que seccionaban sin piedad secuencias por la mitad, cual si fuera el cuerpo de Elizabeth, y sobreimpresiones en la imagen que la emborronaban, haciendo del conjunto de lo que estaba viendo un verdadero sinsentido. Decidme, si no, qué debe uno experimentar cuando en una de las secuencias más truculentas de la película, asoma por una esquina la “cabeza” de un programa de humor para recordarnos que se emite tal día y a tal hora. Ese bombardeo de sobreimpresiones no solo ensucia lo que estás viendo, sino que además lo ubica en lo grotesco; sin duda un lugar muy distante del pretendido por el autor en su esfuerzo por crear emociones. 

No es que no lo hubiera visto antes en muchísimas ocasiones, es que esta vez la fuerza de una mutilación puso en flagrante evidencia a otra. Y lo único que pude pensar a partir de ese momento es que acababa de asistir a una monumental indecencia, a una indignante falta de respeto por una obra creada con esfuerzo, que terminaba manoseada y violada sin el menor pudor y con absoluta impunidad. Salté al balcón a escuchar los ruidos de la calle y solo oí el silencio de la noche. No había gente en las ventanas clamando al cielo, ni grupos de espectadores protestando al verse objetos de tan vergonzante mutilación, ni por sentirse también manoseados y manipulados.       

Desde entonces me he fijado un poco más en las agresiones que sufren las películas en los canales de televisión españoles. El rosario de indecencias es muy largo. Empezando por algo tan sencillo como es eso de cortar los títulos de crédito en el mismo instante que aparecen las palabras the end. Me parece intolerable, una verdadera grosería que a nadie parece molestar ya, acostumbrados como estamos a soportarlo. Algún día se cargarán los títulos de los créditos iniciales de las películas para ganarse 30 segundos de tiempo y llenarlos con publicidad. El episodio más indigno del que he sido testigo –con una práctica feroz y desalmada, cual verdadero criminal–, puede verse a diario en un canal relativamente nuevo, que responde al nombre de la Sexta 3, que se encuentra dedicado íntegramente al mundo del cine, lo cual hace más paradójico el hecho en cuestión. En este canal, los cortes publicitarios no solo seccionan la película, no solo seccionan las escenas, sino que además cortan las frases por la mitad, sin más. Seis minutos después, vuelve la película y puedes oír el final de esa frase, cuyo inicio ya ni recuerdas. Los amantes del cine debemos celebrar la aparición de canales temáticos destinados al séptimo arte, sin duda, pero no pueden tolerarse semejantes mutilaciones. 

El séptimo arte. Eso es lo que se supone que es el cine. Y así es como está generalmente aceptado desde que Ricciotto Canudo publicara en 1911 el “Manifiesto de las siete artes”. La pintura, la escultura, la arquitectura, la música, la literatura y la danza son las otras seis. ¿Podría alguien concebir que una escultura de Bernini, en una de las plazas de Roma, fuera mutilada con fines comerciales? ¿Podría alguien imaginar que La Gioconda fuera parcialmente cubierta por eslóganes publicitarios en el interior de su vitrina en el Museo del Louvre? ¿Podría alguien comprender que una interpretación de la 5ª Sinfonía de Mahler fuera interrumpida abruptamente en su punto álgido para dar paso al jingle de un espacio comercial de 30 segundos? ¿Es que puede trocearse una poesía? ¿Es que puede mutilarse la integridad de un edificio, más allá de aquello para lo que ha sido concebido? ¿Es que pueden interrumpirse los gestos evocadores de unos danzarines? Todo eso se nos antoja imposible porque comprendemos que toda creación artística debe ser respetada en su unidad y en su integridad, ya que de ello depende su propósito y el sentido mismo de su existencia, que no es otro que –dicho en términos muy genéricos– el alimento del cerebro y del alma. No es palabrería de «intelectualoides» o snobs elitistas. El arte es la punta de lanza de toda civilización, es el paladín de la cultura, lo que define la salud de una sociedad, pues el arte es –o al menos puede llegar a ser– pensamiento, reflexión, conocimiento, verdad, crítica, ética, estética, protesta, celebración, emoción…, además de belleza en todas sus acepciones. El arte se ha situado siempre, desde la antigüedad, a la vanguardia del humanismo para guiarlo en su evolución. Solo aquellas sociedades con niveles importantes de cultura, solo aquellas sociedades que se han educado en esas ideas que el arte se ha empeñado en trasladar en el tiempo, han logrado ser sociedades respetuosas con las libertades y los derechos de los hombres. El arte es la mayor manifestación de la cultura y de la grandeza del hombre. El arte nos enseña a pensar por nosotros mismos, nos libera para hacernos seres maduros y capaces, el arte nos emancipa, nos manumite, y nos permite encontrar nuestra propia identidad. No puede cuestionarse la importancia del arte, como no puede cuestionarse el respeto que deben merecernos las obras que integran esa palabra. No debería haber nada más sagrado que una obra de arte, acaso sea lo único en lo que verdaderamente podamos creer, lo único que merece verdadera devoción, porque es en verdad la única religión tangible y son sus valores los más abiertos, tolerantes y vanguardistas que ha ideado el ser humano, siendo capaces de dar cabida a todos. Tampoco puede cuestionarse la integridad de una obra, su unidad, un concepto que no puede profanarse, de otro modo su contenido se diluye.

Lo que acabo de explicar resulta bastante obvio; se acepta generalmente. Sin embargo, el cine se mutila sin pudor en aquel que es su principal espacio de difusión: la televisión. ¿Acaso el cine no es arte? El factor comercial y popular del cine lo aleja, para algunos, de esas connotaciones vanguardistas y elitistas que se le presuponen al concepto de arte, con lo que nos encontramos ante una disciplina con unas características y peculiaridades que la hacen muy particular y que la circunscriben al momento histórico de su aparición y desarrollo. El cine como entretenimiento es un producto de masas, pero ni siquiera en esa faceta puede negarse al cine una serie de características propias del arte, como es la sencilla narración de una historia con la pretensión más o menos lograda, más o menos acertada, de lanzar a nuestras mentes y a nuestras almas una idea más elevada. En su faceta más vanguardista, me atrevo a afirmar que el cine es hoy la disciplina artística más aventajada, pues hoy es la imagen la materia prima con mayor potencial, el lenguaje más admirado del siglo XXI. No puede negarse la condición de arte al cine cuando tenemos películas como Amanecer, El gabinete del doctor Caligari, Persona, 2001: una Odisea del espacio, Centauros del desierto, Viridiana, Vértigo o Melancolía, por citar algunos ejemplos repartidos a lo largo de más de cien años de cine. Todas ellas contienen logros artísticos, encierran vehículos de expresión de ideas puramente artísticas, como la emoción, el conocimiento, el pensamiento, la crítica, la belleza… Ideas que definen el arte. ¿Por qué entonces se mutilan las películas? Supongo que la respuesta más evidente es “porque se puede”. 

Fijémonos en la televisión. Cuando yo era un chaval, solo había dos canales en España, y la imagen que nos llegaba a nuestros monitores era pura, es decir, nada en absoluto la mancillaba, ni siquiera el pequeño identificador del canal. Recuerdo que llegó un día en que apareció un “tve1” y un “tve2” en un rinconcito de la pantalla. Entonces los críticos lo llamaban “la mosca”. En aquellos días trascendentales apareció un artículo en un importante periódico en el cual el autor –que no recuerdo– se echaba las manos a la cabeza ante semejante intrusión en la virginidad de la imagen. “Esa molesta mosca”, la llamaba. Aquel pobre crítico se cortaría hoy las venas al ver como se contamina la imagen de nuestras pantallas, como se ensucia. Aquel crítico era un ingenuo, sin duda, hasta exagerado diría yo, pero su clamor es un buen punto de partida para observar cómo ha cambiado la televisión en 30 años. Cría cuervos, y te comerán los ojos. Eso ha pasado en España con la televisión. No tenemos canales, tenemos aves rapaces con grandes departamentos de marketing, de publicidad, de estrategia comercial, cuyos equipos de pensadores se devanan los sesos para hallar el modo de crear y vender más publicidad, de que esta sea más efectiva, de sacar el máximo rendimiento comercial a cada palmo de tiempo del día; y, todo ello, intentando dar esquinazo a la legislación con interpretaciones creativas de las normas.

Más publicidad, más dinero y, cuanto más efectiva sea, más dinero todavía. Se trata de hacer rentable su negocio, algo incluso comprensible. Un cuervo es un cuervo, y nada puede reprochársele. Al igual que explicaba aquella vieja fábula del escorpión y la rana, en la cual el escorpión mata a la rana de un aguijonazo en medio del río caudaloso, provocando la segura muerte de ambos; ante el comprensivo reproche de la rana, el escorpión responde, simplemente, que no puede evitar picarla con su aguijón, pues esa es su naturaleza, aunque le cueste la vida. Las cadenas de televisión –como los bancos, por hacer un símil fácil– no respetan nada, pero esa es su naturaleza. Son empresas, y su cometido esencial es ganar dinero con el menor gasto. No existe el civismo en el mundo de la competencia empresarial, mucho menos la bondad.

GREEDJPGEKKO

Hubo un tiempo en que los canales, aún incipientes e inocentes, mantenían unos ciertos valores éticos, pero estos ya están completamente desdibujados. En realidad, los únicos límites a su libre albedrío son los que pone la ley, o, más bien, los que debería imponer, ya que si hay algo a lo que puede hacerse reproches es a la negligente tarea de los gobiernos en este aspecto. La extrema libertad que conceden en estos casos ha tenido, tiene y tendrá graves consecuencias, entre ellas, la mutilación sistemática de obras de arte, y, a partir de ello, la paulatina desaparición del respeto por las mismas. 

A veces suceden cosas puntuales, en un día concreto, en un lugar determinado, que cambian el mundo. Un día, a alguien se le ocurrió que durante la proyección de una película se podía hacer un corte para la publicidad. Y ese fue el principio, como abrir la puerta al vampiro. Si nadie levantó la voz, si las entidades y asociaciones de autores no fueron entonces capaces de decir “no” de un modo rotundo y sin paliativos, si quienes debían velar por las obras cinematográficas no fueron entonces capaces de defenderlas, y  preservarlas en su integridad y unidad, difícilmente puede hacerse ahora el camino inverso. Es la teoría de los vicios adquiridos, que terminan por viciarnos a todos. Se tratan de mutilaciones “normalizadas”, aceptadas y enraizadas en las prácticas cotidianas de nuestra sociedad hasta el punto de que no son cuestionadas.

Y es que una vez llegado el germen, ya nada puede escapar; al igual que pensaban aquellos  vagabundos de la película de Frank Capra, Juan Nadie, que evitan aceptar cualquier  práctica propia del sistema por temor a adaptarse al mismo y, por lo tanto, perder su libertad; o como aquel término, “institucionalizado”, que emplean en Cadena Perpetua (dirigida por Frank Darabont), para referirse a aquellos presos a los cuales el tiempo condena a perder la esperanza y a olvidar que un día fueron hombres libres. Todos se convierten en carne del sistema. 

Las propias leyes que regulan la comunicación audiovisual en España esconden criterios destinados a dar posibilidades de rentabilidad al sector, con lo que buena parte del texto legal consiste en una enumeración de los derechos del sector. Poner las bases para la rentabilidad del sector siempre es necesario –si una empresa funciona, el dinero se mueve, se crean productos para emitir que requieren de la contratación de trabajadores, de creadores, de técnicos…–, pero toda rentabilidad debe tener sus límites, y hay cuestiones que deben preservarse.

Recuerda-TV-Promo-la-televisión-que-quieres-Antena-3.wmv_000060140¿Qué dice la ley respecto a las obras cinematográficas? Pues resulta tan paradójica como sigue: “Los mensajes publicitarios en televisión deben respetar la integridad del programa en el que se inserta y de las unidades que lo conforman. Las transmisiones de películas para la televisión (con exclusión de las series, los seriales y los documentales), largometrajes y programas informativos televisivos podrá ser interrumpida una vez por cada periodo previsto de treinta minutos.” [1] 

La ley, como vemos, pide de un modo harto genérico respeto por la integridad de los programas, pero en el siguiente párrafo autoriza específicamente interrupciones en largometrajes una vez cada 30 minutos. Toda una contradicción en sí misma. Valga esta paradoja para hacernos una idea de lo inconcreta, confusa y ambigua que es la legislación española sobre la materia, lo que la convierte en altamente interpretable, altamente maleable, altamente superable y, en definitiva, altamente deficiente. Lo mismo se puede decir respecto de las sobreimpresiones y de su regulación, cuya falta de precisión y contundencia permiten a las cadenas hacer un uso –o, más bien, abuso– libertino de este molesto recurso comercial, tan proclive al contrapunto que, a menudo, consigue convertir en una parodia aquello que anuncia. Sea como fuere, la ley española es una buena muestra de la “normalización” o “institucionalización” de tales mutilaciones. No solo se aceptan socialmente, sino que están refrendadas por la ley. Además, los organismos que deben hacer cumplir la ley permiten los incumplimientos sistemáticos y generalizados de la norma, ya de por sí excesivamente permisiva e irrespetuosa, lo cual genera un ambiente alegre de impunidad en el sector. 

Aunque todo el mundo pueda comprender que una obra de arte no puede verse seccionada –y debemos asumir que una película es o puede ser una obra de arte– nadie parece plantearse censurar las interrupciones publicitarias que todos los días trocean las películas que vemos en televisión. Y es que la impunidad siempre es más llevadera, para aquel sistema que la permite, cuando nadie se fija en ella, cuando nadie protesta, cuando no existen voces críticas ante ella. Ni siquiera las entidades y asociaciones que representan a los autores se enfrentan a esta falta de respeto absoluto al cine, permitiendo que lo conviertan en carnaza al servicio de un fin lucrativo. Teniendo en cuenta que son las televisiones las que compran los derechos de exhibición de las obras, y las que les permiten engordar las arcas de estas entidades, y engordar los bolsillos de los autores, ¿quién va a quejarse si todos ganan con ello? Pero, realmente, ¿todos ganamos con ello? 

Como exponía una bonita obra de arte llamada La cinta blanca (de Michael Haneke), cuando se calla, cuando se otorga, la mala hierba crece más, gana cada vez más terreno, y termina por corromper el jardín, hasta dar lugar a una nueva generación cuyo punto de partida está ya corrupto y cuyo saneamiento resulta ya imposible. Teoría de los vicios adquiridos, de los hechos consumados, de la “normalización” de una práctica censurable o de las “conquistas sociales” de los criterios neo-capitalistas, todo ello sitúa cada vez más bajo nuestro nivel de exigencia.

Lo cual también nos lleva a otro daño colateral en todo este asunto: la falta de pedagogía hacia las nuevas generaciones de televidentes en España, sobre todo en cuanto al respeto a una obra de arte, en cuanto a la dignidad de un autor, en cuanto a los límites que no deben cruzarse, en cuanto a aquello que no debe estar en venta porque no tiene precio… Como resultado tendremos una generación empobrecida intelectualmente, poco exigente, impaciente, vencida sin ser siquiera consciente de ello, y falta de algunos valores esenciales, que quedarán solo para unas élites. Si no se quejan hoy los defensores de los autores y de las obras, desde luego no lo harán las nuevas generaciones. Entrevistando en una ocasión a un director de cine, éste se preguntaba por qué no se incluye la historia del cine y el cine como arte en el programa académico de las escuelas españolas, tal como se hace en otros lugares de Europa. Una buena pregunta cuya probable respuesta invita al desasosiego: probablemente nuestra sociedad no es capaz siquiera de detectar la existencia del problema. Puede que hoy tengamos más acceso al arte del que jamás se ha tenido en la historia de la humanidad, pero a la vez, tristemente, es muy probable que jamás en tiempos de paz se haya tenido tan poco respeto por él. 

El asesinato de Elizabeth Short nunca ha sido esclarecido, su mutilación ha quedado impune y nadie ha pagado por ella. La mutilación de la película que cuenta su historia, en su emisión de hace unas semanas, sí tiene autor, sí se ha esclarecido y se conoce perfectamente por quien fue cometida, pero va a quedar igualmente impune y nadie pagará por ella, a pesar de sus graves consecuencias.

Lleida, 15 de marzo de 2013

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[1] Artículo 14.4. de la Ley 7/2010 de 31 de marzo, General de la Comunicación Audiovisual, que regula la comunicación audiovisual en España de acuerdo con una directiva europea del año 2007.

Join the discussion 3 Comments

  • Montecarlo dice:

    Gran post, gracias por escribirlo.
    Dejadme que aporte un recuerdo personal. A mí me marcó profundamente el corte publicitario que una cadena pública hizo en «El cazador»: tras los veintitantos minutos inciales (los que cuentan la vida de la comunidad en su pueblo natal), ponen anuncios. Al final de la pausa prosigue la emisión, justo con la explosión en primer término y el grupo protagonista ya en Vietnam. Con todo el cuidado que Cimino y su montador Peter Zinner habían tenido en llegar a ese punto y… bueno, y nada.
    De esto hace más de veinte años y las cosas no han mejorado. Entre cortes publicitarios cronometrados, moscas varias, anuncios sobreimpresionados en la propia película, mutilación de créditos finales y otras barbaridades, han arrebatado al público el placer de ver cine en la pequeña pantalla.

    • Caballo dice:

      El terrorismo cultural de las cadenas es algo para reflexionar, la censura, las omisiones, el slogan del programa de los martes noche en medio de la pantalla….nosotros también lo hemos sufrido infinidad de veces en unas cuantas de grandes películas completamente escindidas y remontadas…películas que hasta no ver en dvd no se entienden completamente porque éramos víctimas de engaño e ignorancia. Gracias por las repuestas.

  • Víctor dice:

    Muy buen texto, pertinente no solo para España sino para Colombia, donde estoy seguro que se ve más este problema.

etdk@eltornillodeklaus.com