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Se lió la marimorena el año pasado, bueno, solo en los medios, donde tienen su propio juego de histeria, por la falta de candidatos negros a los premios Oscar. Todos nos partimos de la risa escuchando declaraciones de celebridades renunciando a asistir a una ceremonia, a la que ni siquiera fueron invitados, por considerarlos racistas. Vimos sus hashtags y sus emocionados twitters de medianoche y copa de más, y en Hollywood, claro, fueron lo suficientemente absurdos como para tomarse esa pantomima en serio y mudar de careta. Actores progres y actores desocupados en zapatillas de andar por casa, en pos de la promoción gratuita y una causa mejor que los guiones de superhéroes, salieron a la palestra para defender los derechos civiles de la comunidad afroamericana, derechos que ya no se centraban en el respeto, la convivencia, la igualdad salarial y todo eso, sino en una pataleta lindando con el cachondeo.

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Neil Patrick Harris como el presentador de la gala de los Oscar 2015.

Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Pablo Cristóbal

“Los Oscar taaaan blancos”, tildaron en su campaña de desprestigio, y el eco del abucheo encontró hiriente el oído sensible y pesetero de los jerarcas del cine.

Así que este año tomaron nota y poco ha faltado para que también testimonien que la estatuilla dorada está tomada de un modelo gay negro, en aras de la conveniencia social y la cosmética que un vendedor pone en el coche viejo para doblarle el precio. Para empezar se han deshecho del electorado más carcamal, ese compuesto de jubilados del mundo del cine que hasta ayer tenían derecho a votar. Y la presidenta de la Academia, Cheryl Boone Isaacs, la primera mujer de color en sus 88 años de historia, está haciendo promesas en favor de la diversidad en un plan que culminará en el año 2020. Si el año pasado no era apropiado ser negro, este podría pensarse que es justo lo contario. “¡El año negro de los Óscar!”, vocifero con cachondeo, pero nadie sigue esta clase de bromas. Y negro, consideraciones raciales para más adelante, ciertamente ha sido. Las nominaciones a los premios Óscar siguen ofreciendo pronóstico de lluvias y mala salud en el entorno del cine. La televisión ha dejado que otros ocupe su lugar de caja tonta. Hollywood, provocadora y lasciva de puertas adentro, es el basural de la corrección política, el reino de la sacarina, cuando saca a pasear su galería de pelis seleccionadas. En una ceremonia probablemente trufada por los consabidos chistes bienintencionados y los guiños críticos a su presidente misógino y racista (y elegido democráticamente, no lo olviden) nos harán creer que están premiando lo más granado del cine de este año.

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Confundiendo narrativa con moralina y entretenimiento con mensaje, las películas seleccionadas están ahí más para propagar su historia con enseñanza mega positiva que para hacernos cosquillas en el cerebelo.

Haciendo uso de la discriminación positiva, se erigen entre las nueve candidatas, tres títulos con protagonistas y temática afroamericana, otra con protagonista indio (indio de la India), otra donde se alude tangencialmente la cuestión india (india de Norteamérica), otra donde se nos habla de la integración alienígena, y hasta en la categoría de las películas de animación, se posiciona como favorita Zootrópolis, con una historia sobre la aceptación de unos animales por otros y el peso del estigma de los falsos estereotipos. Como siempre, la tendencia yanqui dada a los abusos de corrección política se pone en evidencia con estas demostraciones hipócritas donde el cine importa menos que su posicionamiento social. Por ahí tenemos además tres historias de blancos, en las que pasamos del drama de telefilme y una historia de guerra con friki religioso a bordo, a una pareja muy guapa, bailando y cantando, ofreciéndonos un tipo de escapismo multicolor a la antigua. Cine palomitero, cine que puede seguirse con la Coca Cola en una mano y el móvil repleto de mensajes de texto chorras en la otra. Así pues dejen cerca del sofá atrapa-pedos una caja de kleenex para la lágrima fácil y chantajeada, y la cesta de la basura para echar la pota, porque las nominadas a la mejor película de este año son…

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Manchester by the Sea (Manchester frente al mar): donde tenemos a Cassey Affleck haciendo de su papel favorito, un tío raro, inadaptado socialmente aunque las mujeres le tiren la cerveza encima para follárselo.

Imaginamos que con tamaño magnetismo, nos sentiríamos menos herméticos y más triunfadores, pero hay una desgracia en su pasado que no le deja maniobrar. El personaje de Cassey es un conserje que hace chapuzas para varios edificios, metido en su burbuja autodestructiva, hasta que su hermano la espicha y le toca ejercer de padre adoptivo de su hijo. El planteamiento así dicho no tiene nada de original, y el tráiler nos remite falsamente a las comedias de incomprensible éxito como Tres solteros y un biberón, Un niño grande, o a tragedias románticas con Cosas que perdimos con el fuego. Es una peli aséptica, lenta, predecible (porque no hay nada que predecir) y más honesta de lo que se promete. Era un papel que iba para Matt Damon, dispuesto a marcarse otro Indomable Will Hunting, pero que por problemas de calendario haciendo de payaso astronauta en Marte, la pasó la oportunidad a su colega Cassey Affleck, figura de contra luces y menos estelar, deudor de esa saga de actores farfulladores como Marlon Brando, Heath Ledger (especialmente en Brokeback Mountain) o Jeff Bridges (casi incomprensible en el remake Valor de ley). Su interpretación, entre lo contenido y lo histérico, bien podría darle una grata sorpresa la noche de la gala, si no fuera porque su nombre aparece asociado en la casilla del buscador con una demanda por acoso sexual.

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Izda Cassey Affleck con su hermano Ben y su amigo Matt Damon en Good Will Hunting (1997). Dcha Cassey Affleck junto a Michelle Williams en Manchester by the Sea (2016).

Dirigida y escrita por Kenneth Lonegan, experto en contarnos historias formato pequeña pantalla, donde lo más interesante transcurre fuera del ojo del espectador, en las entretelas de sus personajes. En sus pelis predomina una interpretación realista, lacónica, como si el invierno en ese pueblo costero les hubiese achicado el alma. Se agradece el sentido de humor inteligente y casi solapado en algunas de sus escenas, la autenticidad de sus diálogos. Kenneth es además experto en contarnos historias emotivas sin echar mano del chantaje emocional. El problema es el de siempre, al final de esta película con hechuras de dramón de sobremesa, uno permanece en estado de indiferencia, emocionalmente distanciado.

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Izda, Cassey Affleck en Manchester by the Sea (2016). Dcha, Anna Paquin y Matt Damon en Margaret (2011), ambos films de Kenneth Lonergan.

Hacksaw Ridge (Hasta el último hombre), donde tenemos cine Gibson, es decir, cine épico, porque todo lo que hace este hombre le sale heroico, afectado, inspirador, entusiasta.

Con Mel Gibson uno no conoce un bostezo ni cuando filmó una peli de tres horas llamada Braveheart. Es posible que en persona sea un tío mierda, ultraderechista católico, racista, con la olla ida, pero ha sido un actor carismático y sigue siendo un director ejemplar. Esta película no ha sido la excepción y si en el Hollywood judío le abren la puerta a un talludo antisemita como él, por algo será.

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Uno echa de menos para su banda sonora a James Horner, ese compositor también con gusto por la grandilocuencia musical, desde que la diñase en un accidente aéreo. La partitura de Rupert Gregson-Williams para este film, con plagio añadido a la de Hans Zimmer por La Delgada Línea Roja, no hace más que acentuar su ausencia.

El larguirucho Andrew Garfield, aún con la musculatura de sus dos Spiderman, interpreta a Desmond Doss, héroe verídico de la II Guerra Mundial. Doss es un Adventista del Séptimo Día que se alista en el ejército para salvar vidas (y no tomarlas, negándose a empuñar un arma). Se verá confrontado a causa de sus ideas no solamente en el campo de batalla sino por sus compañeros de pelotón. Hugo Weaving, que no ha sido nominado, hace una más que estupenda interpretación como el padre atormentado y alcohólico de Desmond. Todavía uno lo recuerda como el agente Smith de The Matrix. Aquí tenemos a un agente Smith pasado por la batidora del shock post-combatiente, y le sale bordado.

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La historia se centra en la invasión de la isla de Okinawa (si bien se filmó en Australia), una isla bien pertrechada, en donde los japoneses habían construido sus escondites en cuevas, túneles, agujeros, fortines. La escarpadura abrupta fue bautizada con el nombre que da título a la película, Hacksaw Ridge, que en cristiano significa “La cresta de la sierra”. Las tropas norteamericanas fueron repelidas dejando tras de sí a un gran número de sus compañeros heridos e incapaces de escapar por sí mismos. El trabajo de Desmond como médico, reducido a hacer torniquetes, suministrar plasma e inyecciones de morfina y trasladar a los heridos fuera del campo de batalla, lo mantuvo sin cobertura aliada durante las doce horas que pasó solo rescatando a sus compañeros ―50 almas contó él, 100 decía su comandante, y cerraron el trato para la leyenda en 75―.

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Arriba, Hacksaw Ridge (2016). Abajo, The Thin Red Line (Terrence Malick, 1998).

Una constante del cine de Mel Gibson, aparte de las escenas sanguinolentas, es el protagonista que arrostra adversidades prácticamente insalvables, un superhombre con ideales tan elevados que lo llevan a enemistarse con sus propios amigos. La tentación de ceder, salvar la vida y volverse uno más del clan gregario se presenta durante todo el metraje (“Clemencia, William, clemencia”, ¿se acuerdan?). Por eso es una historia que viene a su director, como anillo al dedo, que posiblemente también se sienta ese héroe maltratado por la sociedad, incomprendido por sus palabras, que persevera en sus declaraciones escandalosas con el fin de “salvar el mundo”. En fin, mejor no hacer dobles lecturas, mejor es dejarse contagiar por el heroísmo que rezuma la película. Los yanquis son los buenos, los japos son los diablos imbatibles. Disfruten como espectáculo de esa simplicidad (Gibson sabe filmar la guerra y el valor), como cuento que nos inspire a ser algo más grande de lo que somos y quizás solo podamos llegar a sentirlo en el cine.

Arriba, Mel Gibson como actor en We Were Soldiers (2002). Abajo Andrew Garfield a las órdenes de Gibson en Hacksaw Ridge (2016).

Arriba, Mel Gibson como actor en We Were Soldiers (2002). Abajo Andrew Garfield a las órdenes de Gibson en Hacksaw Ridge (2016).

Fences es una obra de teatro filmada. Es decir, no es cine en el más fino sentido de la palabra. Uno puede imaginar el tablado que las cortinas van mostrando al descorrerse, con el deprimente escenario pintado al fondo de un barrio de clase obrera en la Pittsburgh de los años 50. En escena van apareciendo tres de sus personajes divagando sobre mujeres, béisbol, mortalidad y diablos durante los primeros 20 minutos.

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Denzel Washington dirige y protagoniza la vida de Troy Maxson, un hombre de la vieja escuela, duro, fanfarrón, estricto, que puedes imaginar dando zurriagazos con el cinturón en una mano y la Biblia en la otra. Troy ha conocido días mejores, era un buen jugador de béisbol que vio perder su oportunidad de ingresar en la liga profesional por terminar enchironado a causa de una pendencia y, según él, porque con su color de piel no tenía auténticas posibilidades de triunfar en un mundo de blancos. Trabaja como basurero. Solo confía en el dinero que uno produce de sus dos manos callosas. Tiene un hermano a quien la guerra le ha jodido la cabeza. Tiene dos hijos: el primero, de su anterior matrimonio, malvive como músico en tugurios de baja estofa. El otro quiere usar el béisbol como trampolín para entrar en la universidad. Ninguno de los dos está a la altura de las expectativas paternas. Troy Maxson está harto de pelotas y trompetas, todo eso son fantasías que el hombre blanco pone en la cabeza del negro para mantenerlo sometido en una vida que desemboca, como le ha pasado con la suya, en la parte trasera de un camión maloliente y de ruta establecida. La cerca que quiere levantar alrededor de su casa y los matojos que componen el jardín, es una alegoría del drama generacional, la tradicional barrera entre padres e hijos, emociones imposibles de sacar afuera, y el vano intento de mantener lo que se ama al lado de uno.

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La acción está en la palabra, y para aquellos mortales que no hemos pisado Broadway, esta película nos ofrece una especie de compensación. Pese a sus buenos propósitos, la gimnasia verbal y sus estupendas interpretaciones (tirando al exceso, como ocurre siempre en el teatro), Fences nos deja con un sabor de insustancialidad, que es asimismo el sabor con el que nos llena la vida tantas y tantas veces.

Dejamos que descansen la vista por ahora, que se terminen las palomitas untadas en mantequilla y queso. Hace falta cambiar el agua al canario y la vomitona rebosando el cesto de los papeles. Enfádense o congratúlense, recuerden que esto es cine, o ni siquiera eso a veces. Para gustos, colores, y en este caso el puto arco iris se queda corto.

Les amenazo: continuará…

Shenzhen, 14 de febrero del 2017

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