Hay una intrahistoria dentro de cada historia de amor. Se acumulan bajo la alfombra del lado oscuro de la luna, con todo lo que no vemos o jamás querremos ver sobre nosotros mismos y nuestras parejas. El 20 de noviembre ha regresado The Affair en su tercera temporada, tras restregarnos por la cara nuestra insoportable levedad, las dolorosas contradicciones de una relación con el membrete despegable de “hasta que la muerte nos separe” Es un retorno que esperábamos escépticos y con vaporosa curiosidad porque se trata de una serie que nos sorprendió en su primera entrega, nos decepcionó en la segunda, y cuya historia sigue estirándose en favor del melodrama y los bolsillos de Showtime, siguiendo la premisa de que un chicle, por mucho que se mastique, sigue siendo el mismo chicle (lo cual, todos sabemos, no es verdad). Dominic West, Ruth Wilson, Maura Tierney y Joshua Jackson. Por orden de importancia, de minutos contados en la pantalla, de encoñamiento. Un elenco de actores que encarnan los diferentes papeles en dos relaciones que colapsan y se entrecruzan.
Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Pablo Cristóbal
Todos sufren, todos emprenden batallas consigo mismo y con las personas que más quieren, sumando a su bagaje el viento caliente de anteriores incendios (esos amores bochornosos que no enterramos suficientemente profundo).
The Affair se postula como una serie que disecciona como ninguna otra las entrañas de una infidelidad y sus devastadoras consecuencias.
La primera temporada cumplió las expectativas pese a sus ocasionales amenazas de llevarnos al thriller de sobremesa, utilizando como cordón umbilical entre episodio y episodio una sala de interrogatorios salida de True Detective [1]. Esa necesidad de introducir cebos argumentales baratos, el crimen, los interrogatorios, las coartadas, expone la falta de confianza en un tema que de por sí ya contiene los elementos necesarios de una historia con suspense.
Salas de interrogatorio con los protagonistas de sus respectivas series: The Affair con Dominic West, arriba. True Detective con Matthew McConaughey, abajo.
Los títulos de crédito iniciales, con Fionna Apple entregándonos una estupenda y misteriosa canción (Container) prácticamente a capela y comprimida en ochenta segundos (voy a escupir al cielo y decir que es uno de sus mejores trabajos) nos pone en sobre aviso: entramos en un terreno movedizo y creativamente estimulante. La paternidad de la serie se haya repartida, al menos en principio, entre Sarah Treem, esa chica de estudiada pose hipster y en cuyo repertorio también figuran varios capítulos de House of Cards [2], y su mentor, Hagai Levi, creador de BeTipul [3], la serie sobre psiquiatría que la mayoría de nosotros conocimos en su versión norteamericana como In Treatment [4].
Pero es Sarah finalmente, la persona de la batuta y quien va regalando las claves de la serie entrevistada por periodistas inflamados por un morbo semejante:
“La vida no acaba en el momento en que alguien engaña a su mujer o su marido ―y tampoco es el desenlace de la historia. O cuando alguien deja a su cónyuge por otra persona―. Como narradores padecemos la tendencia de sentir que hay un principio y un final, tradicionalmente acompañado de la idea de alguien abandonando a su pareja o volviendo con ella, pero no es verdad.
Las aventuras amorosas tienen consecuencias que se dejan sentir por años y años y años, honestamente por el resto de sus vidas: en sus matrimonios, en sus segundos matrimonios, en la vida de sus hijos.
Ha sido algo muy interesante en lo que pensar: cómo nuestros personajes lidian una y otra vez con semejante trauma”.
La serie, más que reposar sobre una moralina evidente (uno no sabe en el fondo de qué lado están sus guionistas, si es que existe “un lado”), funciona como herramienta de desenmascaramiento.
La posibilidad de la traición es parte indivisible de la vida de la pareja. Joshua Jackson explicaba en la radio:
“Más que una historia con advertencia, lo veo como un examen del daño que nos causamos unos a otros como individuos. Hay instituciones diseñadas específicamente para hacer a la gente infeliz. Es interesante que como sociedad nos centramos en la importancia de la monogamia pero todo lo que nos quieren vender en los medios de comunicación es sexo. Es una sociedad basada en el individualismo y, sin embargo, al mismo tiempo, vemos el matrimonio como la espina dorsal de esa sociedad.”
El primer capítulo da cuenta de sus posibilidades como serie pero no las desarrolla. Nos sitúan en un escenario tópico para hacernos simpatizar con los futuros adúlteros. Él, Noah Solloway, Dominic West, el inolvidable McNulty de la inolvidable The Wire [5], es el alter ego perfeccionado de su demiurgo Sarah Treem y la caterva de guionistas que han volcado sobre él sus sueños y frustraciones. Es un personaje demasiado sexi, demasiado seguro de sí mismo, demasiado masculino, su represión humana y literaria apenas dejan secuelas en el magnetismo de su carácter (es además el mejor culo de todas las escenas de sexo).
Es uno de los mejores villanos de la televisión porque encarna gran parte de nuestras flaquezas y egoísmos. Noah se encuentra disipado entre un matrimonio con cuatro hijos ―cuatro monstruos, especialmente la hija anémica y con sobredosis de adolescencia y un chaval que finge su suicidio esperando que el padre le aplauda la audacia― y sus deberes para con la sociedad, que es también otro niño intolerante y chillón, la vida ponderada del padre de familia, la ética burguesa, etc. La pareja funciona bien a nivel elemental, son dos buenos compinches, pero en la cama, además de sufrir toda clase de interrupciones por parte de los vástagos que dan la tabarra en los momentos más placenteros y comprometedores, padecen las desventajas del descenso de la libido, de quererse demasiado, conocerse demasiado como para prestarse al juego de la pasión. Admitámoslo, la esposa riéndose en pleno coito porque dice que su marido pone caras raras, nos pone de parte del macho que busca su desarrollo sexual con otra persona.
Hay más razones que se insinúan y van aflorando con toda su violencia psicológica en los siguientes capítulos: los suegros mecenas que se inmiscuyen en sus vidas con el derecho de haberles pagado la educación de sus chavales, la mujer que es hija de millonarios, perfeccionista y acostumbrada a tal nivel de exigencia que hace del marido un poco su marioneta. El suegro (John Doman, que ya le hacía la vida imposible a Dominic West para The Wire), goza de un éxito apabullante con sus libros y sugiere que quizás Noah sea autor de un solo libro, ese escrito sin mucha gracia, relegado a las estanterías polvorientas de bibliotecas municipales. La madeja psicológica está bien urdida, quizás de forma demasiado deliberada y evidente.
Podemos ver en Noah a un buen tipo, que lucha por mantener la cabeza encima del agua y se encuentra anulado por la fuerza de opinión de su mujer y la contestataria hija. Podemos ver en Noah a esa ególatra que pasa por delante de las personas que más lo quieren con tal de satisfacer sus ambiciones personales (y esta es una cuestión que se verbaliza en la segunda temporada, con la maravillosa Cynthia Nixon haciendo de terapeuta: cuántas veces el éxito artístico no es consecuencia también de la mala conciencia de los artistas, del arrebato sexual y creativo, de sus comportamientos disolutos, sus mentiras y la absoluta crueldad del ego).
¿Qué ve en Alison, además de sus piernas impúdicamente largas y desnudas? El espíritu de la aventura, la libertad que se ha negado y, por supuesto, el afrodisíaco de poner su vida entera en peligro.
―¿Quién es esa mujer?― le pregunta a a Noah uno de sus chavales.
―Una catástrofe.
Y, sin embargo, se deja atraer al borde del precipicio, se arroja por él, embiste su propia pesadilla porque es la forma que tiene de sentirse más vivo.
¿Y Alison? ¿Cuál es su excusa?
Alison (Ruth Wilson, la sociópata de Luther [6], por ejemplo) vestida con sus pingos de muchacha rural yanqui (un cruce entre la decencia pacata mormona y el toque atrevido y moderno del este) y ese aire de ninfa y ninfómana simultáneamente, representa la belleza de una persona trágica y ojos sollozantes, la mirada convertida en desgarrada sensualidad con el fondo de la partícula de la muerte del hijo, que es también su propia muerte. Esta sirena embriagadora (que vive en la costa y no sabe nadar) padece su encierro en el rancho Lockhart, el hogar y sustento de su familia política. Alison perdió de vista a su madre muy pronto, llevada por los vientos de la espiritualidad New age y hippie. Cuidó de ella una abuela que ahora parece de Alzheimer avanzado. Su novio de juventud es su marido. Todo así huele a una vida sin opciones, predestinada a depender de la bondad de los extraños. Es casi una huérfana. La desgracia de su hijo muerto por culpa de un desliz acuático es su obsesión destructiva que rememora cada vez que mira el tatuaje de su esposo. Necesita romper con el pasado, los recuerdos que la aplastan el cuello y le roban el aire. Eso también significa acabar con su relación actual. Vivir otro comienzo para reinventarse como otra persona, una persona que no comparta su pasado.
“Si supieran lo que estoy pensando, se sentirían aterrorizados conmigo”, confiesa el personaje de Alison, al tiempo que la actriz que la viste, Ruth Wilson, desvela:
“Desde mi punto de vista quería desafiar el estigma de las infidelidades. Pasan tan a menudo que no puede estar todo mal. Quería participar en esa historia donde dos personas se enamoran fuera del matrimonio. Pero Sarah Treem y yo sabíamos que mi personaje, por ser mujer, iba a sufrir mucho más antagonismo por parte de la prensa y la audiencia en general. Por eso en mi versión, en la historia contada desde mi punto de vista, soy la mujer que ha perdido un hijo. Y eso me ayudó a tener una justificación, que en realidad no necesitaría por qué tener”.
Entre los personajes está la mujer cornuda de Noah, Helen Solloway, (la actriz de televisión Maura Tierney), estupenda en su papel de una mujer a quien se le viene el mundo abajo en el plazo de unas semanas, véanla romperse una y otra vez ante los desplantes y las traiciones de su esposo, y el marido cornudo de Alison, Cole Lockhart, el actor Joshua Jackson ―que ya se había hecho un nombre en Fringe [7] con su ciencia ficción episódica, friki, y Dawson crece [8], donde le quitaba la chica al rubiales protagonista de la serie―, hace aquí de una especie de cowboy trasnochado, un tipo taciturno, con un más que probable aliento a cebolla cruda y rectitud heterosexual, luciendo una mirada profunda que le ha plagiado a John Wayne.
Pululan por ahí otra lista de personajes para terminar de añadir matices a la paleta, el hermano yonqui, siniestro, malhadado, Scotty Lockhart (Colin Donnell) a quien no se le ofrecen cualidades redentoras y termina la segunda temporada siendo si cabe más odioso que en la primera. Está el dueño del restaurante The Lobster Roll, Oscar Hodges (Darren Goldstein) físicamente un hermano gemelo de Louis C. K, antipático, lenguaraz y con la increíble habilidad de enterarse de los más turbios secretos de sus vecinos, un chantajista a quien, de alguna forma misteriosa, se le sigue tolerando e invitando a las celebraciones de sus viejos enemigos. Está el amigo de facultad de la pareja Noah/Helen, Max Cadman (Josh Stamberg), engreído, millonario, mujeriego, divorciado, triunfador en la superficie, encarna los tópicos televisivos del hombre de Wall Street, mientras que en otros aspectos es también una figura solitaria que mantiene su dolor oculto bajo los divertimentos ocasionales que le ofrece el dinero. Será Max quien, en forma de parábola económica, ofrezca a Noah uno de los consejos más sensatos:
“Estás viviendo la fantasía de un colegial. Es hora de crecer. Las mujeres son como una bolsa de valores. Pones tu dinero en un fondo mutuo de alto rendimiento y lo dejas tranquilo. No lo sacas para invertir en una nueva empresa atractiva . El 99% de estas fracasan y te joden vivo. Deja tu dinero donde está. Confía en mí. Cometí ese error. Déjalo estar”.
La gran apuesta creativa de The Affair, o lo que han publicitado como si lo fuera, está en los recuerdos de los personajes que son montajes artificiales por los que aprendemos a ver cómo son ellos por dentro y cómo perciben el mundo. No hay una versión oficial de los hechos. Tenemos dos puntos de vista en la primera temporada (cuatro en la segunda, y cinco en la tercera), uno masculino (Noah), y otro femenino (Alison). Es una apuesta sugerente, dos realidades de una misma situación, un punto de vista sin asidero en la imparcialidad. Él ve en Alison a una hermosa camarera, atrevida, sexual, casquivana, que flirtea con él, y ella se describe como un alma solitaria, triste, desconectada, que encuentra en Noah a un hombre fuerte y seguro de sí mismo, protector, familiar, capaz de mostrar empatía con sus sentimientos y darle un nuevo sentido a su vida. Noah nos pinta a Alison como un desastre en ciernes para su vida conyugal, un mal inevitable como pasa con todas las sirenas que se nos cruzan. Desde el punto de vista de Alison, ella es una mujer frágil y destruida por la tragedia que pese a hacer vagos intentos por frenar el avance tentacular y confiado de Noah, acaba encontrando un refugio sentimental en sus brazos. Sus historias difieren desde detalles nimios pero reveladores, como la longitud de la falda de Alison, hasta en acontecimientos más transcendentales, dejándose llevar por los excesos de la imaginación. Alison percibe a la mujer de Noah de forma más elegante, acentúa la diferencia de clase social y su inclinación por el arte. Noah ve a Alison con el pelo suelto, porque realmente es como a él le gusta. Ella puede revivir largas conversaciones, factores humanos, bromas que establecen las futuras complicidades. En la memoria de Noah los diálogos son breves y picantes, eclipsa el ruido de las palabras la silueta femenina de Alison en falda corta y escote agradecido. La culpa, por otro lado, está más presente en él que en ella. Su mujer se le aparece en momentos que Alison no recuerda que estuviera. En el punto de vista de Noah, es él quien salva a su pequeña de asfixiarse con una canica que rueda de la boca de la niña hasta los tenis blancos de Alison, trabajando de camarera. En la versión de Alison, es ella la que interviene a tiempo de prodigar la palmada salvadora en la espalda de la niña.
Según Sarah Treem, la propuesta original de la serie descansa en el basamento de un poema de Robert Hass, Meditación en Lagunitas, donde la búsqueda por el entusiasmo primitivo de una palabra recién aprendida y cuyo significado se pierde en sus constantes repeticiones se compara al descubrimiento de un amor, un cuerpo, cuando todo es nuevo y el sexo es sexo. El secreto de contar y contar lo mismo de siempre de una forma ilusionante es parte de la receta mágica.
“De esto hablamos anoche ya tarde y en la voz
de mi amigo había un delgado hilo de pena,
un tono casi de queja. Un rato después entendí
que, al hablar así, todo se disuelve:
justicia, pino, cabello, mujer, tú y yo.
Una vez hice el amor a una mujer y recuerdo cómo,
al tomar sus pequeños hombros entre mis manos,
sentí un violento asombro ante su presencia,
una sed de sal, sed del río de mi niñez
con sus cauces insulares, tonta música del barco
del placer, charco donde atrapamos aquel pececillo
naranja y plata llamado semilla de calabaza.
[…]
Hay momentos en que el cuerpo es tan luminoso como las palabras” [9]
Noah solía ser el hombre bueno en el buen sentido de la palabra (citando a Antonio Machado, otro enamorador de ninfas), un hombre que pasó sus días de universidad cuidando de su madre enferma, que solo tuvo una amante en su vida, su propia esposa (“es casi como si fueses virgen”, se burla Alison, como si para tener una educación sexual completa hiciese falta follarse a la mitad de Barrio Sésamo). Un profesor de enseñanza pública (solo en Estados Unidos puede tomarse un trabajo tan noble como símbolo de fracaso profesional), que esconde su hambre atrasado por una vida que nunca ha conocido. Por eso es ahora un hombre herido de culpa, no quiere causar el dolor que causa, quiere ser feliz y libre y escapar a todos los destinos impuestos y eso es imposible. La vida se debe a sus horarios y caprichos letárgicos. La rutina nos alcanza a todos y termina por darnos muerte, una muerte longeva y pacífica, entre brumas de aniversarios y días festivos que confundimos por eso que llaman vida y son las impertinencias de la edad.
Lo que nos cuentan aquí, más que una historia de lujuria y amores es una tragedia, de las grandes, las auténticas, las que vivimos día a día y miramos por la tele para recibir la catarsis y sentirnos limpios de culpa, el griego que niega a su mujer y se entrega complaciente a su propia destrucción en pos de ninfas, sirenas, semidiosas y vellocinos de oro. Va de la tragedia que se origina dentro de uno y por eso es tan difícil evitarse. Noah se da cuenta, finge querer detenerse antes de que su semen llegue al río ajeno, pero no es capaz de lograrlo, preso de la fatalidad libidinosa que llevan los seres humanos en su alma partida. Ahí está el tipo de vida apacible y familiar, su vida sin historia, y a su izquierda el disparo en la sien del sexo, los órganos sexuales que vienen y van como olas lubricadas del infame goce, lo prohibido, lo terrible, cagar con la puerta abierta, el despertar a otra existencia, paladear una nueva sal entre unas nuevas piernas, caracterizar el papel de malo incitado por la experiencia de lo nuevo y la culpa. Vivir la historia y quedarse sin vida, volverse caudal tumultuoso, de esos que rompen las piedras del dique y se precipitan hacia abajo, hacia abajo.
Les voy a a contar lo que la The Affair no se atreve a decir a las claras, con todas sus excusas freudianas y sus miradas de soslayo a la sensibilidad puritana de la audiencia: Noah utiliza a Alison como forma de escapar del tedio se su matrimonio, que es en el fondo el tedio de ser él mismo. Le reprocha a su hija que haya hecho daño a otra persona por puro aburrimiento. Pero el hipócrita (la paternidad está llena de hipocresía) está refiriéndose a su propio crimen sin percatarse. Alison es un caso aparte, Alison se defiende con el sexo y es, en definitiva, el personaje más promiscuo. Tuvo una juventud vorazmente lujuriosa (“en los pajares de los pueblos hay mucha actividad”, nos recordaba Andie MacDowell en Cuatro bodas y un funeral [10]) y ahora evita el dolor abriéndose de piernas. No funciona del todo, el sexo es un lenitivo muy poco eficaz, y como pasa con el alcohol, uno sigue volviendo sobre él y hundiéndose más y más. Alison huye de las trampas de la vida y esa es otra trampa. No tiene carácter para afrontarlas. Está demasiado ensimismada en su dolor de madre sin hijo, en el egoísmo de ese dolor sin nombre, que la absuelve de todos los placeres y traiciones. Hay cicatrices que son tan parte de uno que ha dejado de verlas, son una marca olvidada de un acontecimiento remoto y ya pertenecen a la piel defectuosa más que al accidente que las causó.
La mujer de Noah tilda su infidelidad de crisis de la mediana edad y le pregunta si cuando se termine, volverá a ser el mismo hombre que amó y a regresar con los suyos. Pero cuando se atraviesa un túnel, un momento oscuro y confuso y agónico, nunca te recuerdan que la luz que ves saliendo de él pertenece a la del otro lado, ya no eres la misma persona que entró ni te defines por los mismos apetitos. Tienes el mismo rostro pero no significa nada, los rostros son careta, te disfrazan y no te representan. Por supuesto Noah quiere volver sobre sus pasos cada vez que siente la punzada de dolor de la añoranza. Se lo confiesa a su Helen en la playa: “Siempre estoy considerando volver contigo”, como si fuese una opción. Se engaña. No hay regreso a la misma relación que se dejó atrás, a su antigua piel de hombre felizmente casado.
Hay traiciones irreversibles, hay traiciones que nos transforman a nosotros y especialmente a los demás.
Es el precio del descubridor que se lanza al Nuevo Mundo y regresa por la añoranza del Viejo, que el Viejo Mundo ya no le espera, ya no es tan viejo sino que es otro y ya no encaja en su recuerdo. Uno se queda atrapado en el ir y venir, en mitad del océano, a merced de una estúpida ráfaga de viento o el aullido consolador de una gaviota. Uno ya es marinero sin casa y, poco a poco, también sin buque.
En el arranque de la tercera temporada, los guionistas nos vuelven a proponer nuevas apuestas afectivas y un misterio con fórmula repetida, a base de las piezas de puzzle que son los saltos en el tiempo. Noah Solloway regresa como el fantasma del hombre que fue, dislocado, ineficaz, sintiéndose perdido y desplazado aun en el funeral de su padre, en un episodio que abarca únicamente su punto de vista, visitado por las nieblas de su infancia y por las difíciles experiencia de los últimos tres años. Enseña escritura creativa en una facultad de New Jersey y vive con su hermana. Sur relación afectiva con Irène Jacob , añadiendo cuernos a los cuernos, procura infructuosamente amenizarnos el rato, pero vamos a quedarnos con la imagen siniestra de Brendan Fraser y sus ojitos dulces convertidos en fuego frío. Lo cierto que que ya queda poco de las intenciones primerizas de la serie. La historia del engaño es ya un viejo libro que parece escrito por un autor diferente. La vida de los personajes continúa sin su dilema original, cada vez más cerca de la telenovela. Noah, con sus camisas arrugada de leñador, invoca la figura crepuscular y derrotada del Kerouac de los últimos años, la del alcohol y el aislamiento. Su desapasionada vida actual su enajenamiento social, contagia a los espectadores del mismo desamparo existencial.
―¿Sabes por qué me casé contigo?― le pregunta Helen con el dolor de la decepción asomando en su timbre de voz.
―¿Porque me querías?― contesta Noah con esa particular ingenuidad masculina.
―Porque eras alguien con la que me podía sentir a salvo, algo seguro
Uno aprende lo que ya hemos sabido desde siempre y no dejamos de olvidarlo en favor de una coexistencia sin miedos o eternas desconfianzas: que la vida es un proceso de cambio y no hay opciones seguras, ni garantías, que las relaciones sexuales no son tan inocentes ni están libres de repercusión como se le vende a la pareja cuando te pilla con las manos en la masa, en la masa de otra cocina, se entiende. Que el amor entre la pareja declina aunque no muera del todo porque la complicidad de una vida en común se revela a la larga como algo más importante que un buen polvo en momentos de resurgimiento hormonal, y que veces no lo es y un coito manda a tomar por saco una escala de valores bien asentada. Que somos seres humanos con un resabio de nuestros antediluvianos lagartos, que somos imperfectos y nos hacemos daño precisamente por querernos tanto, que en ese proceso de metamorfosis uno debe aprender a perdonar y adaptarse, a resistir el sufrimiento sin blindarse y buscar la redención fortuita en el siguiente recodo de nuestra insoportable levedad. No hay respuestas. Nos quedamos con las preguntas de siempre, la tilde del miedo en las entrañas, porque somos todos víctimas, y quien pone los cuernos también acaba siendo cornudo. The Affair nos obliga a cogernos de las manos con nuestra pareja y prometernos las mentiras de siempre: que nunca nos engañaremos el uno al otro, que siempre nos querremos exactamente como nos queremos ahora. Y por eso la serie es tan desgarradora, supone un salto en el tiempo de nuestras relaciones o nos devuelve la historia de nuestros pasados errores. Y eso es también lo que tenemos que agradecerle a una serie tan bien escrita, protagonizada y dirigida, pese a los desvíos argumentales y su falta de seguridad en sí misma, que nos lleve a mirar de frente y de cerca la cicatriz mal sanada, cuya existencia nos empeñamos en olvidar. Uno puede decidir que quizás es mejor no exponerse a las decepciones de una relación, en muchos casos mudable y, a la postre, enfermiza, un amor destinado al desamor y a encabezar títulos de canciones pop. Pero entonces para qué estamos vivos. Porque el amor, cuando funciona, por breve y alucinógeno y deteriorable que este sea, es la respuesta a nuestras sombrías crisis existenciales y pone fin al aburrimiento y a las monocromas gafas de sol que llevamos en nuestra vida. Por eso venimos a intentarlo una y otra vez, a darnos cabezazos contra el mismo muro que no es un muro sino un rosal de espinas y fragancias.
Shenzhen, martes, 20 de diciembre, 2016
Excelente análisis, como una placa de Petri.