Todas las canciones hablan de mí, este primer largometraje de Jonás Trueba, hijo de Fernando Trueba ―aunque es mejor no prejuzgar por ese detalle―, es una comedia romántica agridulce sobre el desamor y la nostalgia, sobre un joven que intenta olvidar a la chica con la que compartió una relación sentimental durante seis años.
Escrito por Carlos Cristóbal Olmedo
Todas las canciones hablan de mí (2010) nos sitúa en aquello que anteriormente llamábamos el quinto punto de inflexión de la pareja, un periodo marcado por los sentimientos encontrados tras las ruptura; del rencor a la melancolía, del rechazo al deseo.
El guión, firmado por Trueba y Daniel Rodríguez Gascón, nos habla de Ramiro Lastra (Oriol Vila), un romántico melancólico ―rayando en lo cómico y lo ridículo― que vive subordinado a los recuerdos de su exnovia Andrea (Bárbara Lennie), incapaz de superar el tiempo compartido con ella tras seis meses de ruptura. Ambos hacen el esfuerzo por seguir viéndose de vez en cuando, pero siempre mostrando la ambigüedad de sus equívocos sentimientos; algo que se refleja con naturalidad y sencillez en los propios diálogos: “No quería venir (…), pero quería verte”.
«Jonás se confirma como una rara avis: por el uso del lenguaje cinematográfico, por su visión de la existencia y por los referentes cinematográficos y literarios desplegados» (Javier Ocaña)
Uno de los mayores aciertos de la cinta es el eclecticismo de sus referencias. Referencias que no buscan la vanidad y el elitismo erudito, como muchos han criticado injustamente, o un simple guiño, sino declarar con firmeza las emociones de su discurso. Las canciones, reflexiones y versos que intercambian sus meditabundos personajes son parte esencial del hilo conductor de la obra. De esta manera, las palabras de Milan Kundera, Nacho Vegas, Hanif Kureishi, Franco Battiato, Fernando Pessoa, Christina Rosenvinge y el jazz de Bill Evans, entre otros muchos, resuenan como parte del propio guión; mezclando sin miedo lo actual con lo antiguo.
Implícitamente la estructura y narración de la obra son también en sí mismos homenajes a la propia literatura. Por una lado, la historia se encuentra estructurada en capítulos novelescos, por otro, el uso de la voz en off y la constancia del flashback, por muy clásicos que resulten su uso en el cine, remiten directamente a la narración literaria.
Sus influencias más evidentes se pueden encontrar en Francois Truffaut ―sobre todo las protagonizadas por su alter ego Antoine Doinel― y en Woody Allen, sobre todo en Annie Hall (1977), aunque la portada de la película sea un evidente homenaje a Manhattan (1979). Y no solo recuerda a estos autores por la obsesión de sus personajes en reflexionar sobre las desavenencias del amor, sino que también pueden encontrarse similares usos de la narración y de los espacios urbanos.
Incluso hay un recurso narrativo tomado directamente de Las dos inglesas y el amor (1971), de Truffaut, cuando descubrimos a alguno de los protagonistas recitando cartas de amor dirigiéndose directamente a cámara.
También tiene un indudable paralelismo con el debut cinematográfico de su padre con Ópera prima (1980). Ambos protagonistas comparten edades similares y una misma ofuscación e ingenuidad romántica. El propio Jonás recuerda, al contrario que su padre, esta ópera prima como de las películas más bellas de su filmografía, precisamente por los rasgos comentados.
Otro aspecto que le acerca a la primera película de Fernando Trueba es que Todas las canciones hablan de mí es un homenaje a las calles madrileñas. Pero no nos fotografía Madrid en panorámico, sino que se centro en sus barrios, parques y tiendas más antiguas, ganando los espacios urbanos una importancia también reivindicativa. Y es que toda la película tiene sabor añejo.
No es casualidad que la chica, Andrea, sea arquitecta, ni que en una de sus conversaciones, refiriéndose a la radiografía de la ciudad, explique una anécdota defendiendo que en ocasiones es mejor dejar las cosas como están, en lugar de buscar tanta innovación y el efectismo impresionable. Tampoco es casual que Ramiro sea un filólogo que se pasa el día entre libros llenos de polvo, trabajando en una pequeña y antigua librería de barrio que, como tantas otras, pronto dejará de existir.
La nostalgia del protagonista es, también, la nostalgia del director por el mundo anterior a la era digital. Al igual que la cámara huye de los megalómanos edificios de luces de neón, los encuentros amorosos y sexuales se alejan del exhibicionismo y la artificialidad de las redes virtuales, como si se tratara de una juventud anacrónica que busca unas relaciones más auténticas y naturales.
La importancia en los pequeños detalles es algo también de agradecer en la cinta. Los cigarros, las cañas y los silencios entre cada encuentro forman parte del atractivo de una narración verosímil. Es fácil sentirse identificado en sus personajes por la naturalidad de las situaciones y los diálogos, pese a algunos momentos algo forzados y sobreactuados ―perdonables por ser la primera obra del autor―. Y es que Trueba sabe conjugar personajes más culturetas con contextos y comportamientos cotidianos, descarados y jocosos.
Todo ello lo consigue también a través de sus personajes secundarios. Sean amigos de Ramiro o mujeres con las que intenta saciar su vacío afectivo, todos ellos muestran diversas percepciones del tema central y promueven esos diálogos existencialistas. Algunos de ellos no aportan apenas nada a la trama, como es el caso de su amigo Luismi, cuyo único interés es divertirnos al ver cómo su mujer ―la clásica bruja controladora― le tiene cogido por los huevos.
Mucho más encanto tienen los personajes de Lucas, amigo excéntrico y divertido que no es precisamente un creyente del amor ―“follar” es su palabra preferida―, la relación con su amiga Raquel y su antigua compañera de clase, Irene, la cual también consigue añadir algo más de raciocinio a las meditaciones de Ramiro: “El amor no es para siempre, es inevitable”. Por desgracia, se echa de menos un mayor desarrollo y protagonismo de cada uno de ellos.
“Las cartas de amor son ridículas, pero al final los que son ridículos
son los que nunca han escrito cartas de amor”.
Todas las canciones hablan de mí resulta un soplo de aire fresco al género de la comedia romántica española y nos recuerda que las reacciones ante el amor (y desamor) no siempre son tan frías como las que solemos estar habituados en nuestra vida diaria.
Es difícil no observar una sobreexposición del propio Jonás Trueba en su creación, incluso ya desde el título. Sea real o no esta exposición, lejos de juzgarlo, más bien es otro elemento que aporta encanto a la película; sobre todo si se tiene en cuenta que la crítica contra el comportamiento del protagonista es constante. Igualmente cierta filóloga, paradójicamente, citará a Ramiro una frase de T. S. Eliot: “La emoción del arte es impersonal”, como si el director, en un ataque de honestidad, quisiera lanzar piedras contra su propio tejado.
Esta primera e infravalorada película resulta toda una carta de presentación de un talentoso y ambicioso realizador que, sin duda, seguirá dando que hablar a lo largo de los años.
Pero ante todo se trata de una bella obra de aprendizaje sobre la ruptura amorosa. Al fin y al cabo, todos nosotros, en algún momento, pasamos por estas complicadas situaciones. Pero, como dice la canción de Nacho Vegas: “Que es jodido, ya lo sé. Pero no es dramático. Esto no es tan trágico. Esto no es un drama, no. Te diré mil cosas por las que llorar”.
Por mucho que nos fastidie admitirlo, y aunque intentemos evitarlo, todos repetimos similares errores, patrones y comportamientos: “No hay excepción que confirme la regla”, sentencia Irene. Pero en cada experiencia, o en obras como la señalada, nos instruimos en el conocimiento de nosotros mismos y de nuestras emociones y aceptamos que las rupturas, de cualquier tipo, son necesarias para evolucionar. Pero mejor lo expresan las hermosas y sabias palabras de Kureishi a través de Andrea:
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La nota final, al igual que en la película, la pondrán The Bad Plus, en crescendo. Y es que, nostálgicos de este mundo, por mucho que disfrutemos dando vueltas a nuestros problemas y no podamos evitar perdernos en «la paradoja matemática de la nostalgia», es evidente que todo se supera, que los baches anteceden nuevas oportunidades, que la vida sigue.