Spotlight (Tom McCarthy, 2015), La verdad (James Vanderbilt, 2015), El Renacido (The Revenant, Alejandro González Iñárritu, 2015), Everest (Baltasar Kormákur, 2015), El puente de los espías (Steven Spielberg, 2015) y Regresión (Alejandro Amenábar, 2015) son algunas de las últimas películas que han llegado a nuestra cartelera y su denominador común es que están basadas en hechos reales. La importancia de estos films señalados radica en «destapar un escándalo», «coronar el Everest» o «llevar a cabo una venganza» de la forma más exacta y verosímil posible, que no la más comunicativa. El nuevo cine de la información, a su modo —frío, «auténtico», incómodo— parece indicarnos que cine de ficción de nuestra contemporaneidad está experimentando un cambio hacia el documental ficcionado.
En su tratamiento férreo de la crónica acontecida no tienen cabida el ilusionismo (o el engaño) y, por ende, la imaginación. Como lo oyen, la documentación tomada al pie de la letra, paradójicamente, inhibe la fantasía. Exactamente lo opuesto al último film de Danny Boyle que —en colaboración con el guionista Aaron Sorkin— ha fabricado, contra todo pronóstico, una reactualización del Cuento de Navidad de Charles Dickens con la figura de un Steve Jobs arisco, tacaño y egocéntrico que se da de bruces con su propia humanización.
Escrito por Pablo Cristóbal
Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas
Esta última invención del mito de Jobs, totalmente alejada del inocuo biopic protagonizado por Ashton Kutcher en el 2013, se materializa en teatro filmado y se aleja del documental en pos de la dramaturgia, de la creación de espacios y personajes para —como le sucede a Los odiosos ocho (Quentin Tarantino, 2015)— terminar siendo una de las mejores obras de su realizador.
Acorde a estos tiempos del “destape de la información” el cine se encarga más que nunca de desmitificar la Historia del mundo y sacar a la luz las fallas de un sistema gubernamental opaco —véase Matar al mensajero (Michael Cuesta, 2014) o El hombre más buscado (Anton Corbijn, 2014)—.
Aunque estos dos films «serios» tengan un cariz más arraigado al thriller uno puede observar que, por lo general, las herramientas de los guionistas han sido relegadas a un segundo plano (hooks, cliffhangers, tensión sexual no resuelta, twister…) y ya tan sólo campan a sus anchas en los códigos de la ficción televisiva donde resultan más evidentes.
Es por esto que se dice que el mejor cine de ahora está en la antena y no en la gran sala. Cabe señalar aquí que la etapa más fructífera del galardonado Sorkin, guionista de La red social (David Fincher, 2010) y Steve Jobs (Danny Boyle, 2015), le vino dada tras su experiencia por el intrincado universo de la televisión.
Algunas de las películas de consumo oscarizadas —esas que fueron diseñadas para un público masivo pero exigente— llevan ya un tiempo renegando del abuso de sus bandas sonoras, huyendo de los entramados de amor más convencionales, de las interpretaciones manidas o lo que es lo mismo, han entonado un “hasta luego” a la archiconocida pornografía emocional Hollywoodiense.
Y aquí tenemos el nacimiento de cineastas poco comunes como son J.C. Chandor —Margin Call (2011), Cuando todo está perdido (2013) y El año más violento (2014) — o Bennett Miller —Truman Capote (2005), Moneyball: Rompiendo las reglas (2011) y Foxcatcher (2014) — que narran la historia oculta de EEUU desde una mirada angustiosa, fría, elegante, magistral y, no obstante, verdaderamente deprimente.
También cabe mencionar que realizadores de encargo de otras generaciones previas —y por ende, mucho más convencionales— se han pasado a este cine posmoderno, fíjense en el vuelco que ha dado la carrera de Edward Zwick quien ha dirigido en los últimos años las películas más sobrias de toda su carrera —Resistencia (2008) y Pawn Sacrifice (2014) — alejándose por completo de las grandes batallas a las que nos había acostumbrado en cintas como Tiempos de gloria (1983), El último Samurai (2003) o Diamantes de sangre (2006).
Zwick, que lleva en este oficio desde finales de los ‘70 ha pasado de ser el típico realizador de encargo de la industria del entertainment a dirigir relatos mínimos mucho más verosímiles y cercanos a nuestra realidad cotidiana, véase esa casi inclasificable tragicomedia que fue Amor y otras drogas (2010).
Así pues, este nuevo cine de la información tiene como consignas «la sutilidad y el hiperrealismo» que se erigen incluso por encima de su sentido del entretenimiento, algo impensable para aquella etapa en que tanto se abusó de la burbuja del blockbuster.
Por poner dos ejemplos, la película The Paper (1994) —dirigida por Ron Howard y protagonizada por Michael Keaton— está mucho más orquestada y fabulada que Spotlight —realizada por Tom McCarthy y también con Michael Keaton haciendo el rol de un periodista— y esto sucede porque The Paper goza de otro tipo de libertad creativa —la de no atenerse a ningún hecho real— lo que la convierte en un estupendo pasatiempo cinematográfico.
Si The Paper (1994), se formula en clave de comedia para fabular y moralizar, Spotlight (2015) está narrada con la seriedad y contención que caracteriza este tipo de cine hiperrealista; es un drama y se adhiere a la exactitud de un suceso ocurrido pero sin tratar de convertir sus dos horas de duración en una velada amena. La misión de Spotlight es la misma que la del buen periodismo, nos informa sobre una noticia para que saquemos nuestras propias conclusiones. Por el contrario, la misión de The Paper, como el buen cine de consumo, es entretenernos sin olvidar obsequiarnos con algo en lo que pensar.
El clasicismo de la última película de Spielberg (El puente de los espías, 2015) o el encorsetamiento genérico del peor film de terror de Amenábar (Regresión, 2015) podrían ser dos de los ejemplos que choquen con nuestra afirmación de que la tendencia de gran parte del nuevo cine es la del documental ficcionado. Sin embargo, en su pretendida severidad, estos dos trabajos son bastante asépticos y quedan desprovistos de una pasión complementaria que ayude a reforzar el discurso del film y, en el caso de El puente…, su intento de construir un desenlace lacrimógeno.
Acuérdense de la interpretación del actor Mark Rylance (como Rudolf Abel, el espía ruso al que van a condenar) y su rostro falto de emociones, es la cara de un hombre que acepta cualquier cosa que se le venga encima. Nada le preocupa y como él mismo dice «¿eso ayudaría?».
De igual modo ese estoicismo resume gran parte de este nuevo cine de la información, hierático, que se mueve pero no conmueve.
Ahí tenemos The Revenant (2015) cuyos incisos oníricos no contribuyen en nada al fluir del relato en el que un moribundo Hugh Glass (Leonardo Di Caprio) pasa medio metraje arrastrándose por la nieve y despeñándose por acantilados.
Es cierto que las visiones de su esposa fallecida nos recuerdan a las de Máximo en Gladiator (Ridley Scott, 2000) caminando por los Campos Elíseos o los furtivos encuentros entre William Wallace y Murron en Braveheart (Mel Gibson, 1995) pero aquí no transmiten ninguna empatía.
Y esto sucede porque el cineasta no considera imprescindible relatar cómo surgen esos lazos afectivos, en otras palabras, no conocemos las presentaciones pertinentes de los personajes antes de llegar al nudo de la tragedia.
Iñárritu, presenta un film in media res que no entretiene sino que asfixia al espectador con su propia grandilocuencia estética.
Así, el film pasa por ser un mezclum de referencias visuales como las de Andréi Tarkovsky, Terrence Malick, Werner Herzog o Carlos Reygadas pero con una trama de venganza que responde a los viejos cánones del género en el peor de los sentidos. Iñárritu, desaforado e imprevisible, con todo su alarde técnico, filma una historia banal y trillada como una experiencia terrible y mística que no como una distracción opiácea. Su documental ficcionado —es la primera vez que vemos cómo podría ser el ataque real de un oso contra un ser humano— alude a un poema, a un rezo y a un western.
No obstante, a estas películas de nuestra contemporaneidad les falta conectar con sus personajes y sus personajes con el público.
En La verdad (2015) o Spotlight (2015) las relaciones extra profesionales son lo de menos porque tan sólo interesa que conozcamos con exactitud y precisión el trabajo de investigación que realizaron tanto los reporteros de la productora de noticias de la CBS como los del The Boston Globe (obsequiados con un Premio Pulitzer por la magnitud de su descubrimiento).
Y, viendo las películas no nos cabe la menor duda de la autenticidad de estos relatos pero tampoco tenemos la sensación de formar parte de ellos.
El grupo de personajes que aparece en pantalla durante el metraje no serán nuestros amigos porque el entramado se concentrará en un sólo haz de luz: la noticia. Lo que deja todo el espacio restante en la más absoluta oscuridad. Muy al contrario que en La sombra del poder (Kevin Macdonald, 2009) donde la historia sobre una denuncia a la corrupción política (que podría ser real) no pierde nunca de vista su función lúdica y nos presenta a un equipo de redactores y periodistas con personalidad, con chispa, algo esperpénticos pero personajes que nos caen bien porque son defectuosos y, aunque sean una parodia de la realidad, son seres «vivos». Recuerden que el cine, hasta hace pocos años, presentaba una realidad (incluso una denuncia) a través de la invención.
Everest (Baltasar Kormákur, 2015) es otra película gélida y coral del nuevo horizonte fílmico, carece de un protagonista único que lleve todo el peso de la acción y son dos guías los que velan por la seguridad de sus alpinistas. La carga emocional se distribuye aligerándose entre un montón de «rostros conocidos» como Jake Gyllenhaal que interpretan a «personas desconocidas» como Scott Fischer.
¿Cuáles son las inquietudes, afinidades, deseos y esperanzas que comparten estos aventureros salvo coronar la montaña más alta del mundo?
Nunca lo sabremos. Demasiados coprotagonistas intervienen en un film que juega sus cartas en favor de las panorámicas de sus impresionantes paisajes.
Así que, cuando estos escaladores empiezan a morir —debido a las inclemencias del tiempo— nos damos cuenta de que, todo lo contrario al protagonista de 127 horas (Danny Boyle, 2010) que interpretaba James Franco en el papel del escalador Aron Ralston, las vidas de estos hombres y mujeres —¡o sus muertes! — no nos importan un carajo, y esa es la peor tragedia que, pese a la honestidad del film, el espectador no sienta ninguna conexión con los héroes caídos.
Boyle es rítmico, efectista, tramposo, pirotécnico… pero sabe tocar las teclas adecuadas para que sintamos lo mismo que Aron Ralston pudo experimentar cuando quedó atrapado bajo el peso de aquella roca. Baltasar Kormákur se remite a los hechos, la historia real de la película se puede leer en cualquier medio informativo y la mirada del cineasta no aporta mucho más porque carece de una libre interpretación.
En Steve Jobs (2015) hay una secuencia en la que, mediante el anuncio de Apple Computers para la presentación del primer Macintosh en 1984, se alude directamente a la obra homónima de George Orwell. Danny Boyle, siempre interesado en los nuevos soportes digitales, nos habla sobre este nuevo milenio donde el acceso a la libre información derrocará a la tiranía, constatando así la victoria del pueblo sobre los dirigentes del poder, que ya no podrán ejercer su control de masas con total impunidad.
Este “nuevo cine de la autenticidad” —tan alejado al de Danny Boyle— también lo certifica.
Si José Luis Guerín hablaba de «la tiranía del guión» como esa herramienta que no dejaba espacio a la casualidad del rodaje —la sorpresa y la improvisación— aquí podemos hablar de «la tiranía de los hechos» como la que clausura cualquier intento de reinventar, mitificar o distorsionar.
La cartelera nos está obsequiando con noticias de papel que se materializan en el lienzo de la gran pantalla, un nuevo cine que rompe con el formulismo de cineastas de consumo como fueron Adrian Lyne, Barry Levinson, Roland Joffé, Ron Howard, Rob Reiner, Alan J. Pakula, Garry Marshall, Sydney Pollack, John Schlesinger, John Milius, Peter Weir, John Badham o Herbert Ross.
Todos ellos cuentan con grandes películas en su haber pero también con algunos de los mayores bodrios adocenados del mercado. Y el único problema de todo el asunto es que este nuevo cine amarrado a la crónica también se ha olvidado de algo indispensable, las relaciones humanas.
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