Escrito por Miguel Delibes
Poco después de amanecer, el Nini se asomó a la boca de la cueva y contempló la nube de cuervos reunidos en consejo. Los tres chopos desmochados de la ribera cubiertos de pajarracos, parecían tres paraguas cerrados con las puntas hacia el cielo. La tierras bajas de don Antero, el Poderoso, negreaban en la distancia como una extensa tizonera. Miguel Delibes
La perra se enredó en las piernas del niño y él le acarició el lomo a contrapelo, con el sucio pie desnudo, sin mirarla; luego bostezó, estiró los brazos y levantó los ojos al lejano cielo arrasado:
—El tiempo se pone de helada, Fa. El domingo iremos a cazar ratas— dijo.
La perra agitó nerviosamente el rabo cercenado y fijó en el niño sus vivaces pupilas amarillentas. Los párpados de la perra estaban hinchados y sin pelo; los perros de su condición rara vez llegaban a adultos conservando los ojos; solían dejarlos entre la maleza del arroyo, acribillados por los abrojos, los zaragüelles y la corregüela.
El tío Ratero rebulló dentro, en las pajas, y la perra, al oírle, ladró dos veces y, entonces, el bando de cuervos se alzó perezosamente del suelo en un vuelo reposado y profundo, acompasado por una algarabía de graznidos siniestros. Únicamente un grajo permaneció inmóvil sobre los pardos terrones y el niño, al divisarle, corrió hacia él, zigzagueando por los surcos pesados de humedad, esquivando el acoso de la perra que ladraba a su lado. Al levantar la ballesta para liberar el cadáver del pájaro, el Nini observó la espiga de avena intacta y, entonces, la desbarató entre sus pequeños, nerviosos dedos, y los granos se desparramaron sobre la tierra.
Dijo, elevando la voz sobre los graznidos de los cuervos que aleteaban pesadamente muy altos, por encima de su cabeza:
—No llegó a probarla, Fa; no ha comido ni siquiera un grano.
La cueva, a mitad del teso, flanqueada por las cárcavas que socavaban en la ladera las escorrentías de primavera, semejaba una gran boca bostezando. A la vuelta del cerro se hallaban las ruinas de las tres cuevas que Justito, el Alcalde, volara con dinamita dos años atrás. Justo Fadrique, el Alcalde, aspiraba a que todos en el pueblo vivieran en casas, como señores.
Al tío Ratero le atosigaba:
—Te doy una casa por veinte duros y tú que nones. ¿Qué es lo que quieres, entonces?
El Ratero mostraba sus dientes podridos en una sonrisa ambigua, entre estúpida y socarrona:
—Nada— decía.
Justito, el Alcalde, se irritaba y, en esos casos, la roncha morada de la frente se reducía a ojos vistas, como una cosa viva:
—¿Es que no te da la gana entenderme? Quiero acabar con las cuevas. Se lo he prometido así al señor Gobernador.
El Ratero encogía una y otra vez sus hombros fornidos, mas luego, en la taberna, Malvino le decía:
—Ándate al quite con el Justito. El tipo ése es de cuidado, ya ves. Peor que las ratas.
El Ratero derrumbado sobre la mesa le enfocaba implacable sus rudos ojos huidizos:
—Las ratas son buenas— decía.
Malvino fue Balbino en tiempos, pero sus convecinos le decían Malvino porque con dos copas en el cuerpo se ponía imposible. Su taberna era angosta, sórdida, con el suelo de cemento y media docena de mesas de tablas, con bancos corridos a los costados. Al regresar del arroyo, el Ratero se recogía allí y se merendaba un par de ratas fritas rociadas de vinagre, con dos vasos de clarete y media hogaza. El resto del morral se lo quedaba el Malvino, a dos pesetas la rata. El tabernero solía sentarse junto a él mientras comía:
—Cuando los hombres no están contentos con lo que tienen arman un trepe, ¿eh, Ratero?
—Eso.
—Y si están contentos con lo que tienen nunca falta un tunante que se empeña en darles más y arma el trepe por ellos. Total, que siempre hay función, ¿eh, Ratero?
—Eso.
—Mira tú que andas a gusto en tu cueva y no te metes con nadie. Bueno, pues el Justito dale con que te vayas a esa casa cuando más de seis y más de siete se matarían por ella.
La señora Clo, la del Estanco, afirmaba que el Malvino era el Ángel Malo del tío Ratero, pero el Malvino replicaba que se limitaba a ser su conciencia.