Es menester caotizar el caos habitual de nuestros sentidos, desordenar el sólido desorden de nuestra costumbre, confundir la confusión que nos adormece en la vaguedad mediocre de nuestra infinita penumbra vital, para que el otro, el verdadero yo inalcanzable, pueda salir a su intemperie, a lo desconocido. Rimbaud.
El poeta se hace vidente por un largo, inmenso y razonado desarreglo de todos los sentidos.
Aquí se ha visto, y sin duda, hay algo monstruoso, una decisión fríamente antinatural, pero no olvidemos que Rimbaud a su vez ha visto, y ha sentido como un contagio de insondable viscosidad en todo su ser, algo más horrible aún: la depravación de nuestra naturaleza, la degeneración óntica de los sentidos.
Existe de hecho (y Rimbaud jamás se refugia en eufemismos o ilusiones) un desarreglo profundo, azaroso y caótico en la costumbre de la vida que aceptamos, un trastorno que extravía, oscurece y lentamente pudre nuestro ser; él propone un desarreglo con sentido, razonado y teológico, en beneficio del otro, del intocable, del que puede ver.
Si tenemos que sufrir, si tenemos que pecar, que el sufrimiento y el pecado entreguen un método de conocimiento. Es menester caotizar el caos habitual de nuestros sentidos, desordenar el sólido desorden de nuestra costumbre, confundir la confusión que nos adormece en la vaguedad mediocre de nuestra infinita penumbra vital, para que el otro, el verdadero yo inalcanzable, pueda salir a su intemperie, a lo desconocido. Porque el mayor enemigo del vidente no es el pecado ni el dolor, sino el adormecimiento, la complacencia en los halagos de la mediocridad espectral (con sus placeres, sus valores, su retórica) en que se estabiliza férreamente la caída. Y es curioso que esta proposición seguirá siendo exacta si en vez de hablar del mayor enemigo del vidente poético habláramos del mayor enemigo del espiritual, del hombre nuevo y paulino.
Iluminaciones, Jean Arthur Rimbaud
Versión y prólogo de Cintio Vitier, 1974