«Su triángulo de vello púbico estaba casi oculto por su barriga flácida y bamboleante. El sudor estaba haciendo que se le corriese el maquillaje. De repente se estrecharon sus ojos. Yo estaba sentado en el borde de la cama. Se arrojó encima mío antes de que yo pudiera reaccionar. Su boca abierta presionaba la mía. Sabía a esputo y a cebollas y a vino rancio y (me imaginaba) el semen de cuatrocientos hombres. Empujó su lengua dentro de mi boca. Estaba espesa de saliva, me ahogaba y la eché fuera con una náusea.
Se puso de rodillas, me abrió la bragueta y en un segundo mi floja picha estaba en su boca. Chupaba y movía la cabeza. Martha llevaba una pequeña cinta amarilla en su corto pelo grisáceo. Tenía pecas y grandes lunares marrones en su cuello y mejillas.
Mi pene se alzó; ella gruñía, me mordió. Grité, la agarré del pelo, la aparté de mí. Me levanté en el centro de la habitación, herido y aterrorizado. Los sonidos de succión invadían la habitación mientras en mi radio sonaba Mahler. Me sentía como si estuviese siendo devorado por una fiera inclemente. Mi picha se levantó, cubierta de esputo y sangre. La vista de la misma la hizo caer en el frenesí. Sentí como si se me estuviesen comiendo vivo.
Si me corro, pensé desesperado, nunca me lo perdonaré.
Mientras me doblaba para tratar de apartarla de un tirón en el pelo, ella me agarró otra vez los huevos y los estrujó sin contemplaciones. Sus dientes parecían tijeras en mitad de mi polla, como si quisiera cortármela en dos. Pegué un alarido, solté su pelo, caí de espaldas. Su cabeza subía y bajaba incansable. Estaba convencido de que la chupada podía ser oída en toda la pensión.
—¡No! —chillé.
Persistió con inhumana furia. Empecé a correrme. Era como succionar la médula de una serpiente atrapada. Su furia estaba mezclada con locura; sorbió la esperma gorgoteando. Continuó lamiendo y mamando.
—¡Martha! ¡Para ya! ¡Se acabó!
No le dio la gana. Era como si toda ella se hubiese convertido en una gran boca devoralotodo. Continuó chupando y bombeando. Siguió, siguió.
—No! —aullé otra vez…
Esta vez se la bebió como un batido de vainilla por una pajita. Me desmayé. Ella se levantó y comenzó a vestirse. Se puso a cantar.
Cuando una nena en Nueva York dice buenas noches
ya es madrugada pasada
Buenas noches, dulzura
Ya es madrugada pasada
Buenas noches, dulzura
El lechero vuelve ya a su casa…
Doblé mis piernas, rebusqué en mis pantalones y encontré mi cartera. Saqué cinco dólares, se los alcancé. Ella los cogió, se los introdujo en el escote del batín, entre las tetas, me agarró juguetona las pelotas una vez más, las apretó, las dejó y se fue de la habitación bailando un vals.
Doblé mis piernas, rebusqué en mis pantalones y encontré mi cartera. Saqué cinco dólares, se los alcancé.»
Charles Bukowski, Factotum, 1975