Netflix está colonizando nuestros hogares con shows propiamente norteamericanos como son las stand-up comedy, sitcoms, series tragicómicas y documentales que, en el campo audiovisual, están a la última. Este canal en streaming que está retumbando por doquier le ha robado House of Cards a los británicos, ha resucitado Black Mirror, ha creado la series definitivas de los antihéroes de Marvel dándoles un carácter «aparentemente» más adulto, se ha subido al carro de la explotación ochentera y bobalicona con un pastiche en forma de serial, Stranger Things y, entre otras muchas cosas, no sólo nos ha dado acceso a una serie de producciones que serían inviables de ver en nuestro país sino que ha producido el último y maravilloso documental del auténtico y más perturbador, Werner Herzog. Pero la cadena va ahora un paso más allá produciendo 7 años, una película nacional con sabor al cine de Sidney Pollack y Joseph L. Mankiewicz.
Escrito por Pablo Cristóbal
Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas
7 años es un drama con carga social realizado, casi enteramente, por un equipo de profesionales españoles (y colombianos) que hacen su propio pan con el recetario que les ha prestado una de las empresas audiovisuales más prósperas del otro lado del charco.
En otras palabras, esta es una película española bajo el amparo y las reglas de un tipo de consumo televisivo foráneo que se lleva imitando aquí desde hace muchos años y que, por un lado permitirá a los trabajadores del sector audiovisual trabajar más, pero por otro lado, tratará de construir productos más globalizados. Luego, 7 años, supone la llegada de una nueva raza siendo el primer y maravilloso mestizo engendrado, por un canal de Tv americano que desembarca en España y un cineasta patrio de mucho talento: el director Roger Gual. Y si bien es cierto que el mestizaje pierde rasgos identitarios ―de un lado o de otro― diluyendo su carácter primigenio también es cierto que, artesanalmente, 7 años es una película mucho más solvente que algunas de esas basuras que se promueven injustamente en nuestra aborregada cartelera y que gozan de la simpatía de un público que se identifica con la nueva comedia costumbrista española. Este amanecer del cine (que propone un trueque de papeles entre colonos españoles y nativos americanos) propone un cine de lo más controlado y maniqueo, sin duda, pero lo hace respirando las grandes obras de guionistas como Anthony Shaffer (La huella), Reginald Rose (12 angry men), David Mamet (Glengarry Glen Ross, American Buffalo, Phil Spector), Jordi Galcerán (El método Grönholm) o Tracy Letts (August: Osage County).
En el último trabajo del cineasta Roger Gual (Smoking Room, Remake) volvemos a tener una serie de elementos propios del teatro: transcurre durante unas pocas horas en una única localización con cinco personajes y un conflicto a resolver en donde aquella frase de «sólo puede quedar uno» pasa a convertirse en «sólo uno pagará el pato».
Resumiendo, una estructura de guión arquetípica, bien cimentada y profundamente calculada (y no por ello despreciable ni mucho menos) en la que se nos narra cómo cuatro empresarios a punto de ser detenidos por defraudar a Hacienda deciden someterse a una votación conjunta para ver quién será el chivo expiatorio que irá a la cárcel por todos. Este escenario de empresarios con paraísos fiscales tan «typically spanish» es llevado al límite cuando se enteran de que la policía podría llegar en cualquier momento (porque, como en casi todos los films de suspense que merezcan la pena, el tiempo corre en contra de sus protagonistas) y nos propone otro caso de descarte entre trabajadores productivos o, si se quiere, de esa selección Darwinista que tiene lugar en cualquiera de nuestros crudos ―pero super cool― entornos laborales, algo que ya hemos incorporado a nuestra propia cotidianeidad como algo «normal». La empresa en 7 años no está regentada por un puñado de psicópatas como se nos muestra en títulos como American Psycho o Mr. Robot. Al director le interesa mostrar en poco más de una hora de metraje a unos personajes que, pese a ser parte de un cuadro social reconocible y algo encasillado, son profundamente humanos, trabajadores pero también personas hermanadas por la empresa que han ensamblado.
Empero, ya sabemos que la neofamilia laboral es una gran falacia que se presta a su desenmascaramiento.
Marcel, Vero y Carlos, en su vertiente más competitiva, ambiciosa y rastrera podrían, en un principio, llegar a recordarnos a esos tipos que pueblan los fotogramas de Bienvenidos a Farewell-Gutmann (Xavi Puebla, 2008) o El método (Marcelo Piñeyro, 2005), dos obras de teatro filmado que son de visionado obligado. Y es que exceptuando al genio creativo de la empresa, Luis ―interpretado por Paco León― cuya mala conciencia le induce a tomar antidepresivos, podemos decir que a los demás colegas se les presenta como sujetos implacables. No obstante, pronto se verán débiles, fallidos y con un ego delicado. En 7 años, los cambios de parecer más decisivos se justifican con mayor acierto que los polarizados roles que juegan Maribel Verdú, Álex García o Bárbara Goenaga en La punta del Iceberg (David Cánovas, 2016), un thriller patrio de buenas intenciones (que habla de cómo la presión a la que están sometidos los trabajadores de las grandes compañías pueden llevarlos al suicidio) pero repleto de costuras demasiado pre/visibles y emocionalmente chantajistas.
7 años también tiene sus patinazos, por supuesto, su mayor defecto es que hay una tensión latente entre el autor y la productora, algo que se puede apreciar visiblemente en la técnica, el casting y cierta pretenciosidad yanqui en la soberbia de los personajes.
Roger Gual excluye la alocada cámara en mano ―o cámara al hombro― que empleara en su otro drama corporativo, Smoking Room (2002), para desmarcarse del hiperrealismo sucio, esperpéntico y amateur de Gente en sitios (Juan Cavestany, 2013) o B (David Ilundain, 2015). Opta por complacer visualmente a los espectadores con batín de Netflix ―y a sus directivos― confiriendo cierto grado de dinamismo, a lo CSI (la serie), mediante la constante ayuda del travelling, una herramienta que, en muchas ocasiones, se antoja para la trama poco disimulada y hasta innecesaria. En Smoking Room uno entendía que estaba visionando una creación arriesgada que gozaba de una mayor autonomía creativa, sus secuencias desquiciantes nos introducían en estados anímicos, soberbias interpretaciones con textos alocados pero tremendamente verosímiles, su dirección frenética molestaba al espectador y eso en el arte, nunca está de más.
La otra imposición de la cadena se traduce en la dicotomía que sugiere esta selección de actores: Alex Brendemühl y Manuel Morón que ya habían trabajado anteriormente con Roger Gual, Paco León (Aída, 2005-214) como un rostro necesario para despertar el interés en los hogares españoles y el atractivo del producto (porque el cine comercial necesita de belleza y glamour) lo ponen los actores colombianos Juana Acosta (que no es ninguna recién llegada a las producciones españolas) y el carismático Juan Pablo Raba quien ya participó como miembro del reparto de la afamada Narcos para la misma cadena. Por último está la pretenciosidad o si se quiere la pose, los roles «peliculeros», ciertas frases o algunos símbolos que podrían haberse afinado mejor. Por ejemplo, el tablero de ajedrez representa, en una metáfora nada sutil, la estrategia, el control y la estabilidad de la empresa. Como todos sabemos, a medida que se caldeen los ánimos, habrán más posibilidades de que sus piezas acaben desparramadas por toda la mesa. Estos momentos también nos recuerdan a las secuencias adoctrinadoras (y vergonzantes) de cineastas tan presumidos ―a nivel intelectual y técnico― como Guy Ritchie en su Revolver (2005) o Rodrigo Cortés en Concursante (2007). Donde el problema es el de siempre, que hay mucho cine con mensaje que no se moja del todo, que antepone la venta a todo lo demás así que no llega a molestar lo suficiente, es crítico pero no es dañino, tiene ritmo pero no cabalga, sabe despegar pero no llega a la otra cara de la luna como sí han hecho producciones de la HBO en diversas ocasiones.
7 años, como tantas obras de teatro llevadas a la gran pantalla, impone el diálogo a la acción y prescinde casi totalmente de cualquier agresión física ―pese a alguna confrontación accidentada o ciertas mímicas que representan hipotéticos actos criminales― ya que su violencia reside en la interacción verbal. No hay latigazos sino razonamientos. La condición humana que nos muestra Gual, esa que ha sido fagocitada por los propios deseos de éxito, lo hace a través de un vómito de palabras hirientes, al principio contenidas, después viscerales. Así, esta película elude la crueldad sanguinolenta y políticamente incorrecta de Los odiosos ocho de Quentin Tarantino para centrarse en la pericia de los argumentos como arma arrojadiza, todo un concurso de debate donde la lucha por la supervivencia no se muestra explícitamente como en The Killing Room (Jonathan Liebesman, 2009), Buried (Rodrigo Cortés, 2010) o Saw (James Wan, 2000) ―a propósito de películas donde la acción transcurre durante unas pocas horas y a contrarreloj en un mismo espacio opresivo― sino que este film de Netflix sustituye la pólvora, las explosiones, los teléfonos móviles y las serpientes subterráneas por la dialéctica. Los personajes emiten discursos más propios de un tribunal, hacen las veces de acusados, fiscales, abogados y jurado. Así que, en este sentido, su modus operandi la emparenta a esa tradición del cine norteamericano de juicios como son Testigo de cargo (1957) , Anatomía de un asesinato (1959), Vencedores o vencidos (1961), Acusados (1988), Algunos hombres buenos (1992), Philadelphia (1993), Las dos caras de la verdad (1996) o El jurado (2003).
Queda claro que una plática hiriente destierra verdades, hacen que conozcamos a los personajes en profundidad y nos mantienen en suspense. Locke (Steven Knight, 2013), por ejemplo, es otra obra de teatro filmado que logra atrapar al espectador sin las pirotecnias armamentísticas propias de Buried. Su interés se traduce más bien en todo lo contrario, en un desarme emocional, en la honestidad del drama humano y en saber qué le deparará al héroe en su trágico camino a la redención. Locke, en su puesta en escena, tan sólo consta de tres elementos: un actor, un vehículo y un teléfono. Lo que nos llevaría a la cuestión de si esto es minimalismo visual o microteatro para la gran sala.
7 años, pese a su intento de embalaje mainstream no es un film de altos presupuestos, el resultado presenta algunos aspectos difusos entre lo televisivo, lo teatral y lo cinematográfico, pero eso no tiene por qué verse como algo negativo ya que el ingenio de la trama compensa todo lo demás. Tampoco olvidemos que se trata de una TV movie o telefilm, es decir, una película producida por un canal de televisión para su propia emisión. Pero se han gestado estupendos relatos tanto en Estudio 1 como en las Historias para no dormir de Narciso Ibañez Serrador. La dimensión desconocida cuenta con un episodio absolutamente vanguardista titulado An Occurrence at Owl Creek Bridge que fue premiado por el festival de Cannes en 1962 como mejor cortometraje. También Peter Morgan (con Stephen Frears y Richard Loncraine) ha cosechado toda su trilogía de Tony Blair (2003-2010) con la premiada The Queen y, quien escribe, reconoce abiertamente que una de sus películas favoritas es The song of Lunch (2010), una película de 50 minutos producida por la cadena BBC y Masterpiece con Emma Thompson y el recientemente fallecido Alan Rickman como protagonista.
Así que no se confundan, 7 años goza de méritos propios y, como la cadena Netflix, consta de algunos errores y grandes aciertos.
Tenemos ante nosotros una producción que es sintomática de esta nueva colonización de la imagen en nuestro cine español, esa que ya empezó hace más de cuatro décadas (con series, películas y concursos que han sido, en su mayoría, un «quiero y no puedo») y que supone, ahora, el colofón y la apertura a una nueva era de la hibridación en el cine in/trans/nacional. 7 años, como la revolución de Netflix y su intromisión en nuestras formas de consumo, también podría verse como el primer paso de un expectante y fructífero trabajo de colaboración entre España, Colombia y EE.UU. que añadirá nuevas posibilidades en nuestro paradigma cinematográfico. Eso sí, recuerden que si no consumimos este canal con algún tipo de moderación será capaz de absorber nuestra identidad hasta convertirnos en los nuevos televidentes de Oprah Winfrey.
Si disfrutaste de este artículo quizás también te interese:
- El Rey Tuerto: Una película de perroflautas para los perros del gobierno
- «Wiener Dog» sometidos y sin voluntad, ¿película de entretenimiento repugnante o algo más?
- ESPAÑA SEGÚN BERLANGA: Películas políticas, contexto y la eterna división
- The song of lunch
- El cine español que se quiso que olvidáramos. Parte I
COMO COLOCARLE «EL MUERTO» AL COMPAÑERO POR LA EMPRESA…VALIENTE O LEY DE VIDA EL SACRIFICIO DEL INDIVIDUO POR EL GRUPO???