El árbol de la nostalgia no puede amagarnos el bosque de la realidad, las salas de cine se extinguen como una llama sin oxígeno. No son solo los precios y, por supuesto, no es la falta de avidez del ciudadano en su búsqueda de contenidos audiovisuales. Haciendo un cálculo esquemático, llego a la conclusión de que la mitad de la gente que iba al cine antaño se ha pasado, como mi amigo B, al consumo casero de contenidos a través de las plataformas digitales y/o de internet.
Por Marc Betriu
Tengo un amigo que, recientemente, añorando sus años de juventud y asqueado de los contenidos televisivos, ha conseguido encontrar un hueco en la semana para ir al cine con su mujer. En su memoria estaban aquellas salas enormes de los cines de los ochenta, donde 400 o 500 adolescentes reían al unísono las desventuras de instituto de los muchachos de las películas de John Hughes, o gritaban de terror en las películas de Wes Craven o John Carpenter, por poner solo algunos ejemplos. En aquellos tiempos todavía no se vendían palomitas de maíz.
Mi amigo ya sabía que la asistencia al cine había bajado considerablemente, pero cuando inició su retorno a las salas no podía imaginar que lo que hallaría sería un espacio para el recogimiento. Tras un par de años de sesiones semanales, afirma que aproximadamente un 50% de las veces están solos en la sala; una experiencia novedosa para mi amigo, divertida en primera instancia –practicaba el salto de fila en fila, dormitaba tumbado entre sillas, le lamía los pechos a su esposa a la luz del proyector…–, rutinaria e irrelevante después.
Lo cierto es que mi buen amigo, en sus momentos de nostalgia, se acuerda de aquellas tardes rebosantes y ruidosas de los ochenta, cuando el cine era un acto social, una referencia colectiva, un espacio común de ocio y entretenimiento. Habla de ello con cierta tristeza y, cada viernes por la tarde, recoge a su esposa, coloca a los niños y se mete en la sala oscura de un cine durante dos horas.
En las antípodas de este amigo, A, está el amigo B, tan nostálgico como el amigo A, pero con un cerebro muy práctico y resbaladizo. Se trata de un verdadero bucanero de la red que, en su tele plana de 42 pulgadas, devora a coste cero las mismas películas que ve el amigo A por ocho euros la pieza. B no ha pisado una sala de cine en años. En el fondo, ambos tienen la misma nostalgia, porque ninguno de los dos vive la experiencia de ver cine como lo hacían en el pasado. Y ambos piensan que el otro está profundamente equivocado.
Hablando con el propietario de un multicines cercano a mi casa, me cuenta que las cosas han cambiado enormemente. En los últimos dos años se han batido reiteradamente los records a la baja de asistencia a las salas. Cuando piensan que ya han tocado fondo, las cifras empeoran. No me concreta cifras ni porcentajes, pero, por lo que dice, llego a la conclusión que hoy asiste al cine la mitad de la gente que treinta años atrás. Yo me quejo de los precios, le digo que le saldría más a cuenta ponerlos a la mitad, porque así vendría el doble de gente a las salas. Pero mi argumento no es del todo certero. Las salas pagan por exhibir las películas en función de la asistencia. Si no viene nadie, no pagan nada. De modo que si ponen las entradas muy bajas, pierden dinero, y cuanta más gente va a las salas, más dinero pierden. Los precios actuales ya llevan a cuestas una carga de impuestos difícil de soportar, lo que hace muy difícil reducirlos sin que la exhibición no resulte ruinosa.
El árbol de la nostalgia no puede amagarnos el bosque de la realidad, las salas de cine se extinguen como una llama sin oxígeno. No son solo los precios y, por supuesto, no es la falta de avidez del ciudadano en su búsqueda de contenidos audiovisuales. Haciendo un cálculo esquemático, llego a la conclusión de que la mitad de la gente que iba al cine antaño se ha pasado, como mi amigo B, al consumo casero de contenidos a través de las plataformas digitales y/o de internet.
Hay otros factores. Poco a poco nuestros hábitos se van americanizando. Son cosas del capitalismo. El individuo deja de funcionar en comunidad, se vuelve competitivo, receloso, individualista. La tecnología le ha dado las herramientas para llevar esto a la máxima expresión. Cuando viene mi sobrina a comer a casa, durante la mitad de la comida está enchufada a su móvil, ajena por completo a la conversación. Y no solo ella. Todos tenemos al lado nuestro smartphone, como si de él dependiera nuestro sustento vital. Lo paradójico es que ese dichoso aparatito nos conecta a todo el planeta, sin embargo, nos aleja de los que están físicamente a nuestro alrededor. Lo peor de todo es que el debate ya no se hace cara a cara, sino a través de las redes sociales, es decir, desde la distancia, y a menudo desde la ligereza, la telegrafía y el anonimato.
Los nostálgicos del cine analógico, filmado y exhibido en 35 mm, ya hace tiempo que claudicaron. Los contenidos ya se filman mayoritariamente en formato digital y, pronto, las viejas cámaras de cine, las Arriflex, las Bolex, las Aaton, auténticas maravillas mecánicas, irrompibles y eternas, pasarán a ser piezas de museo. El mismo camino corren ya los proyectores de 35 mm. La exhibición digital ya es hoy mayoritaria y, en breve, los Cinemeccanica, los Zeiss y los Marín se llenarán de polvo o serán desmantelados para convertirse en un recuerdo más. Hoy, las salas proyectan en formatos digitales, a veces de poca calidad, o de una calidad doméstica, lo que incrementa la huída de espectadores que piensan que en casa verán la misma calidad a un precio cero, o mucho más económico.
Las películas seguirán haciéndose y llegando a la gente; solo está cambiando el modo de hacerlo. Realizando un ejercicio de imaginación, podemos vislumbrar un mundo futuro sin salas de exhibición colectiva, acaso salas charter para amigos, pero poco más. Los estrenos se harán vía red a los hogares de todo el mundo. Estaremos encerrados en nuestras celdas y enchufados al mundo a través de nuestra pantalla de televisor y de nuestros terminales móviles. El amigo B ya vive así, en cuanto a contenidos audiovisuales se refiere. Puede que incluso algún día, las películas se hagan a la carta, películas con versiones distintas al gusto del espectador. Nuestra relación con la película cambiará, ya no será un producto colectivo, sino un producto individual.
Me pongo en lo peor. Mi amigo A también lo vislumbra así, y por eso defiende a ultranza sus argumentos cuando B le toma por estúpido cada vez que paga una entrada de cine. Para A, el fin de la exhibición pública de películas es una especie de apocalipsis. El individualismo, dice, nos aboca sin remedio a la ausencia de debate, y, en consecuencia, a la manipulación, a la domesticación, a una realidad futura como la que retrataron Kafka, Ray Bradbury en Fahrenheit 451, que versionó François Truffaut en 1966, y George Orwell en 1984, cuya versión de Terry Gilliam, Brazil (1985), he visto recientemente con verdadero pavor. A ello habrá que añadir, dice mi amigo, una caída irremediable de los estándares de calidad tanto en la producción como en la exhibición audiovisual. Los ojos de las nuevas generaciones están ya acostumbrándose a unos acabados menos excelsos y pierden vertiginosamente el respeto por la obra, que puede ensuciarse y trocearse al antojo de la plataforma exhibidora, con la connivencia acrítica del espectador. Para A, su empecinada asistencia semanal a la sala de cine es un acto de amor y de respeto por un producto artístico que debería ser observado en silencio y desde la oscuridad, sin interferencia alguna.
Por el contrario, B argumenta que el cine en sala es demasiado caro, solo para ricos, mientras la red es para todos. Arguye que los nuevos canales de exhibición permiten a muchos más creadores acceder a la distribución de su obra, de un modo, además, mucho más global. Hay más creadores, y llegan a más gente. La red es un espacio de libertad sin parangón que rompe barreras y abre brechas refrescantes a nuevos autores.
Disiente A, preocupado por los cerebros de sus hijos, pues asiste al ensalzamiento global y efímero de verdaderas memeces, que nos apartan, dice, sin remedio de la verdad y la belleza, los verdaderos pilares del arte. Disiente a su vez B, quien insiste en la libertad de la red, que permite a cada individuo escoger aquello que quiere ver, puesto que jamás la oferta de contenidos de todas clases y calidades ha sido tan grande como es ahora, con expectativas de incrementarse mucho más.
La discusión sigue hasta que se acaban las birras y es hora de volver a casa.
Por el camino, hablo a solas con mi amigo A. Nos apartamos de la discusión, pero seguimos hablando de cine. Cuando el cine se inventó, reflexiona A, no había otro modo de exhibir las películas que en salas colectivas. No existían los capilares tecnológicos que conectan hoy al espectador individualmente con el producto. Si hubieran existido, ¿no habría nacido el cine ya entonces como un hecho individual, como una conexión directa entre creador y consumidor? Los libros siempre han suscitado esa relación intima entre autor y lector. Se pregunta A, ¿acaso mi postura es únicamente producto de la nostalgia? Mi amigo, en un verdadero alarde de autoanálisis crítico, reconoce que en la actualidad goza enormemente de sus solitarias sesiones cinéfilas. Conecta individualmente con la película, sin que otros perturben su gozo. Y lo hace en el seno de una sala de cine pública. La intimidad que consigue, la adherencia que experimenta, le han vuelto un adicto. Reconoce, en el fondo de su ser, que prefiere estar solo en la sala que con otros feligreses, y eso que ha dejado de lamerle los pechos a su esposa a la luz del proyector; aunque ese gozo solitario no hace más que anunciar el fin del canal de exhibición tradicional. Reconoce ahí algo que no reconocería ante nuestro amigo B: y es que en su actual asistencia a las salas y en su defensa a ultranza de las mismas hay también una buena dosis de egoísmo.
Para él, el cierre de las salas de cine y la extinción de la exhibición pública y colectiva de películas será, si se consuma algún día, una tragedia por motivos de cultura colectiva y salud social, y también por motivos egoístas e individualistas. Al fin y al cabo, todos somos egoístas cuando se trata de buscar placer en nuestros espacios de recreo. El suyo es un caso extraño que invita a la reflexión.
En un coletazo de optimismo, recordamos que recientemente se ha realizado una nueva edición de la “fiesta del cine”, con precios tirados y largas colas para acceder a las salas. Los números son asombrosos y esperanzadores, aunque cuando la fiesta termina, cuando los precios vuelven a la normalidad y la inercia mediática se apaga, las cifras de asistencia van regresando también a la raquítica normalidad. Un florecimiento hibernal, que diría mi amigo A, un brillante espejismo en el desierto. Sin embargo, pensamos ambos, esos días de cinefilia subvencionada nos indican que hay miles, millones, de seres ávidos por salir de sus celdas, millones de seres hambrientos de espacios comunes, de sentir la emoción irrepetible de encerrarse junto con otras personas en una habitación oscura para dejarse contar un cuento. Quizás no son los espectadores los que se han marchado de los cines. Quizás lo que ha ocurrido es que se les ha hipnotizado para que se acomoden en su sofá y, desde esa comodidad, se les ha dado acceso ilimitado a todos los contenidos imaginables. Muchas veces lo verán con un pésimo sonido, en una pantalla de ordenador de 21”, alguna vez se les colgará, o tendrán que verlo en inglés. ¡Qué más da! ¡Es gratis! ¡Y serán los primeros en verlo! De ello darán cuenta rápidamente en Twitter. Competitividad, inmediatez, vértigo… ¿Es que ese abominable concepto de la obsolescencia programada, más allá de las máquinas, se ha enraizado también en nuestro propio ser y en nuestra conducta?
Ahí nos separamos. Él se va a su casa y yo a la mía. El último debate lo tengo conmigo mismo, y me mantengo indeciso. Yo voy al cine de vez en cuando, y me gusta. Sin embargo, veo cine en casa constantemente. ¿No pueden ambos formatos vivir juntos? Todo indica que no, que, a la larga, los nuevos tiempos y aquellos jóvenes pujantes que los encarnan no sienten ninguna nostalgia –aún–, y resulta que muy pronto serán mucho más numerosos que los que un día llenábamos masivamente las salas de cine.
El avance de la historia siempre ha sido implacable. Seguramente es así como debe ser, aún a costa de perder cosas por el camino. Rimbaud, el gran poeta francés, exclama en su poemario Una temporada en el infierno una frase contundente y desprendida de pamplinas: “¡hay que ser absolutamente moderno!” No es que Rimbaud esté en posesión de la verdad por el simple hecho de ser un gran poeta, pero sin duda era capaz de poner algo de orden a eso tan enrevesado y misterioso en lo que nos adentramos minuto a minuto, y que llamamos vida. Si algo constata este autor es precisamente que los nuevos tiempos siempre son refrescantes, estimulantes y esperanzadores, los guían impulsos juveniles y ambiciosos. La vida se renueva. Pero los nuevos tiempos son también, involuntariamente, implacables y crueles frente a lo “anticuado”, carecen de sensibilidad hacia lo que pretenden substituir. Vale más unirse a ellos que combatirlos, pues será ésta una batalla perdida para los pasados de moda.
Nadie conoce el futuro. Sea cual sea, solo nos queda rogar que nos deje un rincón para los nostálgicos, aunque la nostalgia sea puro egoísmo; que podamos encontrar fórmulas que, desde la “modernidad”, puedan influir en ese futuro venidero; y, sobre todo, nos queda confiar que las nuevas generaciones mantengan vivos –no puede ser de otro modo– los principios humanistas que se han mantenido inmutables desde el principio de los tiempos configurando la integridad misma del ser humano, sea cual sea el formato que se emplee para hacerlo.
Me acuesto oyendo música, una de las mejores canciones de todos los tiempos, I’d rather go blind, de Etta James. En ella, la atormentada protagonista dice que prefiere volverse ciega que ver al hombre que ama marcharse con otra mujer. Parece el colofón a una larga velada. No hay nada de nostalgia en escuchar viejas canciones, ni en ver viejas películas, ni en leer viejos libros. No hay nada de nostalgia en el amor por las cosas eternas.
Lleida, 24 de abril de 2014
Edición por Carlos Cristóbal
[youtube http://www.youtube.com/watch?v=g9PYPvMz-Wc?feature=player_detailpage&w=750&h=422]
Los viejos tiempos, eran buenos tiempos, pero al ser la actualidad uno no apreciaba en su totalidad lo que realmente estaba presenciando.
Como decia Allen en su «Midnight in Paris», no todo tiempo pasado fue mejor,hay que vivir el presente,y quizas aquel presente que disfrutaba como el que más,ahora,y hoy,convertido en una modalidad al borde de la caducidad,se tiene que admitir,que aún,sin ser nuestra intención,hemos y estamos dejando atras lo lejano.»Dejadme llorar
orillas del mar».