A lo mejor piensan que no importa: lo bonito es bonito y en paz. Pero se equivocan, porque hasta en una mentira como el cine, uno sabe que cuando se enamora de un rostro, quiere ese rostro, y cuando se enamora de un personaje, quiere a ese personaje por muy hermosos que sean sus copias o clones. Se trata de descubrir el cuerpo, aun con imperfecciones desconocidas, de esa mujer que nos atrajo en tal historia. Pero ni eso nos dejan.
TRISTE COITUS INTERRUPTUS EN LAS HISTORIAS DE LUJURIA Y AMOR DE L.A.
Por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas
Las historias de amor tienen un precio, pero eso es algo que uno paga gustoso si hay consumación carnal. Por ese motivo a un tipo como yo le puede repatear tanto la película Oneguin (Martha Fiennes, 1999) en la que me pasé hora y media de miradas, suspiros y cartas, con la esperanza de un acontecimiento que fuera más allá de un beso distraído, algo así como la conjunción de los cuerpos desnudos de Ralph Fiennes y Liv Tyler, especialmente el de Liv Tyler que no había vuelto a mostrar un cachito indiscreto de carne desde Belleza Robada (Bernardo Bertolucci, 1996), en la que además, por eso del 2×1, también incluía el paseo de Rachel Weisz sin la pieza superior del bikini en una secuencia de piscina.
Pero es fácil caer en arenas movedizas cuando se pisa el distrito pantanoso de Los Ángeles. Los trailers, por ejemplo, afanados en contarnos el argumento de la película antes de que hayamos podido ir a verla, también se editan con la pretensión del engaño ofertando un cocktail de emociones fuertes, en donde no falta la explosión de un edificio y una escena erótica. Nuestros sagaces lectores, avezados en la descarga ilegal de pelis y el consumo masivo de títulos independientes checos, ya se habrán percatado de que la mayoría de estos anuncios muestra a toda velocidad un momento íntimo, un beso húmedo, un abrazo apasionado, la espalda sugerente de una mujer en penumbra por la que se le desliza la ropa hasta el suelo, imágenes que remiten a la consabida promesa de contemplar en pantalla grande el desnudo de una diosa si se tiene el atrevimiento de aguantar la película entera. De más está decir que la mayoría de las veces esa espalda desvestida es todo lo que hay –allí empieza y acaba con un pudoroso cambio de secuencia la cumbre erótica del film-; y por eso de que el tiempo nos vuelve más sabios, uno ya ha aprendido a distinguir algunos de esos fraudes.
Por ejemplo, si la protagonista femenina es una actriz en alza, deberíamos sospechar inmediatamente, no porque las famosas sean más vergonzosas sino porque exigen mucho más dinero o porque saben que su público espera un cuerpo idealizado que ni ellas mismas tienen.
Uno debe estar atento a la carrera de la actriz, en cómo se desenvuelve y sobre qué elogios camina, porque desnudarse al comienzo de su carrera no es garantía de que lo vaya a seguir haciendo, salvando alguna excepción como Nicole Kidman. También hay que prestar oído a las entrevistas. Michelle Pfeiffer, una de las mujeres más guapas de la historia del cine, ya dejó claro que tras rodar algunas escenas subidas de tono en Conexión Tequila (Jo Ann Vallenari, 1988) se acabó lo que se daba. Y también están las otras, las hipócritas, que cuidan mucho de mostrarse, conscientes del morbo que provocan a su paso, bajo falsas pretensiones de decencia como es el caso de Jessica Alba o el de Scarlett Johanson, expuesta recientemente en cueros tras filtrarse en Internet algunas fotos que se había tomado ella misma con el móvil.
Si la película es para todos los públicos, podemos ahogar en el agua de la cisterna nuestras cada vez más debilitadas esperanzas. Luego vienen las pelis que presumen de tías buenas en trajes cortos y escotados como las de la saga de A todo gas (Fast & Furious) que son en realidad un producto Disney disfrazado porque reúne todos los valores de la sociedad norteamericana: codicia, lujuria, falso puritanismo a ratos, consumismo, superación personal y glamour. Sus espectadores, que comparten la misma mentalidad de la película, no se percatan del engaño y salen del cine (es un decir, porque la gente ya no va al cine) narrándose emocionadamente el pastiche de argumento que han visto, con su gula sexual potenciada por toda esa colección de mujeres y coches.
Ya es de uso común en esta historia de amor frustrada entre nosotros y nuestros ídolos, el recurso del cuerpo de un doble para sustituir al de la estrella que encabeza los títulos de crédito. Parece que fue el director René Clément en 1956, durante el rodaje de la película Gervaise el primero en usar a otra persona para mostrar el que tuvo que haber sido el trasero de Suzy Delair. Y desde entonces los ejemplos se han continuado: tampoco es de Janet Leigh el cuerpo que forcejea desnudo en la ducha durante la película de Psicosis (Alfred Hitchcok, 1960), ni las larguísimas piernas de Julia Roberts en Pretty Woman (Garry Marshall, 1990) son las suyas sino de una tal Shelley Michelle porque las de Roberts eran demasiado delgadas para resultar atractivas. Shelley Michelle puede presumir de haber doblado a 85 actrices en más de un centenar de películas, y de hecho eso hace: “Yo no puse un pie en Hollywood. Yo puse directamente la pierna entera…”
Sharon Stone, que es cien por cien ella en el primer Instinto Básico (Paul Verhoeven, 1996), necesitó la ayuda de la una joven noruega para las escenas más tórridas de la segunda parte. El cuerpo digital de Angelina Jolie se lo disputan dos modelos muy queridas de las revistas para adultos: Rachel Benstein y Meriah Nelson, esta última también reemplazó en algunas escenas a la Patricia Arquette de Human Nature (Michel Gondry, 2001).
Cuando uno espera consolarse de una película como Immortals (Tarsem Singh, 2011) con el desnudo de Freida Pinto, resulta que el mérito es de gente como Alisa Hensley, Julie Strain (que sustituía a Geena Davis en su escarceo sexual con Brad Pitt en Thelma & Louise) o Renee Sloan (auténtica responsable del éxito de los pechos que transpiraban bajo el bañador rojo de Pamela Anderson).
A lo mejor piensan que no importa: lo bonito es bonito y en paz. Pero se equivocan, porque hasta en una mentira como el cine, uno sabe que cuando se enamora de un rostro, quiere ese rostro, y cuando se enamora de un personaje, quiere a ese personaje por muy hermosos que sean sus copias o clones. Se trata de descubrir el cuerpo, aun con imperfecciones desconocidas, de esa mujer que nos atrajo en tal historia. Pero ni eso nos dejan.
En Hollywood, territorio de más decepciones que sueños, todo tiene trampa y cartón. El amor no es amor y el sexo no es sexo, él no es él y ella tampoco es ella, se trata de una fábrica de humo al estilo farsante de un Mago de Oz , de modo que uno se va a la cama fantaseando con el cuerpo de su actriz favorita cuando resulta que en realidad se está acostando con anónimas entrenadoras de fitness, actrices porno, bailarinas, modelos de bañador, stripers, aspirantes a actriz.
Entretanto, las mujeres que nos ofrecían en los trailers, firman cláusulas en sus contratos prohibiendo al director introducir en el guión una escena de desnudo, como es el caso (ya pueden empezar a llorar) de Megan Fox, Blake Lively, Jessica Alba -sí, en la famosa escena de Machete (Ethan Maniquis, Robert Rodríguez, 2010) fue filmada en ropa interior, lo que nosotros creímos ver fue una apaño hecho a ordenador-, Christina Hendricks, Jennifer Love Hewitt…
Todavía nos queda otra pléyade de nombres, los de Charlize Theron, Rachel Weisz, Asia Argento, Anne Hathaway, Leonor Watling, Victoria Abril o Heather Graham, que se siguen atreviendo a todo. Elena Anaya es otra apuesta segura del desnudo pero a mí su cuerpo tan trabajado a base de dietas y sesiones de gimnasio sólo consigue amedrentarme (¿cuántos de ustedes consiguieron excitarse de veras con Habitación en Roma (Julio Medem, 2010)? Cuando la veo a ella ya sólo quiero acordarme de sus mejores secuencia en Lucía y el sexo (Medem, 2001), donde llegó a robarle el protagonismo sensual a Paz Vega, esa chica tan mona y sosainas que tendrá que conformarse con ser para toda la vida la del anuncio de colonias). Otras, con el tiempo, pierden los escrúpulos, caso de Kirsten Dunst en All good things (Andrew Jarecki, 2010) o Melancolía (Lars Von Trier, 2011) cuya falta de pudor se ha sincronizado con su propósito de llegar a ser buena actriz.
Con tanta trampa, es natural que algunos prefiramos el porno, que es más honesto -si no nos paramos a pensar en la sobreactuación de los gemidos de ellas: les tocan el cuello y gimen; les tocan las costillas y gimen, les cogen un pie, les dan la mano ¡y gimen!- y nos ofrecen precisamente lo que tienen. El porno no traiciona ninguna expectativa. Uno lo ve como soporte visual a la masturbación que practica consigo mismo, o en pareja porque los hay muy modernos, con la secreta intención de inducir a su chica a montarse un trío con la vecinita de arriba (“pero, cariño, no digas que no si no sabes lo que es, ¿no has visto lo bien que se lo pasan en la peli? Si hasta gimen cuando les acarician el pelo…”). El porno puede pecar de simplicidad o exageración, puede ser –lo es- reiterativo y mecánico con la consabida aspersión de semen en la cara de las chicas, festejando por todo lo grande la conclusión del polvo, y es verdad que uno lo ve a cachos, llegando rara vez a la conclusión de la cinta (no tenemos el aguante, ni la paciencia, ni el tiempo), pero no importa: Cuando uno acaba de masturbarse con la película, se siente más persona racional y menos animal de bajos instintos, logra desligarse por un rato del sexo, dispuesto a poner su cabeza en otros asuntos; pasará al lado de la cartelera con la chica de moda desplegada en grandes cartelones y no se girará a mirarla; habrá comprendido que, cuando uno queda satisfecho, el sexo no es para tanto, Liv Tyler no es para tanto, las relaciones platónicas no son para tanto.
Todo esto para contarles lo frustrante que es cuando en la historia el héroe y la heroína se enamoran, las pasan canutas y ni siquiera follan, puesto que al final las relaciones se cobran ese precio terrible devolviéndonos la conciencia de nuestra propia soledad. Por eso la única forma en que puedo consolarme de todo el sufrimiento de Ana Karenina, por poner un ejemplo, es imaginando que al ella menos tuvo sus momentos memorables y gimió casi tan bien como todas las actrices del porno cuando estaba en la cama con el cabrón de Vronsky, para desquitarse de todas las traiciones que seguirían. No me consideren obsceno, lo que pasa es que soy un romántico trasvestido, soy un tipo sensible que me identifico demasiado con los personajes. Porque si su amor no triunfa y echar un polvo les es imposible ¿qué posibilidades nos quedan a nosotros?
Helsinki, 16 de enero de 2012
y que pasa con atraccion de dos lunas ,orquidea salvaje , nueve semanas y media que es casi porno ya sabia lo de varias por ejemplo lo de las piernas de julia roberts y otras. muy bacano su articulo.
Hola! excelente artículo. Me quedo con tu última frase. También me he sentido frustrada con algunas cintas… por ejemplo, La Edad de la Inocencia donde el romance entre Michelle Pfeifer y Daniel Day Lewis no consuma más que un beso…
Decía Polanski que prefiere dejar al espectador más frustrado que complacido, de esa forma se sigue llevando la película a casa. Quizás sea cierto. Sin duda alguna en La edad de la inocencia, en esa posible reunión años después que no llega a producirse entre Pfeiffer y Day Lewis, logra que nos quedemos con el puño cerrado y las uñas clavadas en las palmas.