Escrito por Pablo Cristóbal y Alicia V. Palacios Thomas
Especial selección oficial de ficción: La Guarimba International Film Festival, III Edición Dead leaves Les feuilles mortes Noam Ellis
Dos películas sobre maltrato infantil producidas por Lee Daniels alcanzan su punto álgido cuando sus personajes principales toman conciencia de su propia monstruosidad. En Precious (Lee Daniels, 2009) sucedía a través de una confesión —cuando la infame madre de la muchacha, que da nombre a la película, recuerda el momento y los motivos por los que empieza a abusar de su hija— y en Monster’s Ball (Marc Foster, 2001) sucedía a través de la tragedia —porque hizo falta que los hijos muriesen abruptamente para que los progenitores hicieran un examen de conciencia—.
En el caso de Dead Leaves el director israelí, Noam Ellis, nos habla de una madre con problemas de dependencia emocional graves; en la primera secuencia, Amelie, una mujer adulta se agarra desesperadamente a las ruedas de un vehículo estacionado, con la intención de que su padre, un señor en edad avanzada, no la deje sola en casa. En otras palabras la presentación de la protagonista, en el suelo, agarrada a este neumático, recuerda mucho a la actitud de un niño aferrado a las piernas de sus progenitores, temeroso de que estos lo abandonen acudiendo a sus quehaceres diarios.
Para no quedarse sola, Amelie, saca de la guardería —a modo de liviano secuestro— a su hijo de cuatro años. A pesar de que la profesora del pequeño la amonesta sobre sus formas de proceder, Amelie, la responde con el débil argumento que esgrimen las madres injustas: «Soy su madre».
La protagonista de Dead Leaves (Les feuilles mortes en su idioma original) es un juguete roto que, a su vez, corre el peligro de estigmatizar emocionalmente a su pequeño. Y su director lo deja caer en cada momento, haciéndonos intuir las decenas de contingencias a las cuales una mujer como esta puede llegar a someter a un niño. Todo empieza con ese pequeño detalle en que madre e hijo caminan felizmente por el arcén de una carretera, podría tratarse de una adorable escena de En busca de la felicidad (Gabriele Muccino, 2006) o de La vida es bella (Roberto Benigni, 1997) si no fuese por la crudeza intencionada con que se muestra un vehículo pasando al lado de la pareja. Sin música de John Williams, ni Thomas Newman, el sonido de la carretera pone de manifiesto que, por muy mágico que sea el momento compartido, la carretera no es un lugar donde los niños deban transitar.
No obstante, la intención de Amelie es ir de excursión al bosque, el sitio idóneo para que las cosas permanezcan ocultas, donde nadie puede juzgar esta forma de tratar o de educar a un hijo. Jugando al escondite, la madre disfruta haciendo creer a su retoño que lo ha abandonado; jugando a cazar osos, ella finge recibir el impacto de una bala y cae desplomada al suelo haciéndose la muerta. La premisa es: si sufres, sientes. Así, Amelie, establece con su hijo la relación de dependencia y de poder deseada, aquella, perdida, ya para siempre, con su padre; ella no puede retener a su padre, pero si que puede retener a su hijo, preocuparlo, asustarlo o consolarlo, ella es su hacedora y si bien le hace reír, al instante puede hacerle llorar. Noam Ellis nos presenta en este corto una noción de amor consanguíneo tan sincero como sádico y perturbador.
En su forma de estar rodado Dead leaves —con pocos medios, prescindiendo de una estética maniquea y con una agitada cámara en mano que nos traslada y conecta con el estado de ánimo de la protagonista— la trama se apoya enteramente en las acciones de sus excelentes intérpretes y nos recuerdan al cortometraje The Heat (Bartosz Kruhlik, 2013), cuya atmósfera irradia también los peligros de los seres humanos en medio de ninguna parte, cuando son impredecibles y no hay vestigios de civilización alguna. El bosque, en ambos trabajos, respira más claustrofobia que libertad, es un laberinto que no se rige por las leyes de los hombres, sino de lo salvaje. Lo que empieza como un momento idílico —una Arcadia— se tornará, en ambas obras, en un descenso a los infiernos de carácter hiperrealista y es que con cada acción se abre una nueva posibilidad de catástrofe, el dramatismo se ve asaltado por el suspense.
Así, la atormentada mujer encontrará a un conocido del barrio, con el que parece haber tenido algún desliz sexual; el hombre, un capullo integral que está pescando plácidamente en las orillas del río, es sorprendido por Amelie que, en otro de sus juegos enfermizos, derrama un cubo de agua fría sobre su cabeza. Ignorando que su hijo pequeño merodea por los alrededores y para devolver la pesada broma, el airado conocido, la empuja al río pero con tan mala fortuna que la corriente la arrastra unos metros más abajo. Lo justo para que, una vez vuelva a tomar tierra, no encuentre al niño. Demasiado pequeño como para quedarse sólo en el bosque, el retoño no comprende la amenaza que supone jugar cerca de un torrente acaudalado. Ahora bien, si sustituimos el marco de la escena —el bosque por un quinto piso y el río por una ventana abierta—, nos viene a la mente aquella famosa escena de Anticristo (Lars von Trier, 2009) —repetida posteriormente en Nymphomaniac (Lars von Trier, 2013)— en la cual un infante, debido a su temprana edad para comprender el peligro, se lanza a los brazos de la muerte. Con este ejemplo nos hacemos una mejor idea de la angustia que suscita la escena y de los peligros que corre un niño ante los caprichos de una mala praxis materna.
Como ya hiciera el cantante de country Bad Blake (Jeff Bridges) en Crazy Heart (Scott Cooper, 2009) cuando, por culpa de su adicción al alcohol, pierde al hijo de su novia (Maggie Gyllenhaal) entre el gentío de la gran ciudad, Amelie, se enzarza en una búsqueda asfixiante y desesperada por encontrar a su hijo. Temiendo lo peor, finalmente encuentra al niño jugando en la rivera del río, subido a un palé como si fuera una balsa; ha tenido mucha suerte de que la fuerza del agua no se lo haya llevado. En ese momento la madre se hace cargo de la situación, lleva a su hijo de vuelta a la guardería y lo observa desde el otro lado de la valla, como una barrera infranqueable que ella no debe de atravesar, puesto que en ese último instante, Amelie, ha comprendido que el mayor peligro para su hijo es ella misma.