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A Richard Harris: Carta de amor a Dumbledore intoxicado

By septiembre 10, 2012noviembre 23rd, 2015Críticas de cine, películas y análisis

Todo lo que hizo fue con exceso. Se jactaba de sus magníficas borracheras y sus magníficas resacas, de estar en la cárcel de seis países diferentes (“la de París fue la peor. Nunca vayas a la cárcel en París”). Su devoción por las mujeres lo llevaba hasta la extenuación y el rechazo. Vivir sin miedo como una forma de combatir el miedo, hacerle el amor a la botella y esperar que de sus labios cristalinos haya más indulgencia de la que encontraron Richard Burton y Oliver Reed, amigos malogrados de parranda que no vieron la oportunidad de otra resurrección.

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

PhotoAnoche revisité la última entrega de Harry Potter (David Yates, 2011), aprovechando que era un día de lluvia, y en estos parajes de lagos, mosquitos e iglesias de madera, los cielos nubosos proporcionan una buena excusa para defenderse de los que aseguran que pasarse el día en casa te seca el cerebro. Independientemente de lo que uno opine de la saga de Harry Potter o de su siniestra escritora con la sonrisa pintada de un arlequín al borde del suicidio, la última peli es un estupendo despropósito de fuegos artificiales y luchas con varita -si no recuerdo mal, Voldemort y Potter se lo montan a lo Bruce Willis en uno de los momentos finales-. Yo la volví a disfrutar con el espíritu de niño que sólo espera el momento de la batalla sin enterarse de ninguno de los enigmas que, supuestamente, son esclarecidos -aunque sospecho que eso no pasa ni siquiera para los que han leído todos los libros-. En la historia se producen varias revelaciones, dos de las cuales me parecieron importantes: Snape, por mucho que pusiese en parecer un cabrón, resulta ser más tierno que un pedazo de pan desmenuzado en leche; la segunda, Dumbledore era un manipulador hijo de puta, que a todos nos tenía engañados gracias a su simpática barba de Gandalf.

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………Dumbledore, Richard Harris

Y así, cuando Harry supuestamente muere y cae en esa especie de limbo o inconsciencia con el aspecto de la estación de King Cross, y reaparece el fantasma de Dumbledore para aclarar o liar la historia un poco más, éste resulta ser, claro, el Dumbledore interpretado por Michael Gambon -un tipo que sale mejor parado cuando no se pone a hacer el moñas en pelis para niños-, y no el Dumbledore que hacía mi añorado Richard Harris, el feliz alcohólico deslenguado. Porque hasta en el cine la imaginación conoce sus límites y los muertos no resucitan de verdad: les ponen máscaras digitales, como le sucedía a Brandon Lee, les sustituyen por otro actor con el mismo atrezo de El Señor de los Anillos, o mandan a sus personajes “de vacaciones”.

Viendo a Harry y a Dumbledore manteniendo uno de esos diálogos de toque crepuscular y lleno de frases redondas para que el espectador se levante con la mano en el pecho, exclamando, “¡anda, hostias!”, al estilo de las charletas que tenía el pelmazo del tío Ben con Peter Parker, se volaba mi pensamiento hacia el recuerdo de Richard Harris, un actor cuya presencia nunca dejó de seducirme desde que lo vi haciendo de Gulliver, pero del que no podía recordar más de cuatro o cinco películas buenas en las que hubiese participado –y no, joder, Gladiador no es una de esas-.

Su talento desperdiciado no es ningún misterio: era un hombre que pasó décadas en brazos de la Guinness. Se partía la caja cada vez que hacía memoria de alguno de los truños en los que había participado (aunque defendió, con afán de contradicción, Orca, la ballena asesina (Michael Anderson, 1977). Fíjense en el título y díganme si es o no otra broma de Harris). Amaba el cine pero amaba más la vida, y para él ella se abastecía de un equipaje de botellas, mujeres, deportes, amigos, fiestas. Con fino humor irlandés –humor de hombre de tabernas y canciones folclóricas-, aseguraba de que los mejores años de su vida eran aquellos que no podía recordar. Era un hombre que admitió sin culpas lo que era. Sus dos mujeres fueron al altar advertidas. Casarse con Harris no era el final de cuento de hadas sino un viaje al corazón tempestuoso de un simbólico marinero, apasionado y ausente a la vez.

Escapó de su destino de niño pobre de una de esas tantas familias numerosas de Limerick, embebida en su orgulloso desaliño de cristianos piadosos, con olor a estiércol y agujeros en la suela de los zapatos, gracias al deporte y a la literatura. Su vitalidad y complexión corpulenta habrían hecho de él un buen jugador de rugby pero la tuberculosis truncó sus sueños y lo confinó a tres años de cama y soledad. Sus amigos fueron desapareciendo, al final no quedó ni uno a su lado, ni tan siquiera los mejores amigos de escuela aguantaron su larga convalecencia, y Harris tuvo que inventarse sus propios compañeros de conversación, empezó a leer con fruición, confiando en su imaginación para crearse identidades múltiples: Harris, el emperador, Harris, el pirata, Harris, el detective…

Cantante, poeta, director de teatro frustrado, con su vaga semejanza a un joven Kirk Douglas, vino a Inglaterra en tiempos en que los irlandeses eran tratados con displicencia. Se rompió la nariz nueve veces, la última contra el parabrisas de un coche. Un cirujano logró reconstruirla con un fragmento de su cadera (palabras del propio Harris). “Cuando una mujer me besa en la nariz, no sabe lo cerca que está de… ”. Traicionó sus líneas en una obra de McBeth por cobrarse a modo de venganza la ofensa de haber sido machacado en los ensayos a causa de su acento “no inglés” (después de su travesura llamó a un taxi mientras salía a la carrera, sin esperar a que hubiera bajado el telón). Recibió el favor de los críticos con su explosiva interpretación de El ingenuo salvaje o This Sporting Life (Lindsay Anderson, 1963) donde dejaba aflorar su carácter pendenciero. Trabajó con Antonioni en su primera película a color; se ganó la enemistad de Brando en Rebelión a bordo (Lewis Milestone y Carol Reed, 1962); en Cromwell (Ken Hughes, 1970) gritaba más que nadie que conspirar contra el rey era traición y luego, con la misma vehemencia, promovía radicalmente su descabezamiento; con Un hombre llamado Caballo (Elliot Silverstein, 1970) presenciamos el primer piercing en los pechos demostrando con ello que las sociedades de todos los tiempos, con el fin de aceptarnos, nos obliga a pasar por una serie de torturas disfrazados de ritos. Hacía de rey cornudo en Camelot (Marty Callner, 1982) y de rey moribundo en Robin y Marian (Richard Lester, 1976). En Juego de Patriotas (Philip Noyce, 1992) apenas sale unos minutos y se lleva el gato al agua porque sus apariciones suponen una inyección indispensable de buen combustible irlandés. Junto a Peter O´Toole y Richard Burton formaban la trinidad pagana del alcohol y la pasión por el rugby, irrumpían en los platós de televisión haciendo gala de un comportamiento errático y se repartían el protagonismo de las portadas de la prensa amarilla por sus disparates y arrestos.

Peter O´Toole, Richard Harris y Oliver Reed

El Prado (Jim Sheridan, 1990) nos revela su lado más sombrío y lo coloca de nuevo en las quinielas de los Oscar. Interpreta a un mítico asesino a sueldo más hábil con la lengua que con las armas en Sin Perdón (Clint Eastwood, 1992) aunque el reconocimiento de los críticos se lo robase Gene Hackman (que además le propina como colofón una paliza tremebunda a su personaje). Uno de sus papeles más impresionantes y hermosos fue también de los más inadvertidos: Wrestling with Ernest Hemingway, traducida con ignorancia o maldad como Vaya par de amigos (Randa Haines, 1993). La peli, que roza en ocasiones sensiblerías de melodrama de serie B, es el vehículo del que se valió Richard Harris para hablarnos de la dignidad que hay en hacerse viejos sin renunciar a ser nosotros mismos. El personaje de viejo marinero, que ha vivido una plenitud de excesos que lo han ido quebrando y dejando solo, no puede menos que recordarnos la vida del propio actor.

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Richard Harris

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Elizabeth Rees

Una de sus más célebres anécdotas, lo sitúa en los bares más afamados de Dublín, dos semanas después de haberle dicho a Elizabeth Rees, su primera esposa, que salía a comprar un papel (según qué versiones, el papel era una cerveza antes de la cena o un paseo por las tiendas) estando los dos en su casa de Londres. Durante todo el tiempo de su repentina ausencia olvidó informar a su mujer. El tiempo pasó en un abrir y cerrar de ojos soplando la espuma de las jarras. El hermano de Harris le telefoneó con urgencia: “Tienes que volver”. “¿Sí? ¿Por qué?” “Elizabeth se va a divorciar de ti”. “¿Elizabeth? ¡No! ¡Nunca!” “Sí, esta vez es de verdad, ha contactado con un abogado y todo”. Harris pensó: ¡Oh, Dios mío! Y se apresuró a coger el primer avión de vuelta. En la acera de enfrente de su casa, se detuvo bajo la luz del dormitorio proyectada hacia fuera, preguntándose qué iba a poder decirle, a sabiendas de que todo estaba perdido. Llamó al timbre de la puerta, de la forma festiva que solía hacer (Harris no tenía llaves, no lo tenía permitido porque siempre terminaba perdiéndolas o dándoselas a un extraño). Por las escaleras fue descendiendo la forma femenina de su mujer, con una expresión pétrea de disgusto en el semblante. Y Harris se la quedó mirando, haciendo acopio de todo el ingenio que pudo reunir, para finalmente espetarle: “Pero, cariño, ¿por qué no pagaste el rescate?” Y de esta forma se salió con la suya, al menos esa vez.

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Richard Harris y Elizabeth Rees.

Todo lo que hizo fue con exceso. Se jactaba de sus magníficas borracheras y sus magníficas resacas, de estar en la cárcel de seis países diferentes (“la de París fue la peor. Nunca vayas a la cárcel en París”). Su devoción por las mujeres lo llevaba hasta la extenuación y el rechazo. Vivir sin miedo como una forma de combatir el miedo, hacerle el amor a la botella y esperar que de sus labios cristalinos haya más indulgencia de la que encontraron Richard Burton y Oliver Reed, amigos malogrados de parranda que no vieron la oportunidad de otra resurrección.

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Izquierda: Elizabeth Taylor y Richard Burton celebrando el éxito de «¿Quién teme a Virginia Woolf?». Derecha: Oliver Reed.

Dumbledore es Richard Harris, no Michael Gambon, por eso uno advierte su falta más que nunca cuando en la alucinación de Potter se le reaparece el sustituto/impostor con su disfraz de mago. Y de eso es de lo que quería escribir, de que ya no habrá más películas ni cuentos de borracho tan bien contados como los que escuchaba de labios de Richard Harris, que los epitafios no son justos ni verdaderos –mucho menos cuando vienen en la forma de un par de películas que hizo por cariño a su nieta, no por interés artístico-, pero estoy seguro de que ninguna de esas cosas le habría importado a él de verdad. No le importaba cómo fuese recordado, ni si quiera si era recordado en absoluto. La plenitud de la vida fue su máxima, y supo respetarla hasta sus últimas consecuencias. Lo demás es ruido.

-Soy culpable, soy absolutamente culpable de todo lo que haya sido acusado (…) Y si tuviera que vivir de nuevo, lo haría todo exactamente de la misma manera.

Pyhäjarvi, 19 de julio de 2012

etdk@eltornillodeklaus.com