Entre el cambio climático y una descomunal crisis económica reside el gran interrogante del devenir de nuestras sociedades; en otras palabras, hay una conciencia colectiva de intranquilidad con respecto al futuro. No es de extrañar que estas cintas respiren la misma angustia en sus personajes: historias proféticas como es el caso del mito de Noé en Take Shelter y relatos poblados por nuevas anti-heroínas como Kirsten Dunst en Melancolía.
por Pablo Cristóbal
EL CINE Y LA CRISIS, DE HÉROES Y ANTICRISTOS
La divinidad del 3D y el secularismo de lo precario
Parece ser que nuevamente la ciencia va por encima del pensamiento y al ser humano se le quedan grandes los inventos, el de la bomba atómica, por ejemplo, estuvo apunto de acabar con el mundo en más de una ocasión . Y es normal pensar que aún somos como simios en poder de unas armas que no sabemos emplear para bien, simios que hacemos un uso indebido del fuego (echen un vistazo a los bosques quemados de Galicia), simios que también ruedan cortos y películas.
El abuso del ordenador en un contexto fílmico, la reinvención del 3D y el empleo de novedosos proyectores digitales, que conlleva en muchos casos el cierre de algunas salas que no se lo pueden costear, se avecinan como parte de una sombra mayor que proyecta la Crisis. La esperanza consiste en invertir en milagros cuando no hay dinero lo que huele a plan eclesiástico (como pasar el cepillo a feligreses que apenas tienen para llegar a fin de mes o comprar la absolución a base de sobornos) y tintinea cuanto menos a designio de un selecto grupo ocultista conformado por la más alta clase (como dio buena muestra Kubrick en su Eyes Wide Shut o Roman Polanski en La novena puerta, ambas rodadas en 1999).
Estos dos bandos –“el de los cristianos y el de los satánicos”- son los que siempre han detentado el poder, incluso en el ámbito fílmico cada uno de ellos con métodos cuestionables cuando no maquiavélicos pero teniendo como común denominador la justificación de sus acciones en nombre de una fuerza superior. En la brecha que dejan estos dos opuestos queda un extenso margen para los menos poderosos, ciudadanos de a pie que practican el agnosticismo a la par que el ateísmo; estos seculares y racionalistas suelen ser artistas asociados a una serie de antihéroes y villanos cuya misión es la de ser fieles a si mismos, o lo que es lo mismo, al ser humano y no a una divinidad, a la libertad y no al dogma.
Dicho esto se puede rodar de un modo más libre y emancipado cuando no hay esperanza de un mañana mejor, cuando todos somos terroristas en potencia porque no hay forma de esconder la decepción que supone el sistema. Desde Lars Von Trier(Dogville ,2004, Los Idiotas, 1998), pasando por los villanos carismáticos que moran los habitáculos de Christopher Nolan (The Dark Knight, 2008), sin olvidar a los antisistema de Alan Moore que, de modo alarmante, asesinan a miles de humanos para preservar la vida de millones (Watchmen, 2009).
Así anunciamos que un nuevo prototipo de justiciero (V de Vendetta, 2005) se ha dado en el cine debido a recientes cambios sociales y económicos, entre ellos un sentimiento de estafa e indignación por parte de los jóvenes, el auge de la cultura “nerd” (aquí hasta hace bien poco llamada friki) y, por supuesto, el abaratamiento de costes que hacen a cierta tecnología más accesible al ciudadano medio. Así, en una sociedad casi futurista como la que vivimos -o eso creemos siempre sus contemporáneos-, el consorcio audiovisual se adapta como un guante de seda a los cánones de distopías descritas en clásicos de la ciencia ficción. De algún modo se da lugar a un panorama juvenil tan decadente que lo políticamente incorrecto es lo que se estila (Attack the Block, 2011) mientras ciertas generaciones pasadas, carentes de energía y aburguesadas, prefieren lo políticamente correcto (Super 8, 2011). La movilización versus costumbrismo donde predomina un sinfín de amantes del cine con vistas a una realización personal que por fin pueden alinearse contra todo: lo establecido y lo que se urge a establecer. En un panorama regentado por ladrones de guante blanco y saqueadores de antifaz nos movemos ahora ante un inminente desastre fílmico en el que las cadenas de televisión (HBO, AMC, BBC, Channel 4, etc) están ganado el pulso a las grandes salas que subsisten gracias a los juegos de ilusionismo del llamado “milagro 3D”.
La nueva tarea del héroe posmoderno
Paradójicamente, a los nuevos realizadores se les ofrece, si no una oportunidad de sobrevivir en el cine, al menos, una inverosímil ocasión de crear, contar e incluso distribuir por su cuenta propia (internet) en este negocio del séptimo arte. Así, estos rebeldes que tantos años han sufrido la impotencia de no poder rodar a causa de esas financiaciones destinadas a unos pocos niños de papá –lameculos, vendedores de humo y, los que menos, unos genios altruistas- convierten sus películas en una forma de catarsis. En esta canalización de años de impotencia acumulada contra el Star system de todo cuanto nos rodea, los nuevos realizadores han sabido poblar sus universos fílmicos de personajes perturbados e inauditos, dando rienda suelta a sus fantasías más violentas y descarnadas. Rampage (Uwe boll, 2009) es la historia de un joven desbocado que, blindado y armado hasta los dientes, emprende una “aparente” cruzada contra el sistema, es decir, contra los ciudadanos que lo conforman. En Hobo with a Shotgun (Jason Eisener, 2011) -siguiendo la estela Grindhouse- tenemos a un vagabundo, interpretado por Rutger Houer, que pasa por todo tipo de vejaciones para cumplir su sueño de comprar un cortacésped e iniciar un negocio de jardinería. Pero este homeless hastiado, en medio de un panorama desesperanzador – pueblo donde el crimen es única moneda de cambio-, decide invertir sus ahorros en una escopeta recortada y limpiar las calles a tiros.
En este discurso del “No future”, han aparecido recientemente Super (James Gunn, 2010) y God bless American (Bobcat Goldthwair, 2011), entre otros. Historias de almas patéticas, insignificantes y solitarias que encuentran una meta existencial de corte heroico impartiendo una “justicia” de dudosa vigencia. Dentro de esta fantasía masculina de adolescente, tiene lugar la camaradería que surge con una mujer mucho más joven, descerebrada y vitalista.
Prescindiendo del celuloide (en pos del medio digital) y con la ayuda de unos procesos de etalonaje (posproducción de imagen), que pretenden enmascarar una gran falta de medios, estas películas tienen en común la sangre, el humor negro y un protagonista/víctima que, hastiado de la pasividad y del lamentable espectáculo en que se está convirtiendo el mundo, decide pasar a la acción para noquear de algún modo un sistema de vida prostituido. Películas políticamente incorrectas, rozando lo sórdido, pero que suponen una auténtica reinterpretación de los valores actuales; a excepción del machismo, que ha sido aplacado, que no sustituido, por una serie de compinches del sexo opuesto y de edades comprendidas entre la preadolescencia (Kick Ass/Chloë Grace Moretz) y la pos adolescencia (Super/Ellen Page), pero siempre capitaneadas por un héroe masculino, que no viril.
En efecto, la fantasía sexual del “nerd” se ha hecho realidad.
No sólo en ignotos circuitos del cine independiente hay antihéroes que caminan en la delgada línea que separa al héroe del villano. La fallida Defendor (Peter Stebbings, 2009), con Woody Harrelson, es una tragicomedia que comparte afinidad con Super (2010). Ambas tratan de tipos disfrazados con problemas mentales: mientras el primero sufre un leve retraso el segundo es un fanático y puritano cristiano que cree ser la mano justiciera de Dios, lo que lo alejaría del agnosticismo para aproximarlo a la locura de los hermanos MacManus en la cinta de Troy Duffy, Los elegidos (The Boondock Saints, 1999). Esto hace que todos ellos se conviertan en una estupenda ejemplificación de los “buenos valores” de la vieja América.
Y por ende, personas que no forman parte de nuestra realidad, que se comportan como niños jugando en un mundo de adultos, soñadores de la utopía del tebeo. Incluso una de las series más emocionantes de estos últimos años, Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008) lleva a cabo algunos de sus mejores momentos cuando su protagonista Walter White- un bondadoso y adocenado padre de familia, profesor de química pluriempleado al que se le diagnostica un posible cáncer terminal -pasa de encararse con ciertos individuos poco cívicos a manipular e incluso asesinar diversos criminales del mundo de la droga.
Prevaleciendo la idea de que el cívico se enfrenta al delincuente ya esgrima pluma o pistola. Así, el buen ciudadano que evita los problemas, ciertamente relacionado con el “débil”, por fin se enfrenta al “fuerte”, al abusón de la clase. Esta es la fantasía más clara del justiciero y, por qué no decirlo, la más primitiva del ciudadano medio que contempla día a día un sin fin de injusticias.
El momento entre la comicidad y lo sublime que proviene del ajusticiamiento más ordinario, como sería quemar el cochazo de un tiburón de Wall Street que roba tu plaza de aparcamiento ante tus propias narices, se da tanto en esta serie de altura que es Breaking Bad, cuando Walter White prende fuego al vehículo, como en God Bless American (2011), donde un tipo comete la misma imprudencia y recibe una oportuna ración de plomo. El paralelismo es más que evidente, si cabe, cuando en ambos films, a sus protagonistas se les diagnostica una enfermedad terminal. Modos igual de brutales son los de Rutger Hauer en Hobo with a ShotGun (2011) cuando un criminal de tercera roba unos periódicos y acaba recibiendo un desproporcionado escopetazo en la cabeza. Igual de jocosa, pero más desarrollada, es la secuencia de Super (2010) en la que ante los ojos del protagonista, que espera pacientemente en la cola de un cine, se cuela un trajeado sinvergüenza, prototipo más que evidente del triunfador que roba las plazas de aparcamiento debido a su falsa condición de superioridad. El personaje interpretado por Rainn Wilson -actor que tras su paso por series como The Office, A dos metros bajo Tierra o El Séquito– lo convierten en un icono Nerd y un abanderado del patetismo decide volver a su coche donde se pone un ridículo disfraz y con ayuda de una llave inglesa atiza una brutal paliza tanto al tipo que se ha colado como a su novia. Esta es otra muestra de que el castigo es también para aquellos que quebrantan las normas no escritas; puesto que la ley es fácil de esquivar y los auténticos villanos son los que actúan en los límites de la legalidad o, peor aún, bajo el amparo de la misma. Accesos de ira tan desorbitados que no podemos más que simpatizar, pese a lo criticable de sus actos, con estos nuevos héroes –alter egos de su realizadores- hastiados de recibir un trato de inferioridad, de acatar los valores que nos han inculcado los mismos que nos hostigan cada día, es decir, los hacedores de lo políticamente correcto.
Observándolo de un modo sociológico, si la personalidad del individuo es siempre absorbida por la sociedad para motivarle a desempeñar los roles de sus iguales -lo que podría verse como otro sistema de control- podríamos preguntarnos si acaso no representan estos antihéroes del cine independiente un grupo de resistencia ante un opresivo star system. ¿No pudieran ser estos actos de extrema violencia la consecuencia lógica ante unos roles impuestos?¿No suponen un acto desesperado de rebeldía ante el yugo del tejido urbano?
Profetas del Apocalipsis
Red State (Kevin Smith, 2011) es más enrevesada que los anteriores ejemplos porque es una tremebunda sátira que no deja de ser la gran masturbación -si entendemos como “masturbación” el capricho desbordante que se dio Peter Jakson con su versión de King Kong (2005) o Werner Herzog y David Lynch en su My son, my son, What have ye done (2009)- de un director que se consagró por el raudo uso de una lengua irreverente. En ésta última obra de Kevin Smith, valiente y más cruda que Dogma (1995) queda patente la aversión que su director siente hacia las escisiones judeocristianas más radicales, los peligrosos miembros que las componen y sus dementes creencias homofóbicas. Red State (2011) a parte de una burla sádica es también la película más independiente de un afamado director de culto que parecía haber perdido su buen pulso tras rodar una cursilería intragable como Una chica de Jersey (2002), esa gansada que es Vaya par de polis (2010), exprimir la vaca de los huevos de oro en su decepcionante Clercks 2 (2006) o intentar colarnos una falsa gamberrada en Hacemos una porno (2008). En estas dos últimas, demostrando que no sólo carece de talento para copiarse a sí mismo sino delatando que su afición por el melodrama romántico es su gran talón de Aquiles -véase el guión que intentó realizar para el Superman que nunca llegó a dirigir Tim Burton o recuérdese las historias de amor que introduce en Jay y Bob el silencioso contraatacan (2001), Mallrats (1995) o la anteriormente mencionada Hacemos una porno.Y es que la acertada Red State –con la antológica interpretación de Michael Parks y un estupendo John Goodman- está rodada por alguien que no teme al mañana y, por eso precisamente, se le debe conceder un merecido interés más aún (spoiler) con la llegada de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis que aparecerán con el toque de las trompetas celestiales… extraña pieza que de algún modo guarda más de una semejanza con los delirios de My son, my son…(2009).
Por otro lado, centrándonos en una experiencia intimista de catástrofe –muy alejadas a las que nos tiene acostumbrados Roland Emmerich– esto mismo es lo que tienen en común en sus últimas películas Lars Von Trier (Melancolía, 2011), Jeff Nichols (Take Shelter, 2011), Abel Ferrara (4:44, last day on Herat, 2011) y Bela Tarr (The Turín Horse, 2011). Entre el cambio climático y una descomunal crisis económica reside el gran interrogante del devenir de nuestras sociedades; en otras palabras, hay una conciencia colectiva de intranquilidad con respecto al futuro. No es de extrañar que estas cintas respiren la misma angustia en sus personajes: historias proféticas como es el caso del mito de Noé en Take Shelter, y relatos poblados por nuevas anti-heroínas como Kirsten Dunst en Melancolía, que se erige como una suerte de Rapunzel atrapada en su boda por una familia errática, un jefe codicioso y un reciente marido que quiere pasar toda la vida a su lado, esta última la peor de todas las presiones. Y toda este panorama en una impresionante ceremonia construida sobre las sólidas bases del dinero y esa decadente hipocresía inherente a él. No es de extrañar que el planeta Melancolía se presente como una fuerza de la naturaleza que acabe con la miseria y el sin sentido de la vida humana, el antídoto de Von Trier para el trauma que supone la existencia misma.
De otra manera se ve la gran tormenta que puede, o no, asolar la América profunda en la que viven los personajes de Take Shelter. Mientras Michael Shannon se devana entre las pesadillas que le asedian y la ¿real? contemplación de un inverosímil desastre natural, observamos como toda su vida se empieza a derrumbar ante sus ojos. Amistad, trabajo, familia e incluso la salud de su hija en vistas de una operación que ya ni puede costearse.
Desde cierto punto de vista, profetizar la destrucción del mundo es un acto de heroísmo cuando no de martirio, puesto que el protagonista se ve condenado a un silencioso ostracismo debido a sus creencias. Por ello, en ese punto de extrema incomprensión, llegamos a querer que acierte en el vaticinio de aquella pesadilla que lo atormenta, lo deseamos, tanto como él, porque parece menos doloroso culpar a la divina providencia de un aciago destino que a uno mismo por sus brotes alucinógenos.
El creador del controvertido movimiento Dogma 95 – que consiste en un irónico Decálogo de normas que reniega de los excesos del cine mainstream-, Lars Von Trier se considera a si mismo el enemigo Nº1 del engranaje capitalista Holliwoodiense. También es quien anunciara hace tiempo que jamás pisaría los Estados Unidos a la par que nunca rodaría para su avara y mezquina industria, promesa que hasta el día de hoy ha sabido mantener. Con lo que es fácil suponer que cuando rodó su anterior película, Anticristo (2009), ya presagiaba el final del mundo tal y como lo conocemos. Su crítica hacia el sistema económico vigente ya estaba presente como en gran parte de su filmografía. De igual modo, su invención del planeta Melancolía juega con la destrucción de toda la vida, de todo el sistema. No más vestir ropa de marca, no más vacaciones a Roma, no más restaurantes de lujo. Nada personal para Von Trier, sólo estamos en medio de su órbita.
Tampoco parece casual el carácter diabólico y anticristiano del adolescente que ocupa el último film de la directora Lynne Ramsay: Tenemos que hablar de Kevin (2011), protagonizada por una inmejorable Tilda Swinton, donde las acciones del muchacho quedan entre lo metafórico y lo sobrenatural. Para aquellos que no compartan esta mirada comentar que ya en la primera secuencia hay una clave fundamental, esa imagen que corresponde con el estereotipo de martirio (la madre con los brazos en cruz es llevada por un gentío) se invierte de manera ingeniosa pues lo que debería ser un suplicio religioso es una festividad en la que su protagonista se regodea entre cuerpos semidesnudos. Todo apuntaría a una orgía de sangre cuando no es más que la Tomatina que tiene lugar anualmente en el pueblo español de Buñol.
También nos queda el momento en que una pareja de mormones pretende convertirla a su religión y ella les confiesa abiertamente que sabe que irá de cabeza al infierno. Pero sólo hay que recordar la maldad desmedida que reside en el muchacho ya al poco de su nacimiento, su llamativa preferencia por el color de la sangre, la desaparición sobrenatural que tiene lugar al pasar un coche delante de él -momento que no queda claro si es un recurso para demostrar la personalidad diabólica del joven o una alucinación debida a la justificada paranoia que sufre su madre- e incluso (spoiler) la masacre final que tiene lugar en el instituto, con el arco como instrumento homicida (que trae consigo un acercamiento a la fábula y al mito). Así esta película ha sabido desmarcarse de obras maestras como Elephant (Gus Van Sant, 2003) o Benny´s video (Michael Haneke, 1992) conservando una frescura y ritmo propio que la convierte en una obra de doble lectura reconfortante porque no esconde su manierismo y conjuga ejemplarmente forma y contenido. La interpretación del plano psicológico (más vinculada a la realidad) y la del plano místico (más allegado a lo fantástico) podrían verse también como la evolución de una Rose Mary´s baby posmoderna: su hijo es el demonio y no lo sabe o, como escribió una compañera de la redacción:
“Porque no va a tener un hijo. Va a dar a luz su propio calvario. En vez de tener un bebé, parirá un auténtico hijo de puta”. -Doxa Grey
¿Divinidades o ilusionistas?
Algunos optimistas en pos de un merecido descanso miran esperanzados al futuro. Martin Scorsese, director de Taxi Driver (1976), el antihéroe por antonomasia, parece haberse reconvertido al cristianismo ahora que se dedica a realizar documentales de música, producir series y dirigir un “adorable” cuento para niños. Algo que podemos traducir como que graba conciertos (a varias cámaras) que otros se encargarán de editar; supervisa una aburridísima serie de época (Boardwalk Empire, 2010) que cumple con una puesta en escena sublime -“marca de la casa” HBO- respaldada por buenos actores que pasean a la deriva con una colección de estereotipos sin más gancho que el nombre de su productor; y, sí, dirige en carne propia patrañas sensibleras en 3D que en nada arriesgan y que se escudan en la magia del cine y la inocencia del infante (La invención de Hugo, 2011). Inocentes de nosotros que nos lo creemos todo, puesto que es una película de Scorsese con el complemento estereoscópico; pero jamás podrá dar buenos frutos si partimos de una trama que es pura sensiblería. Baste decir que, por mucho que no se nos meta en la cabeza, el guión seguirá siendo un arma mucho más poderosa que la dirección puesto en él radican los cimientos del proyecto. Dicho esto, si esta última producción no traiciona a su director es porque supone una masterclass de la historia del cine para que los más pequeños se asomen al trabajo de los primeros cineastas (los hermanos Lumiere, Dziga Vertov, Eisenstein, Griffith, etc). El maestro Scorsese reivindica la figura del cineasta y mago George Méliès a través de un cuento extremadamente empalagoso. En su contenido, el largometraje es fidedigno al folleto original pero no lo es en su forma y aquí es donde radica la trampa y la traición. El trabajo de su autor Brian Selznick, se apoya enteramente en unos dibujos realizados a carboncillo que confieren una atmósfera de miseria, frío y ceniza. Scorsese, en pos de una estética agradable, no ha tenido el aplomo de rodar una película para niños en blanco y negro. Puesto que hoy por hoy el evento 3D no ha conseguido semejante proeza ya que sus directivos están más preocupados por financiar películas de colores chillones, no ha tenido lugar ese calco del relato original de La invención de Hugo Cabrett de la que tanto se habla. Todo porque nos dejamos tratar como a polillas que se arriman hacia la luz más llamativa. Lo más grave es que siendo una cinta reivindicativa del cine mudo se haya prescindido de la estética del primer cine para hacer una película visualmente contemporánea. Hasta la tramposa The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) tomó prestado el blanco y negro para retratar su homenaje al cine.
James Cameron, Vince Pace, y Patrick Campbell solicitaron una patente en EEUU en la que se describe un nuevo invento basado en una cámara digital estereoscópica doble para grabar vídeo, de tal manera que se graba como si fueran dos ojos humanos, por lo que mediante una ligera trampa a la vista, a la hora de visionar la película (gafas 3D), se aprecia un efecto sorprendente de realismo en tres dimensiones (3D).
Si entendemos el satanismo, al igual que Von Trier y tantos otros intelectuales, como la representación del capitalismo en estado puro, entonces debemos hablar de la venida del auténtico Anticristo, James Cameron, la astilla de un viejo sauce.
“Abuela Sauce” dirían algunos tras ese particular y decepcionante proyecto que abarcara durante diez largos años: Avatar (2009). Película que, salvo por su autopromoción del 3D, sólo supone una contradictoria reivindicación de la naturaleza basada en los efectos digitales, la doma de animales a partir de unos puertos usb que portan los avatares en sus trenzas, el bosque en la noche luciendo un similar tufo a discoteca que representaría el máximo valor de la belleza salvaje y un sin fin de contrasentidos que pretenden llegar a buen puerto. Werner Herzog añadiría que donde Cameron contempla belleza él sólo ve obscenidad. Este espectáculo de barraca con falsa conciencia social es una mezcolanza de películas como Pocahontas (Mike Gabriel, 1995), Bailando con lobos (Kevin Costner,1990), La misión (Roland Joffé, 1986) y Braveheart (Mel Gibson, 1995) incluyendo la banda sonora de Tiempos de gloria (Edward Zwick, 1989) que el mismo James Horner llevara a cabo en su día y volviera aquí a reinterpretar valiéndole para una décima nominación de la Academia. Si todo esto no huele a azufre no sé qué será. Hablamos del diseñador de moda y confección en que se ha convertido James Cameron, aquel genio que nos vendiera la promesa del “No Future” con la brillante Terminador 2 (1991) nos dice ahora que hay un futuro mejor, un nuevo camino para el cine, la estereoscopía.
“En tan solo dos años”, todo se producirá en 3D y de ahí se harán adaptaciones a 2D. Lo hizo en la presentación de su nueva compañía ‘Cameron – Pace’. Tan convencido está Cameron de que la industria audiovisual seguirá esta tendencia que ha presentado su propia empresa de tecnología 3D con el fin de “animar a cineastas, diseñadores de juegos y difusores de contenidos audiovisuales” a emplear esta técnica, en declaraciones a The Hollywood Reporter. -ABC
Si se piensa detenidamente en los paralelismos que sufre la carrera de James Cameron con la de su colega George Lucas resulta bastante alarmante, desde su reestreno de Titanic en 3D, pasando por una cada vez más infame realización, hasta la fructífera patente de esa tecnología de moda. Cameron, en su búsqueda de lo espectacular, ha adquirido el futuro como ya hiciera en su día Thomas Edison con la compra y robo de diversas patentes. El relevo de los nuevos ilusionistas, es decir, ilusionismo para las grandes masas, parece venir hoy por hoy condicionado plenamente por la estereoscopía.
Cameron apuntó que “las salas de cine están canibalizándose entre ellas” y que habría que “doblar el número de pantallas 3-D para dar cabida a tanta producción. Creo que lo que está pasando es un crecimiento doloroso y no una contracción”, explicaba. Una vez más, la estrategia pasaba por alentar una demanda artificial sin una justificada demanda real de espectadores.
–Carlos Reviriego, El Cultural
Cuentacuentos exiliados: entre la robótica y la humanidad
En la búsqueda de esta insípida pirotecnia se ha establecido un mayor control en los departamentos técnicos, es decir, fotografía, montaje, sonido en posproducción (especialmente en las películas de acción) y todo lo concerniente a efectos especiales. Un rápido ¡Aleluya! por los adelantos y precisos avances que se han logrado, pero hagamos un largo silencio por las páginas perdidas del guión, los desaparecidos planos levemente estáticos que narraban una situación, mucho antes de que el frenético sin sentido del montaje cortase la mano que nos guiaba. Y es que con tanto avance la figura del cineasta está claramente presa en un limbo de departamentos que se le quedan gigantes. Estereoscopía, animación, digitalización con croma, una fotografía infinitamente laboriosa… todo en detrimento del director, que, en suma, sólo quiere contar una historia que se le niega realizar, como si la figura de éste se empequeñeciera al haber comido de la seta que tomó la Alicia de Lewis Carroll. Mientras, la cocaína parece desfilar entre los tabiques nasales de montadores hiperactivos a los órdenes de magnates de la industria como Jerry Bruckheimer, Joel Silver o Michael Bay. Todos, como cantantes de música rock envejecidos, se transforman paulatinamente en una parodia de si mismos: Amantes del corte y la confección en pos de un ritmo arrítmico donde se deja destacar el plano que solapa al plano, la imagen que no pervive.
A riesgo de que lo señalen con el dedo, uno podría preguntarse dónde queda el naturalismo, las emociones humanas, la indagación de la vida en una industria robotizada en la que predomina una constante búsqueda del reconocimiento de medios disponibles, el narcisismo económico y los onanismos de esos movimientos de cámara robotizados. Uno se pregunta si se deberá consumir estupefacientes para poder entender las imágenes de un cada vez más delirante Tony Scott y un séquito de cineastas compuesto principalmente por Marc Neveldine y Brian Taylor (Crack: veneno en la sangre, 2006, Gamer, 2009). De esta manera, tenemos a ese cineasta de películas de acción que supone una constante decepción en su hacer y el amañado truco de la superposición de planos a una velocidad vertiginosa, los decibelios desmesurados del Dolby Soundround que ayudan a entender esa magnitud de imágenes que apenas vislumbramos. Ahora se crean máscaras digitales que esconden la realidad, que maquillan la imagen del bruto registrado, como la modelo de gesto artificial y contoneo evidente que cubre su rostro de polvos y tintes. Se habla de cine cuando es una pasarela de moda.
Las películas del circuito mainstream se muestran más que nunca para engatusar en un parpadeo, se presentan como un producto novedoso porque suelen ir acompañados de una idea interesante pero rápidamente muestran todos los medios de los que disponen, las nuevas técnicas empleadas, la belleza y el glamour que despiden sus actores en vísperas de futuras operaciones estéticas para acabar con unos créditos acompasados por la canción del verano.
Algunas cintas son como los cortos del festival Notodofilmfest, lo que no es un gag es poco más que un anuncio, el lamentable fast food de la imagen -que siempre será respaldado por las franquicias de mayor tirada- no sobrevivirá al paso del tiempo y será desechado de nuestra memoria porque no contiene suficiente calado. Intelectual y emocionalmente es como hacer dinero rápido y fácil, como un producto de abdominales en tres minutos, suena a estafa, a pan para hoy, hambre para mañana.
Dentro del circuito del mainstream siguen habiendo buenos artesanos, no todo lo que luce tiene necesariamente que ser malo. La última película de la saga Misión Imposible (Misión Imposible: Protocolo Fantasma, 2011) es la mejor desde la adaptación que realizara Brian de Palma. Su realizador, Brad Bird, responsable de Ratatouille (2007), Los Increibles (2004) y El gigante de hierro (1999), recupera el espíritu de la serie basándose en esa intriga y suspense perdidos por los directores de acción y aderezada de la dosis de humor necesaria para que nos recuerde que lo que estamos viendo es realmente un divertimento. Sin pretensiones, sin tomarse en serio a sí misma, sin un héroe infalible. Y todo esto cuando lo realiza un director de películas de animación, que no un director de celuloide, superando con creces a tipos sobrevalorados como John Woo (Misión Imposible II, 2000) o ese nuevo “iluminado” de la ciencia ficción llamado J.J. Abrahams (Misión Imposible III, 2006). Lo que bien pensado es bastante humillante.
Si los realizadores del cine de entretenimiento de los últimos años continúan llevando a cabo su narrativa como un video clip -llamativo en su envoltura, vacuo en su contenido, aburrido en su desarrollo e insípido a su término-, entonces seguirán siendo superados por los realizadores de animación quienes están obteniendo mejores y más dignos resultados. Sólo hay que echar un rápido vistazo a las cintas de los últimos años realizadas por Pixar o Dreamworks para darse cuenta de que son muy superiores a las películas efectuadas con actores de carne y hueso. Cómo entrenar a tu Dragón (2010) y Beowulf (2007), por citar un par de ejemplos, son dos de las mejores historias épicas llevadas a la gran pantalla desde el trabajo de Peter Jackson en su adaptación de El señor de los Anillos, (2001-2003) y por qué no decirlo, una de las mejores cintas en la que ha participado la actriz y diva Angelina Jolie. De igual modo tampoco sería nada arriesgado afirmar que la odisea de Toy Story (1995-2010) es la mejor trilogía cinematográfica de los últimos siete años.
La historia –la creatividad de las ideas– ha sido siempre la obsesión de Pixar. Sus hombres trabajan en equipo y, según todos los testimonios, se ayudan mutuamente con una libertad y una confianza que elimina todo “ego” excesivo. La colaboración es perfecta entre los diferentes miembros del grupo: John Lasseter, Pete Docter, Brad Bird, Andrew Staton, Bob Peterson y Lee Unkrich…
-Jorge Collar, Nuestro Tiempo
Tampoco puede ser casualidad que la última adaptación cinematográfica de Tintín (Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio, 2011), firmada por el dúo Spielberg/Jackson, pero llevada a cabo por un colosal equipo de animadores, logre recuperar el espíritu de la trilogía original de Indiana Jones (1981-1989) que no consiguió con su Indiana Jones y la Calavera de cristal (2008). El secreto consiste en tener como punto de partida un buen guión y después planificar y replanificar para que cada secuencia tenga un sentido propio, para que dentro de un alarde de ingenio y carisma la narrativa audiovisual refuerce la narrativa del las historia y nos adentre en un viaje arquetípico que nada deja al azar. El arduo trabajo de la animación obliga a intelectualizar cada plano, a elaborar con más cuidado y estructurar con mimo porque se crea un mundo a través de la ficción. Nada que ver con el cine que parte de una realidad, es decir, de actores de carne y hueso, donde el posicionamiento de cinco cámaras desmadradas registran y documentan una secuencia sin ningún orden previo, cámaras que refuerzan la acción porque el director no es capaz de atinar con el plano correcto. Buen ejemplo de ello da Transformers 3 (Michael Bay, 2011), que con una impresionante factura deja de lado el guión y comete errores básicos de montaje pues los planos ya ni siquiera casan. Una película que por no estar no está ni dirigida.
El debate está servido, la paradoja del realizador queda al descubierto.
El reloj de arena deja caer los últimos granos mientras contemplamos impasibles el acercamiento del planeta Melancolía o la tormenta de Take Shelter, como una crisis que no sabemos si pasará de largo o vendrá para quedarse –y destruirnos definitivamente- pero siempre nos queda sacar algo bueno y reflexionar acerca de este marco fílmico en el que cada uno de nosotros nos desenvolvemos: observar el funcionamiento de la mecánica (de esa artesanía barata que venden a precio de coste), el mensaje que esconde la vacuidad de tanto efecto especial y recordar que en otros tiempos, mientras nuestros antepasados más cavernarios pasaban la noche alrededor de una hoguera, había un hombre que les contaba historias y les daba algo en qué pensar al calor de ese bello fuego.
Alcalá de Henares, 29 de mayo de 2012