Heart of a Dog (Laurie Anderson, 2015) “Cuando mi padre murió lo pusimos en la tierra, cuando mi padre murió, fue como si una biblioteca entera se hubiese quemado.” Laurie Anderson
Laurie Anderson, World without end
del álbum Bright Red (1994)
Escrito por Jorge Cappelloni
Edición gráfica por Jorge Cappelloni y Alicia Victoria Palacios Thomas
En Heart of a Dog (2015) Laurie Anderson realiza una delicada reconstrucción de la propia experiencia del dolor frente a la muerte. En un film exploratorio y a la vez expiatorio, narra la vivencia íntima y doméstica de las ausencias que la confrontan con el amor, el paso del tiempo, la existencia y la conciencia de la finitud. Con su voz en off, relata la pérdida de su amada perra Lollabelle, de su madre y de su esposo, el músico Lou Reed; y lo hace con la sutileza del humor, en un tono y registro que oscilan entre el video diario y una home movie existencial. Lo hace, también, convencida de que, como enunció el filósofo austríaco Wittgenstein, “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Anderson no sólo pone en palabras aquello que se propone compartir; también recurre a fragmentos de viejas películas familiares rodadas en 8mm, animaciones, pinturas, grabaciones caseras, fotos. Los recuerdos se desgranan desde sus sonidos, olores, anécdotas de infancia, en secuencias poético-confesionales que brindan una lúcida interpretación de ideas sobre la vida, el amor, el dolor y la muerte.
Las ausencias parecen operar como recuerdos que se alternan en el tiempo, en una espiral que vuelve una y otra vez sobre textos, música, dibujos, dialogando con la filosofía budista tibetana, con Søren Kierkegaard, Ludwig Wittgenstein, David Foster Wallace, con ecos del existencialismo sartreano y de la generación Beat americana, todo reformulado y reinterpretado en imágenes que le permiten trazar una suerte de cartografía videográfica por el territorio de (su) memoria, reexaminado en contexto, frases, situaciones, evocaciones y cotidianas expresiones de la vida compartida junto a su perra y su esposo.
Pero aquí también Anderson se permite el gesto político de explorar el mundo desde el balcón de su departamento en el Greewich Village Neoyorkino; el entorno que rodea “sus pérdidas” se transforma así en lúcida mirada sobre otras pérdidas devenidas de los cambios políticos y sociales impuestos en Estados Unidos a partir de la tragedia del 11S y el surgimiento de una sociedad cada vez más vigilada, sometida a la tiranía de los datos e información que procesan las cámaras de seguridad y drones que controlan a los individuos. Tópicos que intenta contrastar desde su propia vida cotidiana y familiar con la historia de la sociedad, o al menos pensar las formas que el padecimiento puede adoptar tanto en lo subjetivo como en lo colectivo.
El intento de representar y poner en imágenes la ausencia, los recuerdos y la memoria de la pérdida, de hurgar en los rastros y las huellas de significación del otro que quedan en nosotros es una suerte de expiación, de viaje hacia uno mismo, la introspección necesaria hacia la superación de la partida y la actitud que se asume frente a lo inevitable.
Sin embargo, el film no resulta una amarga exposición de la ausencia, sino que apela en todo momento a un vitalismo y emotividad que plantean una instancia superadora, sin caer en la abyección de registrar aquellos instantes que deben quedar en el fuera de campo, en el silencioso territorio de la intimidad de quienes padecen. Sólo unos pocos fragmentos muestran a su perra ya fallecida tendida en su cama; de la muerte de su madre solo nos da cuenta su propia voz mientras viaja en automóvil hasta la casa materna en Chicago, donde la nieve yace al costado del camino y la lluvia golpea el parabrisas de su vehículo, en alusión al estado de frialdad y tensión de la relación entre ambas. De Lou Reed se escucha su voz en una conversación hogareña, hay unas pocas tomas algo elusivas en la playa y la hermosa canción Turning time around que suena sobre los títulos finales de la película.
Anderson habla en el film sobre el lenguaje y la imposibilidad de abordar la pérdida, pero también crea una honesta y brillante oda de amor de 75 minutos hacia su perra, la relación con nuestros seres queridos, los recuerdos compartidos, las vivencias del ámbito doméstico o la reflexión política sobre la sociedad, y cómo fortalecerse en lo espiritual y continuar frente a la desaparición física. En las imágenes solo traduce con honda belleza estas pérdidas —es recurrente ver los planos intervenidos por texturas, filtros, o aplicar el recurso de capturar rostros o paisajes mediados por vidrios con gotas de lluvia deslizándose, que bien podría guardar cierta analogía con el loop en el terreno musical—.
En 1986 Laurie Anderson dirige Home of the Brave, registro del recital musical/perfomance de su álbum homónimo, donde cantaba parafraseando al escritor William Burroughs que “el lenguaje es un virus”. Cerca de 20 años después y atravesada por otras vivencias, ella consigue en Heart of a Dog poner en escena la aserción del filósofo danés Kierkegaard: “la vida sólo puede comprenderse al mirar hacia atrás y sólo puede vivirse mirando hacia adelante”.
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