Roma (Alfonso Cuarón, 2018) – La cuestión es esta, tenemos a un director consagrado a la gran industria con títulos como Harry Potter: el prisionero de Azkaban (2004), Hijos de los hombres (2006) o Gravity (2013) que en este momento ya entra a formar parte del panteón de los grandes del cine y, como siempre, eso molesta mucho a algunos críticos que disfrutan remarcando el grosor de las líneas divisorias entre cine elitista y cine popular.
Todas las películas empezaron siendo jóvenes
Lo viejo y lo nuevo vuelven a entrar en conflicto con la aparición de Roma que ha sido vista por cierta crítica como una provocación ya que, siendo una historia sobre lucha y reconciliación de clases, nos deja bien claro que los de arriba —los que manejan la pasta— siguen rodando tanto o mejor que los de abajo —los que están/estamos relegados a circuitos minoritarios— y eso escuece mucho, casi tanto como aceptar que estos nuevos cineastas afiliados a lo fantástico y al espectáculo puedan volver a las esencias de un cine casi extinguido.
Escrito por Pablo Cristóbal
Así que aquellos críticos (necesarios, todo hay que decirlo) que siempre salen en defensa del cine más marginal, europeo, político e infumable, parecen olvidar que si Béla Tarr o Bernardo Bertollucci no hubiesen gozado de cierto aparataje de esa gran industria, que tanto dicen detestar, no tendríamos películas tan impresionantes como Armonías de Werckmeister (2000), El último emperador (1987) o Novecento (1976).
Críticos de barricada y cineastas de barraca
Rodar con mucho dinero algunas veces va en detrimento de la calidad del relato pero no siempre es forzosamente negativo. Spielberg demostró que haber realizado la saga de Indiana Jones no lo convertía en un inepto a la hora de mostrar el horror del holocausto en La lista de Schindler (1993), lo mismo podríamos decir de un director tan unido al suspense como Polanski que hizo El pianista (2002) y toda hay que decirlo, las mejores películas de Coppola contaban con unos presupuestos que rayaban lo obsceno (Apocalypse Now, El padrino) mientras que sus pequeñas películas no han pasado del mero experimento formal (ahí están Corazonada, La ley de la calle o, más recientemente, Twixt).
Es del todo comprensible que a muchos moleste la idea de aceptar que, cuando quieren, tipos como Alfonso Cuarón (¡vendidos al sistema hegemónico, enciendan las alarmas!) puedan hacer obras maestras del Cine Social. Pero esto de mirar el marco en vez de la obra en sí misma es un error tan tremebundo como juzgar un cuadro por la firma del artista o medir su calidad en base a la galería en que se expone.
Recuerden, lo que ha hecho peligrosos a cineastas como Christopher Nolan (The Dark Knight Rises, 2012) o D. W. Griffith (El nacimiento de una nación, 1915) no es que fueran a los rodajes vestidos de etiqueta sino la ideología que propugnaban con descaro en algunas de sus obras.
Como en este caso, además, la exhibición va por cuenta de la amenazadora fuerza imparable de Netflix el proyecto, desde su gestación, ha traído muchos recelos. Sin embargo, cuando nos deshacemos de este velo de prejuicios hay que decir que la Roma de Cuarón es, ante todo, una gran película: cada imagen, cada secuencia planificada al milímetro llena de gestos, detalles y elementos de su puesta en escena contiene conceptos, símbolos, juegos y metáforas que ensamblan sus discursos y eso es HACER CINE DE VERDAD (lo contrario de aquellos que, por miedo a la obviedad simbólica se pasan de abstractos y acaban por no transmitir nada). Y es que, independientemente de la película que nos pueda maravillar (o no) con su 65mm muestra y transmite lo que quiere expresar.
Si en las entrevistas Cuarón pregona otros relatos embellecedores para vendernos la película es ya lo de menos porque Roma no tiene carencias narrativas ni sus planos son tan largos como los trabajos de videoinstalación de Lois Patiño y una maraña de cineastas petulantes que colocan la cámara, se van a tomar un café, vuelven a ver qué se ha registrado y a partir de ahí inventan un discurso hampartista y absurdo sobre la «experiencia temporal«, los estratos, las distancias y las fronteras.
El erudito sufre de un problema de arrogancia y menosprecio. Un problema muy común que va en los dos sentidos.
Cuarón, para presumir de tener un control absoluto de la imagen ha tenido la desfachatez de (¡horror!) firmar como director de fotografía, cosa que ya habían hecho en otras ocasiones tipos como Soderberg, Rodriguez o Tarantino y que es, básicamente, lo mismo que hacen un buen puñado de videocreativos y artistas de bolsillos rotos que trabajan en los Márgenes de la industria. A estos últimos se les mitifica en los circuitos alternativos por su aplomo al lanzarse con sus pequeñas cámaras a documentar y tejer ficciones sobre los últimos vestigios de una España rural. Diversos y excelentes ejemplos los podemos encontrar en Arraianos (un ejemplo del novo cinema galego), en el documental asturiano ReMine, el último movimiento obrero o en cortometrajes como El becerro Pintado y El mar inmóvil , en los que identidad y vanguardia forman parte de sus premisas.
Pero en España, lo más grave, es que se ha llegado a decir que, como Alfonso Cuarón ya no vive en Mexico, está incapacitado para hablar de su propio país, en este caso, del recuerdo del lugar donde nació y pasó su infancia. Y aquí somos nosotros los progresistas, los de mente abierta, quienes, cegados por nuestras convicciones, les decimos quienes y qué realidad deben mostrar a nuestros primos latinoamericanos. Como diría la pegadiza consigna de El séptimo vicio de Radio 3 este es «el cine que importa».
Y es que cuando a Javier Tolentino se le escapa en la una entrevista algo tan feo como decir que «hay mucho friki en el festival de Sitges» (ya que es un evento de películas de género afiliadas al terror, la fantasía y el suspense que poco o nada tienen que ver con el cine social) pues no se da cuenta de que menosprecia a todo aquello que no le interesa (incluyendo películas como Mandy, The house that jack built o Climax), así que en vez de tender puentes entre público y crítica, palomitas y trascendencia, entretenimiento y reflexión (que es lo que intentó hacer Isaki Lakuesta con su extraña comedia Murieron por encima de sus posibilidades) lo que hace es construir una barrera invisible que imposibilita al radio oyente medio el acceso al reino de los cielos de ese cine marginal. Peor aún es cuando termina dando la puntilla diciendo que «nadie nos gana haciendo cine de terror» y se traslada a los tiempos de Luis Buñuel y Narciso Ibáñez Serrador para hablar de grandes narradores de género, lo que nos da una idea de su profunda desconexión con ese «el cine que ya no le importa».
Y a la contra podríamos hablar de cómo podcasters tan afamados como Antonio Runa y su séquito de La órbita de Endor son grandes mitómanos de Hollywood que se desviven por la actualidad más geek y comiquera y nos hablan de los recovecos de la industria pero a partir de ahí resuena todo como un gran eco que se repite ya que no sienten la menor curiosidad por todo ese cine que se mueve fuera de lo mega comercial y cuando lo intentan meten la pata en la muy profunda grieta que separa el cine mainstream del cine de autor.
Que Roma sea obra de gente de «primer mundo» contando la historia de una sirvienta a las órdenes de una familia acaudalada se ha visto, también, como un acto de hipocresía por parte del reconocido cineasta. Se ve que si eres rico y famoso ya no puedes tener conciencia social… aún así el entorno en el que sucede gran parte de la trama es en esa enorme casa donde los burgueses son sus otros protagonistas con lo cual está claro que el cineasta sabe de lo que habla y no se evade de su responsabilidad al hacer un ejercicio de auto crítica.
Otro argumento de los que han intentado bajar al film del podio tiene que ver con que su protagonista, Yalitza Aparicio, no sea una actriz profesional, algo que también ha fastidiado mucho a los que siempre han defendido los mestizajes entre ficción y documental, mismos que acusan de inverosímil el retrato de estos personajes, lo cual es una contradicción se mire como se mire. Y volvemos a lo de siempre, cuando lo hace Oliver Laxe está muy bien, cuando lo hace Alfonso Cuarón está muy mal.
La idea, entiendo, es ir a la contra y decir que la película no es buena porque ha gustado al público masivo (o al menos así nos lo ha hecho creer la prensa), por lo tanto, huele a mediocridad ya que los no entendidos, ustedes saben, se maravillan por cualquier cosa. Y es que para los más intelectuales el único cine válido es el que unos pocos comulgan y es digno de defenderse a capa y espada: cine inteligible, comprometido y que ponga a prueba nuestra paciencia… Porque cuando Cuarón mueve la cámara y decide mantener los planos es ostentoso, un mero ejercicio de onanismo, como se ha dicho «sus planos son demasiado largos», eso si, cuando los planos duran veinte minutos, nos muestran un paisaje mortecino y los rueda James Benning entonces son la séptima maravilla y duran lo que tienen que durar.
Si el público masivo empezara a consumir cine elitista entonces… ¿qué sería de las élites?
Entendemos la indignación que pueda suscitar que un director tan prosaico como Cuarón, más afiliado a la técnica ostentosa y al cine de barraca, vire, cuando le venga en gana, hacia un estilo más ¿social, intimista, contemplativo? acaparando así atenciones que deberían haberse llevado otros cineastas más comprometidos (siempre confinados a circuitos minoritarios y abocados a rodajes de guerrilla en la calle, sin grandes estudios) pero no podemos negar el portento visual y expresivo que es este cineasta. Así que aunque Roma huela a simulacro neorealista al final… ¿qué importa?
La película está bien ejecutada, es bella, poderosa, crítica y redonda, es valiente en sus tempos y posiblemente sea la mejor cinta producida por Netflix hasta la fecha. Además, no es una película hueca, nos acerca desde el pasado a reflexiones necesarias sobre nuestra contemporaneidad. Que la infame Academia de los Oscar, al menos, le haya otorgado tres merecidísimos galardones es lo de menos porque un cine con sabor a Pasolini, Buñuel, Bertolluci, Antonioni o Hou Hsiao-hsien ha sido puesto en un escaparate comercial para el conocimiento, deleite y consumo de todo el que disponga de esta plataforma, sin hacer distinciones entre cinéfilos o cinéfagos, élite o vulgo. Y eso es lo único que de verdad importa.
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