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Zeitgeist: o cómo nació y se perpetuó el poder

zeitgeist

Sentenciaba un sabio de nuestra época que desde el primer instante que nuestros ancestros salieron de la cueva su tendencia instintiva fue la de ponerse de rodillas para idolatrar a una deidad poderosa que le confiriese un sentido a su existencia.

Por Simón Prado

Edición por Carlos Cristóbal

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Zeitgeist (Peter Joseph, 2007) es un controvertido documental que intenta erigirse como el estandarte generacional del inconformismo moderno. 

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Perturbando a una conciencia colectiva lobotomizada por la promesa del bienestar material, la cinta gira en torno a una idea cardinal: el análisis de las herramientas del poder y su forma de valerse de los resortes que posibilitan su aceptación en la sociedad. El documental sitúa al control como la viga maestra que subyace camuflada bajo el poderoso entramado que sostiene al majestuoso edificio del poder; y al poder, como la consecuencia inevitable del sibilino y sutil control ejercido por la autoridad que lo dirige. Explica cómo el control se reviste de legitimidad espiritual, gracias a los mitos que sustentan la religión e ideología dominante, y cómo se cimienta sobre el vigoroso aliento del poder, la invasión militarizada y la fuerza coercitiva en el corazón de las sociedades. El control se sostiene con la posesión ilusoria de todos los bienes codiciados y la apropiación de las necesidades materiales de la población.

Reivindicando permanentemente su propio derecho a la supervivencia –siempre desde el interior del propio sistema que ha creado–, el poder ha aprendido a perfeccionarse en su destreza por hacer creíble su modelo y en su capacidad para manipular a los que en algún momento pudieran discutirlo; haciendo suyos todos aquellos mecanismos –lo espiritual, político y económico– que, convenientemente institucionalizados, pudieran hacer permanente su autoridad con el paso de los años.

 El nacimiento del poder

Sentenciaba un sabio de nuestra época –algún luchador a contracorriente entre tanta corrección política– que desde el primer instante que nuestros ancestros salieron de la cueva, y tomaron conciencia de su situación, su tendencia instintiva fue la de ponerse de rodillas para idolatrar a una deidad poderosa que le confiriese un sentido a su existencia, que lo cobijase de su temor ante lo desconocido y que, en definitiva, lo ayudase a paliar su temor a no sobrevivir al día a día.

El poder, desde los albores de nuestra humanidad, siempre ha estado asociado a la fuerza de aquellos que pueden proteger con mayor posible éxito a su clan en un periodo de violencia y hostilidad, ya fuese ante el advenimiento de imprevisibles fenómenos naturales o frente al ataque de otras tribus que quisieran arrebatarles sus pertenencias.

Paralelamente, el hombre fue configurando un sistema que le proporcionase una seguridad que sus semejantes nunca podrían reportarle en su totalidad, ideando figuras alegóricas y representaciones abstractas; metáforas, al fin y al cabo, de su fragilidad ante lo desconocido.

Así nacieron los dioses. Dioses que administraban arbitrariamente la vida y la muerte, la luz del día en contraposición a la oscuridad de la noche, la fertilidad de los campos y la fecundidad de las mujeres. Dioses que, en su particular libre albedrío, actuaban tan caprichosos como todos esos fenómenos naturales a los que el hombre estaba expuesto. Dioses a los que había que satisfacer para granjearse el control de esos acontecimientos inexplicables que tanto les atemorizaba.

Así, de esta forma tan sencilla, se crea toda una mitología, con sus fábulas y leyendas, trasmitiéndose oralmente en una época en la que el grupo se reunía alrededor de la hoguera para compartir leyendas de hazañas esplendorosas; algo que, además de reforzar el sentimiento de pertenencia al grupo, confería poder a sus predicadores.

«El hechicero», pintura rupestre de la cueva de Les Trois-Freres

En este contexto, eclosiona una clase dirigente de sacerdotes y hechiceros que termina por atribuirse la capacidad de interpretar la voluntad de sus dioses y que intermediarían entre sus deseos y las necesidades de la población. Emergen, de esta forma, la autoridad y sus clases dirigentes como legitimación del antiguo poder físico auspiciado por los nuevos clanes de sacerdotes, que lograban gestionar eficazmente todos esos mitos fundacionales y, como consecuencia, estructurar y controlar los distintos colectivos humanos.

Tras producirse un calentamiento gradual del clima en el planeta, finalizaría el periodo interglaciar, permitiendo que nuestros antepasados abandonaran su forma de vida nómada por la creación de asentamientos permanentes e indefectibles, germen de las futuras ciudades. De manera que se inició una evolución desde un sistema de alimentación basado en la caza y recolección estacional de frutos hacia el cultivo de cereales. Esto produciría excedentes estacionales de alimentos; excedentes que había que gestionar para nutrir a los grupos en épocas de carestía. Así nació la figura del administrador de excedentes, el cual generalmente venía a asignarse a aquél que tenía mayor capacidad para conservarlos, es decir, a aquél que poseyera superior fortaleza o que desplegara mayor destreza en el arte de la negociación. Todo ello le obligó, como contrapartida, a equiparse de un ejército que sustentase el nuevo estatus recién adquirido dentro del asentamiento y que alejase coactivamente a aquellos que deseasen apropiarse de sus privilegios.

«Fundación de Santiago», pintura de Pedro Lira

Así surge una nueva clase dirigente que administra las riquezas producidas por la población. Esta clase acaba percibiendo que necesita algo más contundente que su propio ejército para legitimar su poder y preservar sus privilegios. Así, adaptando viejas creencias y estructuras, logra evolucionarlas, dotándolas de mayor complejidad, valiéndose de nuevos mitos como elementos controladores de los nuevos comportamientos que vienen aparejados con el cambio del sistema.

Esta clase dirigente logra conformar un nuevo sistema estamental basado en los antiguos resortes, cimentados en la fuerza del ejército, la acumulación de los instrumentos de producción y en un innovador conjunto de creencias, es decir, en el uso de una ideología o religión –que, a grosso modo, vienen siendo lo mismo– como instrumentos de control. Una forma de dominio que, como viene a decirnos el documental Zeitgeist,  ha persistido hasta la actualidad.

La mirada de Zeitgeist

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El documental se estructura en tres partes bien diferenciadas enfocando sus críticas a los pilares del control, a las poderosas instituciones de las civilizaciones que las sustentan y, sobre todo, a los procedimientos empleados para su aceptación generalizada. La película se articula en torno a dos ideas: la certeza irrefutable de que el ejercicio del poder es tiránicamente insaciable, y que, desplegado éste desde tiempos inmemorables, considera imprescindible el control de todos aquellos que pudieran discutir su dominio. 

Zeitgeist inicia sus enfáticas imágenes con  radiantes contrastes cromáticos, dramáticamente acentuados con un estruendo de sonidos disonantes –propios de un rock impostadamente contracultural– y avanza en sus divagaciones con una gravosa voz en off para sentenciar, con un incómodo dramatismo, que deberíamos revisar nuestros antiguos dogmas por estar siendo sometidos a un continuo bombardeo de maniobras de ciertos sectores interesados en perpetuar su poder.

A partir de este instante, desde el momento en el que se sedimentan las ideas fundacionales del film, éste avanza solemne, intentando realizar un ensayo sensorial sobre la activación de todos esos mecanismos de control para anestesiar las pretensiones de gobierno de los que aún no han saboreado los placeres existenciales del poder, pero que ansían conseguir degustarlos en cuanto les sea propicio.

 

En el primer bloque de esta estructura tridimensional, el film agudiza sus críticas hacia la religión –sobre todo la cristiana–, su nacimiento y cómo crea determinados mitos dirigidos al sometimiento y el control de la sociedad, la cual –cegada y manipulada– debe resignarse y aceptar gustosamente una vida que no le satisface, temerosa de perder los pocos privilegios que cree poseer.

En su segundo bloque, Zeitgeist denuncia las mentiras del 11-S, que define como el punto de inflexión social imprescindible para el encumbramiento definitivo de ciertos poderes fácticos que marcarían el paso a una menguante clase política; censurando la intermediación del estado norteamericano en la gestación de los atentados que le costaron la vida a tantos conciudadanos. Y así evidencia la manipulación a una sociedad comulgante con una versión prefabricada por los brazos que manejarían los hilos en la sombra, creándose una corriente de opinión favorable a sus personales intereses y edificando un sometimiento a la pérdida de ciertos derechos sociales, tan costosamente conquistados a esos mismos poderes que ahora intentan revertir la situación.

En un intento de crítica feroz, los autores muestran su indignación contra el irremediable proceso de transformación de una ciudadanía con derechos en una masa amorfa de súbditos asustados, arrodillados ante el poder, suplicantes de seguridad y, por tanto, de mayor control del gobierno.

A pesar de su loable esfuerzo por mostrar el verdadero rostro del poder, el film cae en el error de limitarse a la versión conspiranoica de los atentados, tan formal como la versión gubernamental, sin reflexionar sobre las diferentes hipótesis que pudieran suscitar los fallos de la explicación oficial –que existen, claro está–. Por ello logra desprender la sensación en el espectador de haberse desperdiciado esfuerzos en un tema que bien podría haber dado mucho más de sí.

En el último bloque, aborda un redundante fresco sobre el poder económico y su inspiración de tendencias en las sociedades, a fin de asegurar la supervivencia de sus privilegios clasistas. Acusa al sistema económico de conducirnos a la crisis y desencanto actual, reprochando el control abusivo de unos recursos naturales tan necesarios para la multiplicación de beneficios, como limitados, y criticando los métodos utilizados para acaparar los medios productivos y tergiversar la ingeniería financiera para hacer crecer virtualmente un dinero en papel alejado de su realidad física –el oro–. Todo esto, señala Peter Joseph, genera una desbocada inflación de precios que termina sufragando las sumisas clases trabajadoras, orgullosas y defensoras de su nueva condición de neo-esclavos del sistema, empachadas de novedosos productos de entretenimiento, que los aleja de la reflexión más profunda.

Con esta ecuación de tres incógnitas (religión, política y economía), concluye que el poder deriva del control espiritual, a través de la religión y su promesa de vida eterna que dota a la vida de sentido, del control político, sostenido por el miedo de una ciudadanía acrítica, y del control económico, que se refleja en la creación de poderosas instituciones supranacionales que controlan  los recursos naturales y la producción.

Estos tres instrumentos del poder, según el film, y a modo de corolario final, se retroalimentan integrándose finalmente en un único y original neo-estamento cultural y político, cuyos cimientos todavía no son visibles para una sociedad que mira, pero que no ve.

En fin, la película es maniquea y discutible, ofrece datos más que dudosos, difícilmente comprobables, y manipula en su intención de denunciar la propia manipulación. Pero, en contrapartida, se erige como un monumental discurso acerca de los resortes que posibilitan los ascensos al poder de ciertos grupos, así como de las herramientas de control de las que se vale para conseguir su perpetuación.

Para conocer algo más sobre la manipulación de masas a través de los medios de comunicación, este visionado debería completarse con una película mucho más sutil y gratificante, Networkdel grandísimo Sidney Lumet.

Soria, 2 de febrero de 2013 

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etdk@eltornillodeklaus.com