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LOS AÑOS VERDADEROS DEL ACTOR DUSTIN HOFFMAN I. California

Acababa de lograr un papel de importancia para una obra de teatro en Broadway –probablemente Journey of the Fifth Horse y quiso celebrarlo brindándose una buena cena en compañía de su novia. Desplegaron un mantel viejo que no se molestaban en usar nunca, encendieron velas, fueron en busca de un vino caro que no podía encontrarse en la tienda de comestibles de su esquina y se pusieron a cocinar. En un descuido la olla llena de grasa de la fondue explotó, desplomó las velas e inició un fuego en la única mesa que disponían. Dustin Hoffman trató de aplacar las llamas con sus propias manos y en el proceso sus brazos recibieron varias quemaduras. Haciendo caso omiso del médico, que le urgió para que fuese asistido en un hospital, se presentó en el teatro a la mañana siguiente, decidido a no faltar el primer día de ensayo. Durante casi toda la semana usó camiseta de manga larga para que nadie advirtiese sus heridas y ocultó el dolor a base de pastillas y disimulos. La falta de cuidado, sin embargo, le provocó una infección tremebunda que lo llevó a caer desmayado frente a sus compañeros de reparto.

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Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

 I. California

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“La risa”, ha dicho Dustin Hoffman en más de una ocasión, “es una de las pocas cosas capaces de hacer callar a la muerte aunque esté en la misma habitación”.

Sin embargo, ni siquiera entonces las tuvo todas consigo. El anestesista presentaba el estado de alguien que hubiese ingerido un ácido y no acertaba a introducirle por la garganta el tubo que evitaría al paciente ahogarse en su propio vómito durante la operación. Dustin insistió en esperar hasta la mañana a que llegase otro que lo sustituyese. El equipo médico trató de desaconsejárselo. “No lo entiendes, muchacho, para ti no habrá mañana”. Él no cedió. Aquella noche, según sus propios palabras, se mantuvo vivo “por su deseo ferviente de estarlo”. Al año siguiente, ya en 1966, Mike Nichols lo escogía para protagonizar la película El Graduado, y también eso fue algo que sucedió contra todo pronóstico.

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Mike Nichols

Nichols estaba en racha. Llevaba engarzando éxitos cinematográficos y teatrales desde hacía tres años. Ahora estaba dispuesto a dar una nueva pirueta en su carrera, con una nueva película basada en el libro de Charles Webb: El graduado. Su personaje principal, Benjamín Braddock, tenía el aspecto de un atleta ario, rubio, alto, la esperanza de la nueva América. Incluso se había considerado a Robert Redford para el papel. Cuando Nichols entró en el despacho del productor Joseph E. Levine para obtener su beneplácito con el actor que había escogido, le seguía un tipo de pelo negro, narizotas, bajito, de aspecto esmirriado y hombros encogidos. Levine lo tomó por el limpiaventanas que estaba esperando y Hoffman, en su línea cómica, no le sacó del error. Al fin y al cabo, ¿quién era él para contradecir al gran magnate de las películas Joseph E. Levine? Evidentemente ese trabajo le correspondía a Mike Nichols. Al principio Levine soltó una carcajada, tomándolo por una broma, pero cuando vio que la cosa iba en serio se aproximó al desconocido aspirante y se quedó observándole muy de cerca. “¿A él? ¿Lo has escogido a él? Mmmm… Sí, ya veo por qué lo dices”, asintió, quizás porque había visto algo en él o simplemente no estaba con ganas de contrariar a su director estrella.

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Dustin Hoffman en el papel de Zoditch en The Journey of the Fifth Horse (1966)

¿Pero qué sabía Nichols de Hoffman? Lo había visto trabajar en la obra Journey of the Fifth Horse, por la que obtuvo un Obie, y había escuchado cosas maravillosas de su interpretación en Eh? Sin embargo, ni siquiera cuando le hizo una prueba para su musical de Broadway The Apple Tree, le había dado un papel. ¿Entonces qué sabía de Hoffman? Nada o casi nada. Dustin no había aparecido hasta ahora en una sola película con un papel sustancial, era la antítesis de Benjamín Braddock, ¡hasta Hoffman estaba de acuerdo en que no daba el perfil! Había venido desde Nueva York a Los Ángeles para hacer la prueba de imagen en estado de desorientación, sufriendo jet lag y acomplejado ante la presencia de otros postulantes con el aspecto envidiable de un jugador de rugby. Él odiaba esa tierra de perfectos bronceados y cuerpos perfilados a base de gimnasio y dietas. Había pasado allí su infancia sintiéndose el patito feo de la historia y sus plumas de cisne sólo habían aflorado tras mudarse a Nueva York.

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Midnight Cowboy (1969)

Porque Dustin Hoffman no daba el tipo para una estrella de cine. Eso lo sabía todo el mundo a su alrededor, incluyéndole a él. Su amigo, Robert Duvall, debido a su prominente nariz judía, lo llamaba jocosamente “Barbara Streisand en drag queen”. Hoffman se definía como el chico que vive en la puerta de al lado. El hombre común. “Soy un tipo de aspecto corriente, lo sé, porque la gente sigue diciéndome que me parezco a alguien que conoce.”

Combinado con el complejo de culpa judío, el pequeño Dustin siempre envidió a los tíos guapos y atléticos.

Hoffman: “En el instituto, mientras los otros chicos tenían una maraña de pelo en el pecho y jugaban football, yo me conformaba con el tenis, tenía una nariz grande y me había salido un acné virulento por toda la cara. (…) Pasé por un largo periodo en el que deseaba terriblemente ser una persona apuesta”. El complejo de su nariz le llevó al punto de ser lo bastante cuidadoso cuando hablaba con una chica, de mirarle siempre a la cara para no revelarle su perfil en esplendor.

Y, por supuesto, estaba esa otra sombra que consistía en la comparación imposible con su hermano mayor Ronald, un chaval con el currículum plagado de sobresalientes y triunfos deportivos, estrella de football y capitán del equipo de béisbol. Ronald llegaría a poder presumir de haber servido en El Despacho Oval junto al presidente Nixon como miembro de la Junta de Consejo Económico. Sin embargo, tener a un hermano por dios, tuvo su compensación. Muchos años después, Dustin confesaría haber perdido la virginidad a los quince años, a expensas del éxito de Ronald. Durante una fiesta de Fin de Año, achispados y deambulando por una casa en penumbras, una chica un poco más mayor le tomó por Ronald. Dustin, que jamás había experimentado semejante cercanía, y, aun con el corazón en la boca, hizo lo posible para no delatarse. La chica le besó –y nadie le había besado antes- ella se dejó palpar y hasta tomó la iniciativa bajándose las bragas cuando las manos temblorosas de él fueron incapaces de hacerlo.

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Pero mientras otros, ante las burlas de la mayoría, optaban por esconderse o hacerse invisibles, Dustin Hoffman encontraba cierta satisfacción escabrosa en el hecho de ser el centro de atención aun cuando fuese por un motivo denigrante.

Al menos la gente le conocía, se aprendía su nombre ya fuese para escupirlo. No era ya el chaval que se sienta en una esquina y pasa desapercibido sino el payaso de la clase, y eso era una forma de ser alguien–o algo–.

Durante los bailes en el instituto, tenía el hábito de esperar a que todos hubieran escogido a su pareja para sacar a la pista precisamente a la chica que nadie quería –la más gorda, la más tímida, la menos popular–. Por una parte le gustaba hacer sentir bien a la otra persona, pero por encima de todo estaba el íntimo placer de saberse observado por el resto de la clase, que apenas contenía las risitas mundanas. Esa forma de defenderse de una situación difícil le ha acompañado toda la vida, se ha vuelto algo automático, una forma de respuesta emocional a situaciones que lo superan, como la noche que recibió su primer Óscar por Kramer contra Kramer (Robert Benton, 1979) y empezó su discurso agradeciéndoselo a su divorcio, o como la vez que lo llevaban al quirófano por la infección en sus quemaduras y no se contuvo de hacer bromas con el equipo médico.

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Sus abuelos llegaron a Estados Unidos desde Rumanía. Eran como los felices emigrantes que vitorean con el sombrero la Estatua de la Libertad al pasar a su lado. Pero su éxodo no tuvo nada de dichoso y fue en suelo americano donde los infortunios se agravaron. Su abuelo pasó de ser un estudioso del Talmud a barbero en Chicago, y de allí a residente en un asilo psiquiátrico donde pasaría sus últimos días. Su mujer tuvo que hacerse cargo de la barbería en unos años en los que los hombres sólo se dejaban afeitar por otros hombres con los que podían debatir de béisbol. La abuela de Dustin no se dejó amedrentar y aprendió todo lo que pudo de ese deporte. Al paso de los años se hizo conocida en el vecindario, y sus clientes acudían a mantener encarnizadas discusiones por tema de tal jugador o tal equipo más que por el propio afeitado. Que una mujer supiera tanto de béisbol era aún más milagroso que el hecho de que también supiera rasurar la barba.

A la muerte del abuelo, le tocó a Harry Hoffman, su hijo, con nueve años de edad, ayudar a mantener a la familia. Fue instruido para ser carpintero pero contraer matrimonio con Lillian, una bailarina aficionada con ínfulas de estrella de cine, lo llevó a expandir sus ambiciones. Durante la Gran Depresión de los 30, con el sueño de hacerse productor de películas en su horizonte, la familia Hoffman se montó en su Ford modelo A y salió hacia California por esas carreteras polvorientas e incoloras que transitaban los desamparados descritos en el libro de Steinbeck, Las Uvas de la Ira.

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Izquierda y derecha: Las Uvas de la Ira (1940), John Ford. Centro: Portada la novela de John Steinbeck (1939).


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Dustin Farnum

Dustin Hoffman nació el 8 de agosto de 1937 en el hospital Queen of Angels de Los Angeles. Lo llamaron Dustin por el actor Dustin Farnum, un intérprete shakesperiano que pasó a ser un actor mudo de películas de cowboys. Su madre lo desmiente pero Hoffman mantiene la historia que sitúa a su madre sentada en una butaca de la sala de espera del hospital, ojeando varias revistas manoseadas. Una de ellas se abre exactamente por la página que da cuenta de la vida de Dustin Farnum. Y ella se pone a leerla hasta que de pronto las contracciones la interrumpen.

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Bambi (1942), James Algar

La primera película que afectó a Dustin Hoffman fue Bambi, y en especial la escena del incendio en el bosque.

Ya en su infancia le tocó correr de muchos fuegos. Su primer papel en el instituto fue el pequeño Tim. Bob Schwartz, un chaval del curso superior, le desafió a que cambiara la última línea de su papel: En la parte en que tenía exclamar con las muletas sobre la mesa: “Dios nos bendiga a todos” y congraciarse con el público de espíritu navideño, él se atrevió a gritar en cambio: “Dios nos bendiga a todos, ¡maldita sea!” y ello le valió ser suspendido de la escuela.

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Dustin Hoffman y Laurence Olivier.


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Frank Capra

Su padre Harry empezó en Los Angeles cavando zanjas para una autopista, pero pronto se las arregló para instalar tubos de alcantarillado en los estudios de cine de Columbia; de ahí pasó a desempeñar una miscelánea de encargos para gente del gremio de artistas: desde fontanero a niño de los recados, sólo que él ya no era un niño. Tenía prohibido saludar a ninguna de las grandes estrellas, pero eran ellas, las que al verle pasar, le sonreían vagamente como un gesto de reconocimiento. Tenía muy claro que quería trabajar para Frank Capra. Su obstinación y su sentido de trabajo, lo ayudaron a ir ascendiendo por los peldaños de su sueño (si bien más un sueño prestado, un sueño inoculado por ese otro sueño de convertirse en bailarina y actriz de su mujer Lilian).

Un día, sin embargo, su superior, consciente de tales ambiciones, se apiadó de él, lo mandó llamar a su propio despacho, que olía al tabaco caro de los ejecutivos y rezumaba electricidad por su cercanía con las divas de las películas, y le confesó que nunca sería director, ni siquiera asistente de director. “Desengáñate, Harry, desengáñate”. Estupefacto, sintiendo el cuerpo flojo,quiso saber la razón. Su jefe fue hasta el escritorio, abrió un cajón y sacó el papel donde venía la lista de los familiares y amigos de gente importante que estaban a la espera de ser asistentes de director como un favor especial. Harry estudió el tamaño de la lista. Su nombre ni siquiera figuraba al final. Le dio las gracias, regresó al trabajo como si nada hubiese sucedido y no dijo palabra a su familia.

Poco después, debido a la necesidad de hacer recortes, lo tuvieron que despedir. La oficina de aquél hombre, pensó, fue lo más cerca que llegaría a estar del mundo del cine.

Muchos años después, con su hijo venerado como la nueva estrella de Hollywood, indagaría sobre la marca de ese tabaco que había respirado en la oficina donde fusilaron sus aspiraciones. Después de dar varias caladas al cigarro, convino en que sabía mucho peor de lo que olía. Pero así sucede con la mayoría de los sueños.

 

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“Nunca fue como otros niños”, contaba su madre sobre él, “Dustin rehusaba ir a los cumpleaños de sus compañeros de clase para no tener que comer el helado, la tarta y los caramelos.” Con su falta de apetito apareció precozmente esa vocación de solitario y outsider que lo ha caracterizado toda su vida. Rehuir la comida era evitar un trato social acordado, era no poder ir a casa de tu amigo para no parecer maleducado rechazando la limonada y las galletas que los padres sacaban como merienda. El médico aseguraba que cuando el niño sintiera ganas de comer, comería, y no había nada de lo que preocuparse. La señora Hoffman siguió el consejo hasta descubrir que la lengua de Dustin estaba descolorida a causa a la malnutrición. Se hizo necesario comprarle el perro que el niño insistía como forma de chantaje, logrando que el apetito del animal, el cual tenía costumbre de comer a su lado, en la misma mesa, estimulase el suyo.

Las aventuras financieras de su padre tuvieron mucho que ver con la formación emocional del actor. Harry usó su talento para fundar una compañía de muebles en Jefferson Boulevard. Como forma de atraer clientes, dejaba que estos le compraran a crédito, una idea que no resultó porque la mayoría de las veces no le pagaban lo que le debían. Pero Harry tenía que proyectar una imagen de hombre de negocios exitoso y por eso seguía ofreciendo créditos, pidiendo dinero al banco y gastándolo en expandir su zona de operaciones. Si bien empezaron viviendo en uno de los barrios vistosos de Beverly Hills, muy pronto acabarían mudándose a partes de la ciudad acordes a su situación de bancarrota.

Para cuando Dustin Hoffman tenía doce años, habían cambiado de casa en seis ocasiones, a veces para mejor, regresando a las urbanizaciones de la zona alta, con su amplio terreno de jardín, y otras a peor, recalando en áreas marginales.

Un colegio tras otro, sufriendo no sólo el escarnio de ser el recién llegado sino también el feo, el débil, la diana favorita para cada nueva pandilla de matones. Hoffman tenía pocas posibilidades de hacer amistades duraderas, pero no le faltaban enemigos ni chistes acerca de su nariz o de su condición de judío (que en su familia ni siquiera practicaban).

Se sentía más a gusto entre los desfavorecidos y los marginados, entre la gente sin pretensiones, que en el barrio de Beverly Hills donde el nivel de una persona era medido por el tamaño del coche familiar. En el L.A. Highschool, al que también asistieron Charles Bukowski, Ray Bradbury y la ganadora del Oscar Anne Baxter, estaba muy contento de contarse entre los pocos chicos blancos frente a una mayoría de gente hispana y de color. Sabiéndose diferente, la cuestión era sacar ventaja de esa diferencia, multiplicarla, convertirla en su seña de identidad.

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Charles Bukowski, Ray Bradbury, Anne Baxter.

Todavía entonces soñaba con convertirse en concertista de piano como una manera de ligar con más chicas y de abrirse camino en un futuro cada vez más neblinoso. Había empezado a tocar ese instrumento con diez años y se le daba muy bien. Empezó a hacer pesas y a entrenarse para maratones como una forma de llamar la atención femenina. Se hizo miembro ocasional de una banda marginal de mexicanos y negros que se hacían llamar “pachuchos”.

Dustin escondía un cuchillo adherido a su pierna aunque nunca tuvo la necesidad de usarlo. Se definía a sí mismo como un observador.

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La música clásica y ulteriormente el jazz le interesaban. Un grupo de chicos de color le invitaron a unirse a su banda de jazz, a pesar de su falta de intuición musical improvisando. Sospecha que le dejaron unirse al grupo porque era el único que tenía coche –un Pontiac del 37, todavía se acuerda– y podía llevarles a los clubs de jazz.

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James Dean

Fue precisamente con una beca de música como llegó a recalar en la universidad de la ciudad de Santa Mónica, el mismo día que James Dean se mataba en un accidente de tráfico –el 30 de septiembre de 1955, como todos los biógrafos se empeñan recordar, buscando un signo ominoso o una correlación mística entre la desaparición de un líder generacional con el próximo ascenso de otro. La juventud de la América del rebelde sin causa y la juventud de la América del joven desnortado y pesimista-.

Como temía, su vocación musical no era suficiente. De las películas había aprendido que la mujer hermosa con vestido de lentejuelas siempre se sentaba al lado del músico para tocar una pieza a cuatro manos o para hacerle al oído una petición. En las fiestas Dustin buscaba el rincón del piano; hacía sitio en su banqueta para que se pudiera sentar esa mujer de sus fantasías que nunca apareció.

Fue un año en blanco en muchos aspectos, sintiéndose continuamente a la deriva y tomando cursos cortos de interpretación porque en ellos, un amigo suyo le había confiado, era muy difícil suspender y además cabía la posibilidad de relacionarse con más chicas. “Chicas” era la única palabra que necesitaba oír. Sobre esto habla sin ambages, mitad en broma, mitad en serio: “Si alguien te dice que quiere actuar para conocer chicas guapas, tiene más posibilidades de que llegue a ser un gran actor que ese otro que presume de que no puede vivir sin actuar”.

Ese tipo de historias da cuenta de sus primeros años en California. De su aversión hacia California, que es el lugar exacto donde su carrera va a despegar de verdad. No lo sabe, ni siquiera lo espera. A veces los círculos tienden a cerrarse. Hoffman tiene una bala en la recámara de todas formas, y sabe que cuando le manden de vuelta a casa, con las manos vacías, su vecino Mel Brooks cuenta con él para que participe en su nueva producción teatral, un musical titulado Los productores.

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Katherine Ross

Mike Nichols le hace pasar para la prueba. Ni su corazón ni su mente están allí, sino en otra parte, en su pasado lleno de de desaires femeninos y risotadas fanfarronas.

Su compañera de reparto, Katharine Ross, presenta el mismo aspecto de una de esas reinas de la promoción que él odiaba y amaba sin esperanza. Katharine le mira desde el altar de sus tacones, que la hace infinitamente más inaccesible, y resopla con desdeño, porque ese tipo narizotas, bajito y sudoroso va a hacer la prueba para el papel del chico alto e irresistible del que se supone que ella va a enamorarse.

“Parecía tan pequeño, tan mortalmente serio, sin ningún sentido del humor en absoluto y completamente desarreglado. Todo lo que podía pensar es: ¡Esto va a ser un desastre!”, recuerda Katharine, a quien, como cabía esperar, le aguardaba un destino colmado de papeles de chica guapa.

“La bella y la bestia”, comenta alguien desde detrás de las cámaras.

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“¿Preparado, chico?”, es Nichols, desde su silla, sin una sonrisa en la cara.

Dustin Hoffman asiente. Es la oportunidad para la que se ha preparado toda su vida. Y no ha sido fácil. El problema es que esa oportunidad se le presenta con el papel equivocado.

Y como se presagiaba, todo sale mal. Echa a perder las frases, las equivoca de lugar, tartamudea. Mike Nichols pide que se haga un descanso. Se va aparte con Dustin y le aconseja que repase el texto, “al fin al cabo, ni siquiera es una película, sino una prueba que nadie va a ver”. Hoffman practica a solas mientras el resto del equipo come algo y hacen comentarios elogiosos sobre la belleza de Katharine. Vuelven a empezar. ¿Pensaba Hoffman en el sueño frustrado de su padre? ¿No era todo lo que estaba ocurriendo un reflejo de su historia familiar?

“¡Acción!”

La pifia de nuevo. El director apenas da crédito: “Has estudiado las líneas y eres peor que antes”.

La prueba finaliza. El debutante intenta disculparse como puede por esa gigantesca pérdida de tiempo: “Bueno, ya has visto todo lo malo que puedo ser. A partir de ahí no puedo sino mejorar”.

“¡Dios! Eso espero” le replica Nichols sin la menor simpatía.

Hoffman se despide del director con un apretón de manos rápido y desfallecido; para colmo, sus palmas sudadas prácticamente resbalan por la mano de Nichols. Coge su abrigo, temblando de humillación, y se dirige hacia la puerta. Mientras lo hace, una de las fichas del metro de Nueva York se le cae del bolsillo y rueda hacia el estudio. Un miembro del equipo la recoge y va detrás de él.

“Toma, chico, ¡la vas a necesitar!”

Unas fichas semejantes, cuidadosamente enmarcadas, serán el regalo de despedida del equipo de rodaje al acabar la película El Graduado. Porque, como ya es sabido, seis días más tarde Mike Nichols le llama a Nueva York para ofrecerle el papel.

“Lo conseguiste” le dijo por el teléfono, sonando abatido, como si estuviera pilotando un avión en llamas y le quisiera hacer saber a la tripulación que no había forma humana de escapar.

Hoffman nunca entendió si Nichols era un visionario o tuvo un rapto kamikaze cuando lo eligió como protagonista.

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Se rumorea que uno de los productores, Larry Turman, exasperado después de ver docenas de infructuosas pruebas de cámara, tomó las tres últimas, entre las que se contaba la de Dustin Hoffman, y pidió que eligieran una de ellas.

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Larry Turman, Mike Nichols y Dustin Hoffman en el estreno de El graduado.

Pero posiblemente el miedo, más que el azar, jugase la última carta de la baza. Porque mientras todos aquellos que habían leído el libro, concebían una imagen idealizada de Benjamín Braddock, Nichols había decidido que no le bastaba con dramatizar la historia de Charles Webb sino que la iba a reinterpretar a su manera. Quería a alguien que fuese precisamente el opuesto físico de lo que se esperaba. Y de ahí que la confusión y el pánico de Dustin lo colocasen como favorito.

Se trataba de la historia de la Cenicienta con su mismo final feliz: el príncipe Jimmy Braddock rescatando al patito feo Dustin Hoffman. Algunos piensan que a partir de esa película comienza la parte de la biografía que merece escucharse; sin embargo, son los años anteriores de anonimato, su vagabundeo por Nueva York de una audición a otra, donde el temple, el carácter y su conciencia de actor se desarrollaron completamente. El fracaso, por decirlo simple y llanamente, le estaba preparando para el éxito. En la trastienda de las luces de neón y los vasos de champán, están los años verdaderos del actor Dustin Hoffman.

Helsinki, 13 de febrero de 2012

Leer la continuación: II. Bomba de realildad

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