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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia

HOJAS AMARILLAS

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Louise Bourgeois fillete

Se han acumulado tantas hojas secas en mi vecindario, que cuando acudí a la exposición del centro cultural de Caisa, resbalé con ellas y casi me mato contra una piedra. Mi aparatosa caída dejó al descubierto la epidermis rota de Helsinki: por ella se removían lombrices gruesas y furiosas, refocilándose en la tierra podrida. Yo acudía a la invitación de Boris, un negro cubano enorme con quien hice amistad dos años atrás, en los tiempos en que iba a la escuela de lengua para aprender el abecedario finés, y a quien no veía desde entonces.

Recuerdo que éramos una clase pequeña y bien avenida de recién llegados al país y aún estrenábamos mujeres o maridos finlandeses. Todo iba a ir bien. Habíamos desembarcado en la Tierra de las Oportunidades, nuestras Américas europeas. Al final del curso nos despedimos, llenos de grandes proyectos, con la promesa de organizar algún reencuentro. Por supuesto eso fue todo hasta que, tras un largo olvido, Boris nos hizo saber que iban a colgar, junto a otros artistas, unas fotos suyas sobre Cuba.






En la inauguración ofrecían un vasito de ron con cola pero llegué tarde (y borracho) y no alcancé a probarlo. Divisé a Boris con su gorra verde de estrella roja «revolucionaria» y un pequeño pin con el retrato del Che, con sus rastas de color ceniza y su gran sonrisa. Estaba junto a su esposa, su hijo pequeño y su suegro, y nos dimos la mano jubilosos. Hizo las introducciones pertinentes, nos pusimos al día. En estos dos últimos años, me dijo Boris, había madurado como artista y persona. En efecto parecía más centrado y sereno de como le recordaba en clase, mirando en Youtube vídeos de mulatas bailando o escribiendo a las chicas versos manidos que sólo podrían funcionar entre mujeres que no tocaban un libro ni con guantes.

SANNI SEPPO

Me llevó donde sus fotos, que radiaban paciencia, exactitud y mucho entusiasmo frente a los consabidos retratos del malecón de la Habana, las aguas rompiendo junto a un grupo de admirados turistas, los escombros, los coches de otro siglo. Podía imaginarme a Boris con pantalones cortos, sudando copiosamente, sentado inmóvil sobre el muñón de un árbol, con la cámara en alto, igual que ahora alzaba al niño entre sus brazos, victorioso.

También estaba Monika, la chica letona de clase, que me saludó distraídamente mientras vigilaba a su hijo. Y el kurdo rapero que ahora iba de la mano de una gorda besucona. Y la chica iraní, luciendo su silueta de embarazada. Con tantas familias sueltas, aquello iba pareciendo más un jardín de infancia. Yo continuaba siendo un tipo que apestaba a alcohol, anclado en el mismo punto en que me encontraba al principio. Pensarlo me dio sed.

No daban las ocho cuando la gente empezó a despedirse (¿Ya? ¡Si acababa de llegar!). Boris estaba como soñoliento y le dio un abrazo agradecido a Monika mientras sus hijos respectivos se sacaban la lengua.

—Boris, no nos vemos desde hace mil años. Vamos a dar una vuelta —propuse.

Le vi hablar con su mujer y a su mujer girar la cabeza en mi dirección y morderse el labio preocupada. Boris me dijo que tenía permiso para el tiempo de una cerveza pero nada más que una.

La culpa no fue del toda mía. Lo cierto es que lo hicimos mal desde el principio. Mezclamos la cerveza con el vino que servían en Vapiano. En los baños, Boris observó de reojo a otro latino que entraba teléfono en mano y tecleaba un mensaje furtivo. Boris despreciaba su aspecto, el color caribeño, ese ADN masculino que nos obliga a mentir, a seguir buscando entre las ruinas de nuestra propia desesperación. Luego me preguntó: ¿Hasta dónde llega el colmo de la maldad? Me encogí de hombros porque sospechaba que no existía tal cosa. Pero qué iba a saber yo si era el más miserable de los dos.

                                                      Linder Sterling

Dimos un sorbo al unísono y nos dispusimos a volver a casa cuando llegó aquel sueco ofreciéndonos un poco de nuuska, un estupendo chute de nicotina envuelto en una minúscula bolsa de té. Así, claro, no podíamos irnos a casa, demasiado eufóricos a la hora en que se encienden las luces y se apaga la magia de los bares Y además todos esos finlandeses habían dejado sobre la mesa sus cervezas sin tocar a 6 euros la pinta y permitirlo era como darle una patada en la barriga a un niño hambriento. Así que discutimos con el portero, le robamos unos minutos, terminamos las bebidas de los otros, y salimos trastabillando, prácticamente ciegos, sin trenes ni autobuses que acudiesen al rescate.

Las putas orondas y feas de la esquina de la calle Yrjönkatu se reían de nosotros. Boris se abría la camisa y les mostraba el torso musculado. Pegarle o acostarse con él debía ser como hacerlo contra una barra de hierro, pensé. Las putas se ponían a chillarle insultos y yo les tiraba a las piernas el suelto de mis bolsillos. Las monedas tintineaban, las mujeres lanzaban patadas al aire, descubriendo muslos blandengues y medias rotas. Los finlandeses se paraban a mirarnos, creo que nos sonreían porque el alcohol también hizo que aflorase su propio submundo infernal.

La mujer de Boris le llamó al móvil preocupada o histérica, y él contestó malhumorado:

—¡No me digas lo que tengo que hacer! ¡Yo soy un negro libre! ¿Oíste?

Ella colgaba furiosa pero volvía a llamarle a los pocos segundos. Boris se reía, me mostraba el teléfono entre sus dedos gruesos, sus dedos de artista, como si también sostuviese la cabeza imaginaria de su esposa. Puso la mano sobre mi hombro y dijo que se alegraba de haber salido conmigo y que de ahora en adelante las cosas iban a ser diferentes porque al fin había mordido la correa que lo tenía sujeto.

—Ni siquiera mi nombre es español —me dijo con orgullo—. Vosotros, malditos españoles colonizadores no habéis llegado a quedaros ni con mi espíritu ni mi nombre.

Nos echamos a reír. Boris se abrió los pantalones y soltó un chorro de pis en mitad de la plaza de Kamppi. Quería escribir su nombre de guerrillero invicto, sin cadenas políticas o emocionales, allí donde todos pudieran leerlo, en una de las arterias principales de la ciudad. Yo también escribí mi nombre al lado del suyo. Helsinki vibrando con nuestro latido y grafitis de orina, parecía más bien la escena de un crimen. Advertí miradas llenas de odio a través de la oscuridad. Sabía lo que estaban pensando, y tenían razón: malditos inmigrantes. Sí, malditos, en esa noche tan larga y en ese frío, sin mujeres a la vista, con los bares cerrados, el teléfono de Boris recriminándole en el bolsillo. 

Era como estar dentro de uno de los poemas de Eva Vaz:

«La fiesta se ha acabado

y ya no reímos

porque no tenemos motivos

(…)

Ahora sólo quedan los huesos

de la fiesta

como un puzzle con las piezas

esparcidas.»

Philippe Jusforgues

 —Llevo invernando desde que llegué aquí —dijo Boris con los ojos brillantes—. Pero ahora estoy despierto.

Entonces me habló de Monika. Monika, la letona. Monika, la del curso.

—Voy a llamarla un día de estos. Le voy a decir que salga conmigo.

—¿Pero te has enamorado?

—¿Yo? Acere, no tengo edad para enamorarme —se rió amargamente.

Sí, lo estaba. Yo también he dicho esa clase de cosas cuando estaba enamorado. Y luego me he reído amargamente.

Pero eso nos pasa porque seguimos confundiendo el corazón con la polla. Maldito Boris y malditas sus neuronas ahogadas en el semen contenido de su vida monógama e inocente. No era un negro libre como proclamaba, seguía siendo un negro enamorado de su pinga. Y la pinga, de la mujer equivocada.

väri kasvoilla SANNI SEPPO

—Estoy harto de mi esposa, Miguel. Mis ganas de vivir se han evaporado. Necesito volver a ser quien yo era en mi isla.

—¿Pero cómo te vas a meter en eso? ¿Monika? Es un ama de casa que aspira a trabajar de cajera en el supermercado. ¡Es una trampa! ¡Es un coño con dientes! —le grité (con mis respetos a las amas de casa que malgastan sus vidas y a las cajeras tan diestras en pasar bajo el lector láser los productos de compra).

Linder Sterling

Boris hizo un gesto desdeñoso, porque pensaba que yo no sabía de lo que le estaba hablando, que lo decía para salvar su matrimonio (me importaba una mierda su matrimonio) o para que no fuese a llorar sobre mi hombro. De lo que él no se había enterado —y lo va a hacer en este preciso momento, mientras lea estas líneas—, es que me había acostado con Monika alguna que otra vez al salir de la escuela, que sobre la almohada (y no me siento orgulloso de esto) bromeamos al referirnos a Boris y sus atropelladas tentativas de conquista (pasando por su lado y tirándola del pelo con fuerza desproporcionada; ofreciéndose a llevarla en su coche los días de lluvia; sus chistes verdes que terminaban pareciendo la sinopsis de una peli porno. «¿Por qué a los hombres os gusta tanto hablar de sexo? ¿Cuántos años tenéis?», me preguntaba Monika mientras follábamos).

Philippe Jusforgues

Monika y yo no teníamos nada en común, aun el sexo era frívolo, desapasionado, como si los dos estuviésemos pensando en otra cosa. Luego dejé de contestar sus llamadas y a rehuirle la mirada en clase. No había nada que recordar y por eso casi me había olvidado del todo. Ella quería un padre para su hijo y un poco de compañía mientras miraba la televisión y tejía unos calcetines gruesos. Ella quería algo como un hombre-gato, un tipo domesticado al que podía acariciar el lomo. Era exactamente como mi ex mujer. A su lado me esperaba una larga vida placentera si el aburrimiento no me mataba antes. Por eso necesitaba salir corriendo de esa casa en llamas.

Allí, como desnudos, Boris y yo hablábamos en idiomas opuestos. En unas horas regresaría donde su mujer, discutirían, se castigarían en silencio unos días y eso sería el fin del incidente. Nos miramos con rabia y sueño. Dos años es mucho tiempo. Ni siquiera éramos amigos.

Me acordé de las hermosas hojas amarillas que también esconden algo. Boris siguió gritándome sobre Monika. Era como si en vez de palabras escupiese hojas secas y por donde yo creía ver una boca asomasen las lombrices ciegas de un agujero enfermo y profundo.

 Helsinki, 21 noviembre, 2013

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas


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