INTERLUDIO (I): Con diez años menos
Por Miguel Cristóbal Olmedo
«… era capaz de creer en el pecado sin creer en Dios”
Jack Kerouac y William Burroughs, “Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques»
❝Los otros pasajeros se apresuran hacia la puerta de embarque como si fuesen a llegar antes. Yo me quedo sentado un poco más observándoles hacer, con vergüenza ajena, una fila que avanza dolorosamente (como si no tuviesen bastante con ser tratados de criminales en la aduana), y me levanto sólo cuando la sala está casi vacía y desde los altavoces se hace un último llamado para rezagados habituales como yo. Se vuelve a producir otra aglomeración que no hay forma de evitar cuando estamos a unos pasos de ser recibidos en el avión. Y como siempre hay una mujer latinoamericana con su inquieto hijo de puta de dos años que vomita en el mismo corredor de embarque y se pasa el viaje llorando y dando por culo al resto del pasaje.
Despegamos hacia Madrid. ¿Es esta una buena forma de comenzar, diciendo “hacia” para no tener que elegir entre “voy a” o “regreso”? Cuál sería el verbo más exacto.
Hace cinco años que no he pisado mi casa, o la que ya es la casa de mis padres a secas, la casa de la infancia donde están los restos de otra persona por la que todos me conocen y reclaman. Quizás por eso uno aplaza tanto esta clase de viajes, para no mirar en el interior de un espejo donde nadie se reconoce.
La gente se precipita al baño, como si el despegue hubiese reducido el tamaño de sus vejigas. El tipo de al lado lleva consigo su propia almohada gigante y tengo la impresión de que quiere pasarse las vacaciones soñando. Las azafatas van a la parte del fondo y arman sus carritos desde el que ofrecen bandejas de aluminio con comida calentada. Les lanzo sonrisas que no les llegan de ninguna manera. Pido vino. Lo sirven en un vaso de plástico que bebo muy rápido y escondo en la malla del revistero del asiento. Le pido otro vaso de vino a la siguiente chica. Mi compañero de asiento frunce el ceño y no dice nada, enfrascado en la lectura de un periódico español. En la portada se sigue hablando de la crisis económica en términos más pesimistas si cabe. Las azafatas, sobre ese minúsculo pasillo que hace de la espina dorsal del avión, nos alargan catálogos de productos inútiles. Los aviones van camino de convertirse en los supermercados de las nubes.
Me he descalzado, costumbre que he aprendido a valorar desde que vivo en Helsinki, y por eso también, cuanto más cerca estoy de casa, más extranjero me siento. La vibración de la cabina sintoniza con mi estado de ánimo. Sería más fácil si a mi avión se lo tragase la oscuridad. Mis padres seguirían en el aeropuerto esperando una versión idealizada de mí mismo. En su lugar, la cabina se inclina hacia un lado y el comandante nos hace mirar por las ventanillas la panorámica de Madrid, que es un gigantesco mapa repleto de luces de bombilla baratas.
Mientras emprendemos las maniobras de descenso, me pongo a pensar en un grupo de lectores que me ha pedido por e-mail otro tipo de cuentos un poco más alegres, con chascarrillos y equívocos felizmente resueltos, algo que suene musicalmente jovial y fresco porque bastante tienen ellos con su propia vida. Quieren leerme y sentir que han estado pasando el día de fiesta. No quieren pensar en cosas tristes. Dicen que mis personajes siempre andan perdiendo. No les echo la culpa. ¿Pero qué otra opción tengo? me estoy preguntando. Ganar es un rollo.
La cabina se queda a oscuras y las luces que indican las puertas de salida, prohíben fumar y recuerdan abrocharse el cinturón resplandecen con intensidad siniestra. Sobre las azafatas, revisando por última vez que los compartimentos de equipaje de mano estén debidamente cerrados, desciende una aureola de severidad y devoción. No sería el mejor momento de pellizcarles el culo. Pero quizás eso divirtiese a los lectores. Eso y un beso robado al salir. Besar a alguien todavía no es delito, o puede que sí. Ahora cualquier cosa se toma como un acto de terrorismo. Recuerdo a los agentes de seguridad debatiendo sobre si está permitido llevar un sacacorchos en cabina o, por el contrario, puede ser catalogado como un arma mortal. Estamos amenazados por terroristas con sacacorchos, urdiendo meterle mano a las azafatas de culo cuadrado. Es de risa, o quizás lo parezca gracias al alcohol y la altitud.
En cuanto a mi familia, no les encuentro demasiado cambiados gracias a la frecuencia con que nos hablamos por Skype. Tal vez un poco más encorvados. Mi madre me revuelve el pelo con la excusa de peinarme, pero lo que hace es buscarme canas y gastarme una de sus bromas. Mi padre y yo nos damos un abrazo combinado con fuertes y varoniles palmadas en la espalda para que la cercanía no se vuelva incómoda. Me pone las manos en los hombros y nos quedamos mirándonos, intentando comprender de inmediato qué ha sido de nosotros en estos cinco años.
Me preguntan por mi trabajo y si estoy saliendo con alguien en serio. Lo hacen todas las veces, como si de unos días a ahora las cosas hubiesen cambiado de forma drástica. Les respondo vagamente porque no es tiempo de dar explicaciones ni creo, además, que vaya a dárselas nunca más. Es su manera de quererme, la extravagancia de la paternidad. El binomio trabajo-amor (sí, en ese orden) es su refugio antinuclear.
Mi padre conduce despacio, pasa al lado de mi colegio y pregunta, ¿te acuerdas? Pasamos al lado del ambulatorio y pregunta, ¿te acuerdas? Y luego pasamos por el centro cultural y el parque de enfrente donde salíamos en familia a comer pipas los domingos. Hay otros rincones que ellos no conocen y me provocan recuerdos más dulces pero es cuestión de que los recorra yo sólo, cuando nadie esté delante, porque no lo entenderían.
En casa miramos fotos antiguas y nos reímos jubilosamente nostálgicos. Entonces mi hermana y yo éramos delgados y comíamos mal. Sigo queriéndome ver como aquel niño escuchimizado sin los años y los kilos que se suman. (“Te va a llevar el viento, si no te acabas lo del plato”, me asustaba mamá). Nunca debí hacerme mayor. Los espejos mienten. Mi alma sigue siendo la de un joven de dieciocho años y cuando deje de ser ese joven, también me habré quedado sin alma.
Mi hermana nos cuenta en la cena de bienvenida que su mejor amiga (una de sus varias “favoritas”), a la que conoce desde que hacía novillos en el instituto, se va a divorciar. Esa noticia la ha hundido en la consternación y supongo que también le proporciona un gozo minúsculo que esconde, porque la amistad tiene un lado competitivo y mezquino. Me imagino a mi hermana en brazos de su novio, reafirmándose en que ellos no dejarán que les pase algo igual. Las promesas sobre el mañana son el refugio antinuclear de los amantes.
Ella conoce mi vena morbosa y espera una batería de preguntas de mi lado de la mesa. Puedo anticiparme a sus respuestas, sin embargo, porque conocí a su amiga y al marido y hasta fui a visitarles poco después de que tuvieran su primer y único hijo. Así que no pregunto nada, afirmo:
—Le ha dejado ella a él.
—Sí.
Porque hay otro.
Mi hermana se muerde el labio inferior, hincha los carrillos y juega con ellos, reflexiona a su modo antes de hablar:
—Ha conocido a alguien en el trabajo. Pero hace mucho tiempo que las cosas no les iban bien.
Claro, su amiga siempre ha estado la mar de buena, aun después del embarazo. Y él era un tipo callado, con una tripa de cuarentón cuando no había cumplido los treinta. Uno de esos hombres de la vieja escuela que trabajan como posesos y no se preguntan el por qué. Los dos tan jóvenes y ella con ganas de seguir de pachanga, beberse sus cubatas y de hacerse la ofendida cuando le miran el escote.
No quiero seguir con la conversación porque me hace sentir un poco culpable. Cada vez que alguien de la familia menciona la palabra divorcio, también están pensando en el mío, en mi separación misteriosa porque mi ex y yo nunca discutíamos y siempre nos veían pasear de la mano. Ni siquiera en los últimos momentos dejamos de hacer el amor una vez por semana. Pero no fue algo que sucediera de repente. Esas cosas se gestan durante mucho tiempo en la oscuridad opresiva de la alcoba, mientras el otro duerme. Por eso no hago ningún comentario socarrón acerca de su amiga (juzgarla a ella, reírme de ella, sería hacerlo también conmigo) y desvío con disimulo la conversación hacia derroteros más amables.
En casa no hacemos mucho salvo mirar la televisión y disfrutar de los platos de mi madre, o lo que ellos llaman “compartir espacio”. Mi madre ensalza las virtudes del libro electrónico por encima del libro de papel (el cambio de letra, la iluminación propia de la pantalla… ) y yo desisto de pelear porque nunca más voy a tener unas paredes propias, un lugar seguro donde apilar todas mis pertenencias y continuar haciendo torres de libros. Los libros eran mi refugio antinuclear. Pero de eso hace mucho. Ahora no tengo refugio.
Me doy cuenta de que no sé absolutamente nada de otros españoles, no entro en contacto con la actualidad del país salvo a través de las mentiras que escupe la pantalla de color a la hora del noticiario y eso también puede hacerse desde Helsinki, así que cuando comparo en dos bloque a finlandeses y madrileños, en realidad estoy usando a mi propia familia como referencia. Estoy comparando mi vida de fugitivo con mi antigua vida doméstica.
Hago las paces con el tiempo en una de esas largas sobremesas jalonadas por chupitos, trozos de turrón, un vaso ocasional de moscatel y el inevitable café con leche, dejando el mantel con el aspecto de un campo de batalla. Echaba de menos ese desorden y esa vagancia después de la comida, seguir el hilo de una conversación que no va a ninguna parte mientras fuera atardece y vuelven a encender las farolas junto a la decoración navideña, cada vez más espartana, colgando de los árboles secos, y suenan los petardos, y los perros del vecindario aúllan de miedo.
Mi madre se deja el bolso en el restaurante al que les he invitado. El camarero nos lo entrega con tarjetas de crédito, documentación, todo, cuando volvemos nerviosos a buscarlo. Este es el tipo de cosas que suele pasarle a mi madre, pero a ella le escuece especialmente porque no quiere que pensemos que se hace vieja y entonces mi hermana y yo nos miramos casi de reojo, adivinándonos el pensamiento y sintiendo la misma tristeza a la par. Mi hermana tiene un libro titulado: “Cómo ahorrar sin perder la cabeza” y mi padre, otro de autoayuda que enseña a evitar que las malas noticias le afecten. Eso dice todo de la situación de mi familia.
En el umbral, el tío Julián y yo nos saludamos con la misma simpatía de un par de extraños cuando se les presenta. Es Nochebuena y la familia está al completo.
—Hola, Miguel, ¿qué tal la vida? Cinco años zascandileando por el extranjero, pillastre.
—Pues sí, pues sí.
—Vaya vidorra te estás pegando. Pasa, vamos, pasa.
No vale la pena argumentarlo. Cinco años son cinco años. En ese tiempo o en menos, nos hacemos hombres o viejos.
El tío Julián quiere narrarme su conversión al ateísmo. Nos escuchamos a medias porque el jolgorio invita a diseminarse. Conferenciamos a voz en grito.
—Dios ha muerto en este hogar —dice tajante.
Antes participaba en el coro de la parroquia y hablaba con nosotros de las Escrituras y del Cristo revolucionario. Llevaba el pelo y la barba largos y se hacía llamar «nazareno». Luego salió con una chica del grupo de amigos de allí y las cosas no salieron como esperaba. Han desaparecido los crucifijos y las Biblias de la utilería de la casa.
La mesa de los niños –“los apestados” solíamos llamarnos a nosotros mismos— está ocupada por jóvenes apuestos que presumen de sus primeros novios y es donde transcurre la fiesta de verdad. La mesa de los adultos parece un poco más lejana, como una bolsa de plástico a la deriva, incapaz de contener el océano. Mi madre y sus hermanos hablan de sus nietos o callan para escucharnos conversar. Los villancicos se cantan rápidamente y mal, a nadie le importaban demasiado porque parece una tradición agotada, cuyo testigo posiblemente recojan los niños pequeños que juegan a ratos en otra habitación, reaparecen de cuando en cuando, nos observan como si hubiésemos salido de un libro de fantasía. Las cervezas son insuficientes y el vino se consume antes de los postres. Se ha suprimido del menú las ostras y los langostinos. Todos estuvieron de acuerdo porque el año anterior pagaron treinta euros por cabeza y esta vez sólo la mitad.
La noche termina demasiado temprano y las primas se despiden a velocidad supersónica dado que sus hijos empiezan a mostrar síntomas de cansancio en su forma de dar el coñazo. Me dan un trozo de guirlache que no pruebo en mucho tiempo, y descubro que me sigue gustando, tal y como solía hacerlo de pequeño, o eso me cuentan. A mi madre también le gusta el guirlache, e incluso a mi abuela, aunque ya no pueda preguntárselo para cerciorarme. Somos una familia de guirlacheros, si puede decirse así. El sabor del dulce me emociona. Mi infancia está contenida en ese pedacito de almendra y caramelo. Lo mastico bien y después lo engullo. Ya está. Me he comido mi infancia, irradiando azúcar por mi aparato digestivo. Y en un rato iré al baño a desprenderme de ella de una vez por todas.
En general se trata de una Nochebuena exactamente igual a las que recuerdo. Las fotos que nos hacemos podrían intercalarse con las de otros años, sin que nos diésemos cuenta. Las diferencias son pequeñas pero anteceden cambios más importantes y que ninguno menciona: El repertorio de Silvio Rodríguez con el que lleva deleitándonos mi tío Julián (asistido esta vez, como relevo generacional, por su propia hija) no me proyectaba necesariamente hacia esas noches de juventud haciendo un corro alrededor de la chimenea. Me siento algo ajeno a ese momento, desprovisto de la carga sentimental y el aura “tempos fugit” que acompaña al resto.
[youtube https://www.youtube.com/v/JfPRFrk6bOw?feature=player_detailpage&w=800&h=450]Se rompe una cuerda de la guitarra y Julián va y viene de su cuarto con otra de repuesto. En el intervalo, una pausa de silencio y soledad inesperados, han vuelto a pasar como otros cinco años. Cinco años y todo sigue igual: mi madre fumando en el balcón de la cocina, la tía Andrea metiendo la vajilla en el lavaplatos. Tíos y primos (no nos queda ningún abuelo) simulando posar para la misma fotografía. Julián gira la clavija y tensa la cuerda como en un potro de tortura. Acerca el oído y canta con voz temblorosa “Con diez años menos”, contagiando a todos ese mismo nudo en la garganta que disimulan mirando hacia sus platos. Yo me siento un extraterrestre. Con diez años menos era aún más gilipollas, y creo recordar que también lo era el tío Julián.
Llamo a mis compinches de siempre pero tienen otros planes. Cruzo Europa de norte a sur y no tienen la decencia de acompañarme estas noches. Solamente consigo citarme con Natalia y Raúl, que para colmo quieren verme el mismo día.
Esperaba algo más de mi pandilla. Una fiesta de recibimiento y todo eso. Encuentro terapéutico eliminar falsos recuerdos y expectativas sobredimensionadas. Si yo he dejado de importarle a mis viejos compañeros de facultad o trabajo, no es menos cierto que tampoco ellos me importan tanto como supuse. Está el hábito de decir que nos echábamos de menos pero eso sólo quiere decir que sentimos nostalgia por la persona que fuimos y nuestra forma perecedera de ver las cosas.
Con diez años menos… La guitarra del tío Julián ha conseguido perforarme cabeza.
Le pido a la compañía telefónica que rescinda mi contrato. Me hacen varios ofrecimientos suculentos pero no sirve de nada. Pierdo el número de teléfono que todos mis conocidos aún guardan, el cordón umbilical con otra vida.
Natalia, Nati la digo, es una amiga de tiempos revueltos. Nos liamos una vez estando tan borrachos que ninguno de los dos lo recuerda exactamente. Quedamos en una de las terrazas del barrio de Malasaña y pedimos un tinto que nos sirven en una botella descorchada (y probablemente no haga honor a su etiqueta). Fingimos no advertirlo y disimulamos la acidez con tres cuartos de casera en las copas.
—Bueno, aquí estás –me dice, abriéndome los brazos al mundo, a Madrid, a la calle.
—Sí. Y esto sigue igual, ¿verdad? –Aunque en realidad no estoy seguro de poder acordarme de qué aspecto tenía este sitio hace cinco años—. Tanto que he escuchado hablar de la crisis y…
—¿Sí? –puedo sentir sus garras asomándose.
—La gente sigue yendo de tapas, los centros comerciales están llenos… Parecen más felices que en Helsinki.
—Hablas como un portavoz del Gobierno. La vida de mucha gente se ha detenido y la de otra puede hacerlo en cualquier momento. Muchos negocios familiares han cerrado. Las condiciones laborales son de chiste. ¿Y no te has enterado de los desahucios? ¿El porcentaje de paro? ¿Los suicidios? Y la Seguridad Social es… No, dejémoslo, ya sé que estos temas no te interesan más.
Nos callamos dando la oportunidad al camarero de ponernos una tapa de patatas bravas. Luego ella regresa al mismo tema porque no sabe darse por vencida:
—Los cambios van por dentro. Hay una miseria que asoma y otra que no se ve tan fácilmente. A nadie le gusta ir mostrando su desesperación. Y tú vienes de turista. –Dice “turista” en tono de insulto.
—¿Y qué hay de malo en ser un turista?
—Que los turistas no se enteran de nada y se cansan rápido de todo.
Los coches subidos a la acera se me antojan siniestros. La oscuridad en su interior es total y no puedo discernir si hay alguien mirándonos a través del parabrisas. A finales de los 80 (y quizás ahora, durante esta penuria, vuelva a suceder), descubría al regresar a casa a tipos enjutos pinchándose heroína. No te prestaban atención aunque siguiesen circulando historias acerca de aquella amiga de alguien fue capturada y violada repetidas veces. La asociación de padres comentaba en el colegio los rumores acerca de tipos que saltaban la valla del patio de la escuela y ofrecían gratis calcamonías con droga y silbatos sospechosos que uno hacía sonar soplando por la nariz. Ahora produce risa tanta histeria y desconocimiento, pero fue parte del saldo negativo que se cobró el país en su despertar democrático y sexual: yonquis refugiados en automóviles y puentes, agujas hipodérmicas en los parques, el fantasma de las enfermedades venéreas vagando por los cementerios. Y de eso también participa mi infancia. La vecina de arriba, unos años más mayor, había muerto tiempo atrás de una sobredosis.
Natalia y yo compartimos un poco de nuestro presente, con cautela, porque nada es lo mismo aunque misteriosamente lo parezca. Sale con un italiano desde hace diez meses, lo cual es un record, y está encantada porque le cocina cada noche. Además trabaja en IBM y está a la par harta y agradecida, como cualquiera de los españoles que mantiene su trabajo. Acaricio el sudor frío del vaso y le digo que en realidad lo que le falta a este país es quejarse más alto y su problema está en que se dan por satisfechos con muy poco. Como cabe esperar, ella me reprocha lo fácil que es hablar cuando uno no vive y sufre aquí. Decía Larra: «escribir en Madrid es llorar». Luego se pegó un tiro frente a la insostenible visión de su reflejo. Yo solamente lo he dicho para provocar en ella cierto consuelo y verla cerrar su puño y alzarlo en alto, como cuando éramos estudiantes. Pero no ha funcionado. A Natalia le parece que he cambiado: soy más frívolo y me intereso menos por los asuntos universales o el bienestar de la mayoría. Es verdad, por eso no digo nada y juego con un hueso de aceituna (que algún otro sentado a la mesa antes de nosotros ha masticado hasta dejarlo desnudo). Ella me recuerda mis días como anarcosindicalista, repartiendo folletos, organizando piquetes informativos en días de huelga y arrojando a los pies de los empresarios monedas de un céntimo al grito de rastreros.
—En los e-mails —me sigue reprochando —ya sólo me hablas de chicas. O de drogas.
Dice que me he obsesionado por la banalidad y la vida no es un eterno fin de semana.
—Ya lo sé —respondo con brusquedad—, es una puta resaca.
Ella no sabe cuándo empecé a cambiar, a volverme tan apático, si fue antes o después de salir del país. Yo tampoco me acuerdo porque hace tanto de eso. Donde no hay ningún enigma, y ella lo sabe, es en la razón para esa transformación: uno se cansa de soñar con lo imposible y de salvar a quien no quiere ser salvado. A veces la indolencia es el resultado pragmático de que te hayan dolido demasiado las cosas, de que todo te importase. Natalia sigue teniendo esperanza en algo aunque no sea capaz de precisar en qué. Me conmueve que me conozca tan bien y me entristece por la misma razón. Quizás ya sólo quede de mí la faceta del miserable. Por eso si miro al cielo no es esperando ningún milagro sino al meteorito que caiga y nos barra de la faz del planeta. Y mientras entretengo mi tiempo y este vacío (y es un vacío inmenso, no lo subestimo) en las frivolidades que Nati me echa en cara: mujeres y drogas, sí, por qué no. Los cabrones se siguen saliendo con la suya y Natalia y yo estamos como atrapados en esa terraza de verano cuando en realidad hace frío.
Le digo lo que pienso y por eso me da una palmada en la mejilla en plan de broma, dice que no debería pensar en esas cosas. Me mira con detenimiento, intentando adivinar si en verdad lloro detrás de mi máscara de impasibilidad. Y yo le sonrío para que no albergue ilusiones, disfrutando de la luz cobriza, reconfortante y mediterránea.
Ella me hace una confesión, que ya sabía de todas formas pero hubiese agradecido que guardara para ella:
—Eres amigo mío pero… no estoy segura de que seas una buena persona. Tienes ese lado tierno y ese otro lado de cabrón. Me parece que para que alguien encuentre tu parte buena, también debe pasar por capas de crueldad gratuita. Vas a hacer sufrir a mucha gente que no tiene la culpa de tu desencanto.
Asiento, finjo que medito el consejo aunque sé que tengo mi destino fijado. Me doy cuenta de que no volveremos a vernos más, de que no voy a escribirle más correos. Natalia apoya sus brazos suaves y ligeramente velludos sobre la superficie metálica y vuelve a preguntarme qué pienso y esta vez no le contesto, o si lo hago es con una mentira cualquiera. Por eso expulso a Natalia de mi relato (o ella a mí del suyo) y agitamos la mano… no, no es verdad, ni siquiera nos damos la vuelta para mirarnos, ella se aleja dando por buena cualquier despedida, zambulléndonos cada cual en nuestras propias complejidades, en realidad bastante sencillas, y la pierdo de vista como dos barcos viajando en noches distintas.
Todos tenemos momentos bajos pero me sorprende descubrir que estas navidades no están siendo uno de ellos. No hay nada como volver al pasado para sobreponerse a él. Con diez años menos todo habría sido igual, y hasta un poco peor.❞
Helsinki – Madrid, 30 de diciembre, 2013
Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas
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