El héroe anda suelto (Targets). A finales de los sesenta, un crítico de cine estadounidense llamado Peter Bogdanovich realizaba su primera película como cineasta siguiendo los pasos de su admirado François Truffaut. Si en Europa la Nouvelle Vague supuso una profunda renovación del cine clásico, al otro lado del Atlántico una nueva generación de cineastas, conocida como Nuevo Hollywood, trazó nuevos caminos para el cine americano. Entre sus miembros se encontraban Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Dennis Hopper y Peter Bogdanovich.
Escrito por Javier Urrurutia
Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas
Soy una pieza de anticuario.
—Byron Orlok
El héroe anda suelto es un brillante thriller con agudas reflexiones cinematográficas y sociológicas dirigido, producido y escrito por el propio Bogdanovich, que interpreta en la película al director de cine Sammy Michaels.
Se trata de una obra excelente por sus méritos fílmicos, de un agudo retrato de la sociedad del momento y de un documento sobre los cambios que experimentó la industria del cine y el gusto del público americano de la época.
Hacia el final de la película, en una de sus secuencias más impactantes, un francotirador, oculto tras la enorme pantalla de un autocine, dispara a la masa de espectadores que miran una película de terror, protagonizada por una vieja gloria del género. En esa escena crucial se encuentran los dos epicentros sobre los que gira la trama: Bobby Thompson, el joven francotirador obsesionado con las armas que acabará perdiendo el juicio, y Byron Orlok, una vieja estrella del cine de terror que presencia el estreno de su película desde el interior de su coche.
Uno de los aspectos más originales del metraje es su montaje en paralelo, claramente dividido en dos líneas de acción, cada una de ellas protagonizada por un personaje, el joven por un lado y la vetusta estrella de cine por el otro, que únicamente se encuentran al comienzo y al final de la película.
Al comienzo, convergen en una brillante escena inicial:
Tras el decepcionante pase privado de su última película, el anciano actor Byron Orlok sale a la calle donde le espera su coche privado. Una mirilla anónima le apunta y le dispara. El arma está descargada. Vemos la cara de Bobby Thompson que se encuentra probando un rifle en una tienda de armas de la calle de enfrente.
Toda una metáfora de los profundos cambios sociales de la sociedad de la época, donde los jóvenes aniquilan a sus modelos del pasado. Todavía cobra mayor impacto el recurso de Bogdanovich, cuando el joven Bobby apunte a su propio padre cuando ambos estén practicando tiro, toda una premonición de lo que ocurrirá más adelante.
Thompson y Orlok, cerrando un círculo perfecto, volverán a encontrarse en el angustioso desenlace final del autocine en una memorable escena en la que se revela la verdadera naturaleza de ambos (el niño malcriado y el hombre adulto). Mientras tanto, hasta llegar a ese clímax final, nos adentraremos en sus respectivos mundos alternadamente. Y en esa sucesión descubriremos cómo se relacionan en sus respectivos hábitats, unos macrosistemas en los que no acaban de sentirse a gusto, uno dentro de la industria del cine y el otro dentro de una típica familia americana. Esa incomodidad de los protagonistas en sus propios espacios le da a la película un halo de melancolía y de nostalgia que impregna cada una de sus escenas.
Boris Karloff, mítica leyenda de las Horror Movies de la Universal, es el encargado de dar vida en la ficción al actor Byron Orlok.
Así que nos encontramos con una película en la que un director de cine interpreta a un cineasta (Bogdanovich/Michaels) y a una mítica estrella del terror que se interpreta a sí misma (Karloff/Orlok), por no mencionar el guiño a Nosferatu (Friedrich W. Murnau, 1922), que respondía al nombre de Conde Orlok. Todos estas alusiones metacinematográficas no son un simple juego de complicidad con el espectador, sino que responden a un elaborado discurso teórico sobre la evolución del cine y de los propios EUA.
Con un estilo sobrio tras la cámara, cercano al documental, que evita cualquier virtuosismo, el director americano realiza un acertado retrato psicológico del asesino en serie y una lúcida fotografía de la familia media americana que constata el fracaso del american way of life de los ‘50.
En el metraje, la sombra oculta de la familia típica americana emerge a la superficie en forma de psicosis en el joven Bobby Thompson, que asesina indiscriminadamente y sin ningún motivo aparente a su propia familia, lo que resulta desalentador para el espectador, que no tiene ningún motivo claro que dé respuesta a la conducta del joven.
Las razones por las que lo hace son invisibles o están ocultas tras la superficie de las cosas, siendo éste uno de sus máximos aciertos: el huir de explicaciones psicológicas de manual o de caracterizaciones excesivamente simplonas del psicópata, como la del loco inadaptado. En este caso nos encontramos con un individuo aparentemente normal que se revela contra la supuesta perfección de su modelo familiar, un joven alienado por su propio sistema social y familiar, víctima de una sociedad enferma, carente de valores sólidos más allá del consumismo, que esconde las fatales consecuencias de la guerra del Vietnam a sus ciudadanos y que se esconde de sí misma mediante la televisión, la ficción, la religión y la violencia (el culto a las armas), comportamientos sistémicos de los Thompson subrayados en la película.
De esta caracterización se extrae una lectura pesimista sobre la sociedad moderna, una denuncia sobre la incipiente deshumanización de los jóvenes y del propio sistema por el peso de una realidad terrible (guerras tapadas por los medios de comunicación, asesinos mitificados por los mass media).
Por su retrato sobre la figura del asesino en serie la película guarda relación con obras maestras precedentes como M, el vampiro de Düsseldorf (Fritz Lang, 1931), El fotógrafo del pánico (Michael Powell, 1960) o Psicosis (Alfred Hitchcock, 1960).
En el otro extremo de la balanza, Orlok/Karloff es la figura de un tiempo que ya no existe, el último héroe de un mundo en descomposición que ya no sabe ni se acuerda de soñar.
Es una figura de cera viviente, el residuo de un tipo de arte que a finales de los sesenta había pasado de moda, un cine poético y lírico, todo un homenaje a un actor desperdiciado como Karloff, quien apenas pudo demostrar su destreza como intérprete más allá de los ramplones papeles que le ofrecían. Especialmente conmovedor resulta el momento en Orlok/Karloff cuenta una antigua leyenda sirviéndose de su voz y de su capacidad para emocionarnos, remitiendo a los cuentacuentos, a los aedas o a los poetas de antaño. Pero el mundo en el que vive Karloff, el de la industria del cine, también es un mundo extraño para él: se hospeda en elegantes hoteles, viaja en coche de un sitio a otro, se ve obligado a cumplir estúpidos contratos y se rodea de gente que sólo habla de cifras e ingresos, a excepción del joven director Sammy Michaels, alter ego de Bogdanovich, quien lo admira profundamente.
El héroe anda suelto es una película fundamental para entender el cambio de rumbo del terror de finales de los sesenta: de lo sobrenatural y sugerente del terror clásico, cuyo paradigma fue el monstruo, a lo realista y violento del terror moderno, cuyo figura principal será el asesino en serie.
Byron Orlok es un hombre de otra época, de una época donde las personas se asustaban con Drácula porque todavía existía la capacidad de asombro en el espectador, porque el hombre todavía creía en la belleza del mundo, e incluso en la belleza de sí mismo.
En la película, Byron Orlok le dice a su amigo, el director Sammy Michaels:
—El terror que yo hacía ya no da miedo. Mira esto— (pasándole un periódico).
Titular del periódico: Joven mata a seis personas en un supermercado.
—Nadie le tiene miedo a un monstruo— sentencia con tristeza Orlok.
Todo este momento de cambio que estaba experimentando el género, el público y la sociedad queda perfectamente reflejado en este excelente diálogo elaborado por un hombre, Bogdanovich, que puso sus conocimientos históricos y cinematográficos al servicio de una historia estremecedora.
Otra de las escenas más impactantes es el momento que Bobby Thompson mata a su propia familia. La ambientación es completamente diáfana, a plena luz del día, en una mañana luminosa y dominical. Y lo hace sin alarmarse, con una calculada frialdad, sin una sola mueca de sufrimiento en su rostro ni en su gesto, casi desganado, como si estuviera realizando una tarea mecánica a la que está acostumbrado. Se trata de una escena larga, en la que el realizador se toma su tiempo para que sintamos la misma sensación de vacío que siente el propio Thompson, un vacío que sólo puede experimentarse con el paso lento del tiempo, convertido en espacio fílmico gracias a la cámara. Filma el momento en que mata a su mujer, el momento en que dispara a su madre y arrastra a ambos cuerpos hasta sus respectivas camas.
Filma el deambular de Bobby por su casa, por su hogar, mientras arrastra los cuerpos de su familia por el suelo enmoquetado. Todo ese espacio cercano y próximo se convierte gracias a la mirada distanciada de Bogdanovich en una especie de cementerio viviente pulcro, ordenado y limpio. Y son todas esas connotaciones las que le dan una fuerza inusitada a la escena, una de las más terroríficas del cine por lo inesperado y lo terrible de los hechos filmados: un joven matando a sangre fría a su propia familia sin ningún motivo.
El desenlace final del autocine es digno de un maestro por la manera que tiene de disponer los elementos y que éstos tengan unas lecturas mucho más significativas y ambiguas de lo que aparentan a simple vista. Una pantalla que mata y aniquila a los espectadores es una imagen lo suficientemente impactante como para sugerir algo más profundo. Puede que entre la imagen de Max Renn, el protagonista de Videodrome (David Cronenberg, 1983), siendo engullido por un aparato de televisión muy sexual y la imagen de una pantalla que dispara a sus espectadores hayan indicios de un rasgo muy posmoderno: la pérdida de aquello que conocemos como “real” y su fusión con lo “irreal”. De ahí el valor social de estas películas, que de manera inconsciente presintieron cambios radicales en el ser del hombre y en la manera que tiene de relacionarse con el mundo, años antes del surgimiento de la era virtual.
Con El héroe anda suelto, Bogdanovich dispara a la sociedad americana y al devenir del cine de terror que ha perdido la capacidad de asombrar en detrimento de una realidad terrible que se descompone.
Una gran película y un valioso documento sociológico que anticipa el fracaso del sistema americano. Sin embargo, el fracaso de ese modelo también salpica al nuestro, forjado en los mismos cimientos del gran imperio. Un mundo en el que los jóvenes matan indiscriminadamente no puede ser un mundo sano. Películas posteriores como Elephant (Gus Van Sant, 2003) o Funny Games (Michael Haneke, 1997) siguieron la misma línea de denuncia, cada una con su estilo, pero fue El héroe anda suelto, en 1968, la primera que abrió una brecha en nuestras conciencias.
Boris Karloff interpretando dos de los papeles que le harían inmortal: Frankenstein (James Whale, 1931) y La Momia (Karl Freund, 1932)
Byron Orlok asustándose de sí mismo al verse en el espejo
LUGARES COMUNES
Bobby Thompson de El héroe anda suelto
Alex, uno de los alumnos del instituto Columbine, de Elephant (Gus Van Sant, 2003)
El joven Peter de Funny Games (Michael Haneke, 1997)
Escrito por Javier Urrutia (filósofo, teórico literario y teórico del cine)
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Mataró, a 1 de enero de 2015
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