Es posible que le recuerdes como el tío mazas de pinta hortera que en Iron Man 2 parte por la mitad bólidos en movimiento con unos látigos eléctricos. Pero ese menda con careto de fauno apedreado es el mismo que se cepilló a Kim Bassinger (sólo en pantalla, admitido), a la hija crecidita de la familia Cosby en una cama de sangre, tuvo un revolcón decoroso con Megan Fox disfrazada de ángel, y se regodeó con la estupendo modelo brasileña Carré Otis (en pantalla, para nuestro goce plural, y en la vida real, para el suyo, aunque luego pasasen del colín colorado al infierno matrimonial, como tantos). Mickey Rourke solía ser un nombre que lo significaba todo, aparecía al comienzo de los títulos de crédito en rojo sobre fondo negro y entonces sabías que la peli iba en serio.
Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo
Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas
I: El hostión de la fama tiene su recompensa
Mickey Rourke era la hostia: un guaperas con una atractiva aureola de canalla.
El típico malote que ejerce de portero de discoteca (en el caso de Rourke, un club de hermafroditas) y que decide vivir peleado con el mundo pero el mundo llega y le da tal paliza que casi no se recupera.
Lo tenía todo y lo arrojó por la borda, como le ocurre a tantos que no saben qué hacer con su éxito.
La suya era una personalidad autodestructiva o eso dicen cuando quieren referirse a las drogas, pero Mickey no necesitaba ayuda de la química para joderse a sí mismo: era su bocaza su principal vicio, pregonando con malicia las bondades del puterío hollywoodiense. Le seguían sus exabruptos, su narcisismo y esa falta de tolerancia que sienten los rebeldes por la autoridad. Las malas decisiones en su carrera, sus desaires a los compañeros de la profesión, su falta de puntualidad y el escándalo de su mal genio donde pisase lo ayudaron a perder su foco de protagonista, el favor del público, y ya entonces, cansado de julandronadas, pasó a dedicarse al boxeo. Las hostias y la cirugía le cambiaron para siempre el rostro que una vez todas las chicas quisieron besar y ahora la prensa lo fotografía entre risas. A sus espaldas cargaba con dos matrimonios acabados y un hermano muerto de cáncer. Estaba solo en el mundo. Sin City lo puso en el mapa en el 2005, haciendo de Marv, el justiciero machote que venga a putas descuartizadas. Y en el 2008 con The Wrestler (Darren Aronofsky), donde interpreta a Rany “The Ram” Robinson, otrora una celebridad en la lucha libre convertido en un alma solitaria a quien la vida le ha dado la espalda, un personaje demasiado parecido a Mickey como para que no le saliese bordado. Rourke se encontró contendiendo por el Oscar (se lo llevó su colega Sean Penn en su lugar) y consolidando una vez más su icono de estrella compuesta por sus siete tatuajes, el cigarrillo colgante, las gafas oscuras Loree Rodkin por lo de su conjuntivitis crónica, resabio de los días de boxeo, las greñas aplastadas bajo su sombrero de cowboy, los dedos de porreta manchados de nicotina, cazadora, botas de falsa piel de cocodrilo (es un defensor acérrimo de los animales) y alguno de sus chihuahuas predilectos revoloteando a su lado. Por lo demás, desde esa boca lujuriosa de labios engordados que lo han conocido todo, desde besos con súpermodelos rusas, hostiones de contrincantes, infecciones y pinchazos de bótox, presume de follar ahora mucho más que en los ochenta, su época dorada, y se deja retratar con bellezas que podrían pasar por sus nietas.
En los platós de televisión le toca hacer el canelo contestando las mismas preguntas impertinentes y haciendo de su redención como persona y artista su canto de cisne. Los presentadores, ejerciendo de psicólogos sensacionalistas, le empujan a regresar a esa infancia que él recuerda sin cariño –“si tuviese que pasar por ella de nuevo, preferiría no nacer”-, quieren volver a escuchar la historia de ese chavalín de padres divorciados que dejó de celebrar sus cumpleaños con siete tacos. De hecho, su nombre es Philip Andre Rourke Jr. pero en casa le llamaban Mickey porque a su madre no le gustaba repetir el nombre de su padre, carpintero y conserje ocasional, aficionado a la alterofília, y porque Mickey era el nombre del jugador favorito de béisbol de su padre, la súperestrella de los New York Yankees, Mickey Mantle.
II: El pasado con olor a mierda y sudor de gimnasio
Rourke nació en Schenectady, Nueva York el 16 de septiembre de 1952, o según él, en 1956, restándose cuatro años para ampliar sus posibilidades de trabajo. La vida en Nueva York antes del divorcio era una especie de arcadia, así es como lo recuerda, repleta de partidos y helados aun cuando las peleas conyugales llevasen a Mickey y a sus dos hermanos menores, Joey y Patti, a refugiarse de los gritos en el sótano. Finalmente Ann, hizo las maletas y arrastró a sus hijos a un vecindario modesto de negros y morenos en Miami. Por aquel entonces Liberty City era un barrio repoblado por familias desesperadas y disfuncionales que gestaban sus futuros delincuentes con resignación fatalista. Pero el problema para Mickey no estaba en las calles, donde aprendió a chapurrear insultos en español y se juntaba con tipos que fardaban de navaja, sino en su propia casa. Su madre había vuelto a casarse, esta vez con Eugene Addis, un policía autoritario, taciturno y de mano suelta llamado, que traía consigo a cinco hijos más de un matrimonio anterior.
Rourke aspiraba a ser un tío duro aunque no llegase a ser más que otro perro callejero refugiándose en las calles de la jodida disciplina y los abusos disciplinarios de su padrastro. “Mi gran frustración ha sido no poder proteger a mi hermano pequeño de toda esa mierda”, ha dicho en mil ocasiones, con una nube de obsesiva tristeza. Eugene siempre ha desmentido sus testimonios, achacándolos a invenciones de un chaval sensiblero y resentido mientras que otro de sus hijos, haciendo de árbitro, ha dicho tocante al asunto:
“Mi padre podía ser duro. En la mesa, los niños no podían hablar si no se dirigían a ellos. Hacía inspecciones de limpieza en nuestro dormitorio regularmente. No había abusos pero los castigos, si sacábamos malas notas, incluían cachetadas… Mi padre lograba mantenernos en un estado de miedo. Y para Mickey, que no era ni su auténtico padre, debía ser aún más terrorífico”.
Para mantenerlo apartado de la calle, los tumultos y las drogas, Eugene le apuntó a un gimnasio donde solía entrenar Mohamed Ali. Mickey se entusiasmó. Quería ser un tío musculoso como su padre auténtico. En el gimnasio se sentía como en casa y en casa se sentía como en la mierda, le daba hostias al saco para sacarse de encima los problemas. Apuntaba maneras de buen boxeador pero le faltaba la disciplina: llegaba a los entrenamientos resacoso y aguantaba con estoicismo las recriminaciones de sus colegas. Mickey intentaba enderezarse pero simplemente le gustaba demasiado pasar las noches bebiendo. Dos contusiones cerebrales, una mientras hacía de sparring en el 69 y otra compitiendo en un torneo de 1971, le llevaron a tirar la toalla con el boxeo, por miedo a sufrir un daño cerebral permanente. Siempre lamentaría esa decisión y le llevaría dos décadas más tarde a volverlo a intentar, en algo que sería tildado de excentricidad de famoso.
Sin expectativas de llegar a ser un boxeador profesional, se costea sus pedos de finde con un curro de entrenador en el instituto de Miami Beach.
En el equipo descollaba un chaval llamado Andy García. En el mismo instituto también estudiaba, Ellen Barkin, una chica de turbador atractivo y extraña belleza, que no se dignaba a pasar a mirar los entrenamientos pero cuyo camino profesional se cruzaría con el de Mickey en dos ocasiones, la última conspirando para matarlo en el personaje de una zorra malévola en la película Johnny Handsome (Walter Hill, 1989).
Con la ropa Mickey vestía su identidad que, por supuesto, no tenía nada que ver con el resto adocenado del instituto.
Usaba pantalones pegados y zapatos con plataforma que pintaba de rosa, dorado y turquesa, tomaba prestadas las blusas de su madre, se teñía el pelo y se lo dejaba largo. Su elegancia, para los chicos del barrio, lo emparentaba con los maricas. Mickey fingía importarle un huevo, lo suyo era el rollo estético de Bowie en su encarnación de Ziggy Stardust. Rourke seguía la moda del futuro, una moda que miraba hacia dentro de 100 años. Bowie escucharía años más tarde sus viejas historias de Miami y le propondría cantar a dúo la canción Shinin Star (makin’ my love) para su álbum Never let me down en 1987.
A Rourke le molaba Montgomery Clift en Un lugar en el sol (A place in the sun, George Stevens, 1951), sin saber que Montgomery sí era marica, y Marlon Brando en Rebelión a bordo (Mutiny on the Bounty, Lewis Milestone, 1962). El bicho del teatro le entró reemplazando a actores que se cansaban de los ensayos o decidían ponerse enfermos en las semanas anteriores al estreno. Mickey no lo hacía bien, pero le gustaba el subidón de adrenalina del escenario, y no tenía ninguna otra ambición, ni aun criminal, desde que se había visto atrapado en una balacera entre los mafiosos a los que servía de chófer y unos enmascarados cobrándose alguna deuda. (“No es como en las peliculas”, relata en alguna entrevista, “todo el mundo disparaba y temblaba, y yo eché a correr”).
Se piró a Nueva York, la ciudad donde los actores demuestran de qué pasta están hechos. Nueva York, la trituradora de sueños.
Es la primera vez que vuela. Llevaba 400 dólares que le había prestado su hermana Patti de sus ahorros currando en el McDonalds. Se apareció en el Actors Studio de improviso (Quiero ser actor, se excusó con orgullo, como si fuese la primera vez que alguien dijera eso) donde le recomendaron algunos hostales baratos especializados en una clientela sin blanca. Mickey dormía con su bate de béisbol junto a la cama, no le gustaba la pinta de los tipos que pululaban por los alrededores. Hizo un poco de todo en los mas variopintos oficios, entre ellos se cuenta el de supervisor de un grupo de chavales que repartían panfletos del prostíbulo de al lado, cuidando que los proxenetas de calle no les dieran una paliza. Su abuela le mandaba un cheque de tanto en cuando pero aún necesitaba choricear algo del súpermercado y frecuentar los bares gays durante la semana que ofrecían comida gratis durante la happy hour. Su lucha por la supervivencia, sin embargo, es una de las muchas que toca librar a cualquier aspirante: se trata de la cuna del actor y su bautismo de fuego. No lo sabe, pero está repitiendo la historia de otros grandes como Dustin Hoffman o Gene Hackman, que en su tiempo también fueron cucarachas urbanas pelándose los zapatos de puerta cerrada en puerta, llamando con los nudillos y sin recibir como respuesta ni el propio eco de sus golpes.
La calderilla solo le llegaba para tomarse unas patatas fritas y una barra de chocolate, sus dientes le bailaban a causa de la malnutrición. Gastaba todo lo que tenía en el alquiler y en pagar las clases particulares con Sandra Seacat, ya por entonces una popular entrenadora de artistas descarriados como De Niro, Al Pacino o Jessica Lange, que le ayuda a preparar el examen de admisión para el Actors Studio. Tras un año de trabajo, viviendo sin pasta, sin chicas, ensayando, malcomiendo, fumando cigarrillos prestados, Seacat lo considera preparado para entrar en la academia y propone una escena de La gata sobre el tejado de zinc (Cat on a Hot Tin Roof, Richard Brooks, 1958) para su audición con Lee Strasberg. Sin embargo, alcanzar las honduras de su personaje requiere más que aprenderse el texto y Seacat le anima a que afronte su relación interrumpida con su padre. En vísperas de la prueba, Mickey fuerza un reencuentro después de todos esos años de silencio. Viaja a Schenectady y merodea el White Castle, restaurante donde solía ir con su padre a tomar hamburguesas y batidos, esperando reconocerle porque apenas guarda otro recuerdo de él que la fotografía que lleva consigo desde hace diecisiete años. La foto muestra a un hombre orgulloso con cuerpo de acero, pero en la calle se encuentra a un tipo zarrapastroso con el estupor idiota de los alcohólicos veteranos. Anda encorvado y sus brazos cuelgan como mangueras de goma. Le invita a tomarse algo juntos, como en los viejos tiempos. Es un encuentro entrañable y triste. Mickey ya no es un niño ni su padre el hombre idealizado, más bien un hombre alcohólico que beberá hasta matarse pocos años después. Tienen tanto y tan poco que decirse. En esas siete horas de conversación, Mickey se toma una chuleta de cerdo con chucrut y puré de patatas; su padre, veintidós destornilladores. Al despedirse le pone cincuenta dólares en el bolsillo y le desea suerte con su prueba. No volverán a verse. Rourke, un día después, deslumbra delante del jurado en donde se encuentra Elia Kazán, que vendrá a felicitarle en persona por la mejor audición que ha visto en treinta años. Entre las pocas noches de gloria que Mickey puede recordar, esa es una de ellas, la hazaña que se repiten los compañeros de profesión cuando quieren hablar bien de él.
Miles aspiran a entrar en el Actor Studio cada año pero no suelen llegar a diez quienes lo consiguen. Dustin Hoffman probó fortuna seis veces; Jack Nicholson, cinco. A Harvey Keitel le costó once intentos. Mickey Rourke fue admitido a la primera.
III: Los dos barrios
Han pasado cinco años desde entonces y Rourke sigue básicamente donde estaba. En la escuela se reserva siempre un asiento en la última fila donde escucha a los profesores y las prácticas de otros estudiantes, callado y discreto. Sólo vuelca sus auténticas emociones en los personajes. En el teatro no le van bien las cosas, sus enfrentamientos continuos con los directores que le seleccionan lo llevan a seguir en un bucle eterno de fracaso. Seacat le dice que ya es hora de probar a lo grande. Si Nueva York es Broadway, Los Ángeles es Hollywood. Así que Rourke, cansado de sus desavenencias con la flor y nata de los dramaturgos de ego henchido, pone tierra de por medio. New York, New York, ciudad que nunca duerme. Y una polla. Le enseña el dedo tieso desde el costado del tren. El futuro está en el cine. El teatro es una cosa de maricas y estrellas en decadencia.
Las cosas siguen yendo despacio. A Mickey no le falta talento ni preparación, pero en el estudio de actores no le han enseñado nada del politiqueo adulador que se trae la casta californiana. Allí todo es cuestión de enchufes, fiestas, besamanos y besaculos. Y Mickey tiene una lengua de fuego y dice las cosas como son. Así que, cuando aún no es nadie, ya tiene reputación de “difícil”. Le cuesta setenta y cinco audiciones conseguir una parte que vaya más allá del cameo en una película, y para entonces ya se ha casado con una monada llamada Debra Feuer en enero de 1981, a la que ha conocido trabajando en un drama televisivo ambientado en Nueva Orleans, Hardcase, donde ella hace de poli de incógnito y él de criminal acechado. Se molaron desde el primer día y tal (o él se enamoró a primera vista, que es como empieza contando la historia de todos sus romances fracasados). Debra tenía 21 años y él, 24. “Pensaba que estaba absolutamente loco”, cuenta Debra de esos tiempos, “y era un inepto socialmente.
Me observaba y luego rápidamente volvía la mirada a otro lado. No sabía qué decirme. Aunque era más mayor, seguía siendo un muchacho tímido. Pero era un actor brillante y yo estaba hipnotizada.
Me recordaba a mi héroe Marlon Brando. Y yo era muy joven, y supongo que ambos éramos dos niños juntos”. Mickey le hablaba durante su comida de ese proyecto que soñaba con dirigir y acabaría transformándose en Homeboy (Michael Seresin, 1988). A Debra, le sorprendió que Mickey no intentase besarle en su primera cita, tan acostumbrada como estaba a su papel de princesa acosada por compañeros de reparto babosos o peces gordos de la industria que se abanican con un talonario, donde todos ellos, artistas en ciernes con ínfulas de grandeza y millonarios con ínfulas de artista, se desviven por acariciar su rostro de muñequita. “Era ultrasensible y gruñón, como un perro maltratado”, describió a Mickey cuando ya era su ex, “un tipo introvertido, inseguro, plagado de fobias secretas… Odiaba volar y no podía ir al océano porque tenia miedo de que hubiese tiburones. Era muy nervioso… Le aterraban los caballos. Hizo su nombre interpretando a símbolos sexuales y luchadores pero hubiese encajado aún mejor en el papel de Woody Allen«.Salieron unos meses y Mickey no hacía más que proponerla matrimonio hasta el punto del ultimátum.
El amor logra que olviden por un tiempo sus incompatibilidades. Debra madrugaba y Mickey se acostaba tarde, ella era metódica y él, obsesivo y disperso. Con el thriller Fuego en el cuerpo (Body Heat, Lawrence Kasdan, 1981), mete al fin un pie en la puerta grande después de hacer un par de apariciones fantasmales en alguna película. Entre ellas, gracias a la recomendación de Christopher Walken con quien había hecho amistad en el Actors Studio, figura La puerta del cielo (Heaven’s Gate, Michael Cimino, 1980), el gran descalabro económico de la United Artist, donde al menos conoce a Cimino que estará presente en varios de sus futuros proyectos. Fuego en el cuerpo es un clásico de cine negro erótico, con una mujer fatal y un antiheroico abogado que se aviene a matar al marido acaudalado de su amante por lujuria y dinero. La protagonizan William Hurt y Kathleen Turner durante la cúspide de sus carreras. Kathleen Turner está follable y todo, no sé si se acuerdan, y supongo que algunas también pensarán lo mismo de William Hurt. Mickey sigue jugando de secundario en el papel de pirómano carismático al que su abogado acude buscando consejo para provocar un incendio. Los productores le ofrecieron 500 dólares por dos días de trabajo pero a Mickey no le parecía suficiente y peleó por hacerse con el doble de esa cantidad ante la sorpresa de su agente, que le recordaba al oído su posición actual de segurata en un club de travestis. Pero el tío no se corta y exige más guita y en el cruce de miradas los que parpadean son los otros, porque Mickey es un menda con cojones, con cojones avariciosos para más inri, soberbios y hambrientos: “Ahora, tíos, es cuando me pagáis lo que valgo y no lo que creéis que podéis pagarme”.
Su papel de criminal con lado sensible atrae la atención de los cazatalentos. Ven en él una estrella meteórica. Es decir, una máquina de fabricar dinero.
En eso último se equivocan y el pasmo les va a durar años, pero no es el momento de contarlo ahora. Por ahora, Rourke no tendrá que volver a trabajar en otra cosa que no sea la interpretación. Ya está, lo ha logrado y sin necesidad de ir mucho más lejos del barrio de clase baja que lo forjó como hombre. Esto también tiene una enseñanza que Mickey no sabe ver en ese momento de ascenso imparable. Liberty City tiene su propia gravedad y reclama de tanto en tanto a sus hijos descarriados por la fama y el éxito precipitado. La carrera de Mickey siempre se ha andado entre dos barrios opuestos: uno de lujo y chicas con sostenes de cientos de dólares, otro lleno de crudeza y desorden, donde el sonido de los golpes de cinturón resuenan a la hora de la cena, cuando las calles se apagan, los edificios grises se encienden y los padres sudados regresan con media botella de whisky en el hígado.
Shenzhen, 10 de abril, 2015
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