Los mejores argumentos que encuentro para que vayan como espectadores a las jornadas del MAD FEST 2014, que están teniendo lugar estos días en el Instituto del Cine de Madrid, es que se encontrarán con estos “cortos de escuela” a los que hay que amar u odiar. Porque en esta sala oscura presenciarán algunas frikadas muy divertidas (que por delirantes, la industria española jamás daría luz verde), encontrarán muchos fallos con los que aprender a “cómo no hacer una película”, también se darán cuenta de lo importante que es el sonido para dotar de coherencia una escena, verán algunas caras que en futuro les serán totalmente conocidas, encontrarán el germen de grandes historias, historias llenas de potencial, pero sobre todo disfrutarán de la ilusión con la que se han hecho todas estas operas primas, la misma ilusión con que hicimos algunos de nosotros hace ya varios años nuestros primeros cortometrajes en esta misma escuela. Pero no termino de creerme este discurso algo lacrimógeno y panfletario, mi actitud cínica nunca me permite este tipo de licencias spielbergianas. Así que me digo a mi mismo que todo el complejo despliegue y entramado que suponen la labor de un cortometraje tiene más de sacrificio y automutilación que de vivir a cuerpo de rey con chicas de portada. Y me digo esto una y otra vez como un mantra para que, a la hora de criticar obras ajenas, no salga mi lado Mae West, quien dijo aquella famosa frase: “cuando era buena, era muy buena, pero cuando era mala, era mucho mejor.
Escrito por Pablo Cristóbal
Edición de texto Carlos Cristóbal
Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas
Entre las razones por los que uno estudia cine suelen coexistir la megalomanía, el narcisismo, la alfombra roja, la autoterapia, el reconocimiento, el aplauso, la aventura de rodar toda una noche a menos cinco grados, el autoconocimiento, la reflexión desde lo personal a lo colectivo e incluso, no se rían, la necesidad de rodar por rodar, eso que llamamos pasión, amor por algo, necesidad vitalista, algo que suele ir de la mano de la necedad y la cabezonería propia del ser humano. Teniendo muy en cuenta lo dicho anteriormente se obviarán –en determinadas obras– las críticas a los problemas técnicos y artísticos que aparecen constantemente en este tipo de cortometrajes.
Los cortometrajes de escuela no son cortometrajes de industria, lo repetiré una vez para los sordos de la última fila: “Los cortometrajes de escuela no son cortometrajes de industria”; en otras palabras, no disponen ni de los medios ni de los recursos suficientes para contemplar la ambición con que se han ideado. Si ese problema es el mismo al que se enfrentan cineastas como Ridley Scott o James Cameron imaginen la frustración cuando un chaval tan sólo quiere rodar una microhistoria en la casa de un amigo. El cortometraje de escuela también cuenta con una serie de trabajadores inexpertos, los alumnos, gente aún no profesional, pero con la entereza suficiente para meterse en un proyecto suicida sin recibir un duro a cambio. Pero no crean que por ello son idiotas, para nada, los alumnos (y con esto me refiero a directores, productores, obreros de la luz, actores y guionistas) trabajan a la caza de un aprendizaje, una experiencia y unos contactos que suplan todos los descontentos laborales con los que después, fuera del nido –de los brazos protectores del profesorado– se encontrarán.
No es este cine que se presenta en el MAD FEST un cine COMERCIAL porque en principio no se ha llegado a vender pero sin embargo sí que es un cine de CONSUMO, porque la diversidad de géneros (comedia, thriller, terror, drama…) es lo que demanda la mayoría del pueblo. El interés de la propuesta radica en los motivos de superación y aplomo en los que se encuentra el por qué de este evento, como afirma Peyi Jabato, uno de sus máximos artífices, “para completar el ciclo de vida del cortometraje, desde su concepción hasta su exhibición en público. El plus de otorgar premios creemos que pueda avivar el interés individual y colectivo por cada uno de los proyectos, y para que la gente no abandone a las primeras de cambio y se acostumbre a que una buena producción, una buena obra, un buen pedazo de pieza audiovisual, merece esfuerzo y sacrificio. Y eso es lo bonito. Creo que es una parte educativa importante para el alumnado el hecho de afrontar la crítica de un público especializado, así como, ver proyectada en un espacio amigo, la obra que tanto esfuerzo ha llevado realizar.” Valiente propuesta, tal vez algo kamikaze, pero si lo que no te mata te hace más fuerte, entonces creo que podemos empezar a ponernos manos a la obra:
EL ASESINO TÍMIDO (Sergio Rodríguez). Lo peor de ver tanto cine es que es muy complicado que algo te sorprenda y todo parece remitirnos a experiencias fílmicas pasadas, unas más recientes que otras. En el caso de esta fallida comedia de tintes macabros, uno no deja de recordar The perfect host (Nick Tomnay), por la búsqueda constante de puntos de giro a los que parece querer someternos el ¿director/guionista?; la estética de colores achampanados tampoco ayuda a que nos olvidemos de este magnífico film que apareció en nuestro país nada menos que en el año 2011. El primer error que denota este cortometraje es el título, que, en favor de algo resultón y pegadizo, nos destroza el primer punto de giro en la historia. Tampoco resulta demasiado estimulante el contraste forzado de ambos protagonistas (estereotipo de pesada habladora versus el tímido perturbado). Mencionar que el tempo es relativamente lento para tratarse de una comedia, ni qué decir que apenas hace reír, aunque tampoco desagrada. Es el clásico problema con el que nos encontraremos constantemente en un cortometraje de escuela, el “quiero y no puedo”, pero al menos no nos hace bostezar, simplemente queremos terminar de verla para saber cuándo, dónde y cómo se cometerá el asesinato. El final, llámenme idiota, no lo entendí. No sé si no se dejó entender porque estaba mal hecho o viene de un problema de base, ya que el cuadro misterioso no aporta absolutamente nada al final, pero parece ser el elemento clave y esencial de la trama.
DELIRIO (Alvaro Riesgo). De nuevo, otro asesino, ¡vaya por Dios! Pero ante mi sorpresa, aquí veo algo de valor cinematográfico indiscutible, me muerdo los labios, comprimo los músculos; la tensión de este aparentemente– típico psychothriller es apabullante. Nada que envidiar a películas como El coleccionista de huesos (1999, Phillip Noyce) aunque en ambos casos el villano parezca ser el taxista. Desde que Scorsese y Schrader nos enseñaron por primera vez que el taxi podía ser la imagen de una tumba de metal que transita por toda la urbe, han sido muchas las personas que han soñado con la idea del asesino perfecto con taxímetro. Incluso el primer episodio de la serie animada de la MTV, “The Maxx” (Sam Kietch), empezaba con un siniestro taxista que traía “el paquete”. El taxista es el primo hermano del tipo misterioso que recoge autoestopistas en noches lluviosas. El cine asiático nos ha dado mucho de esto en la última década; sin ir más lejos me viene a la cabeza uno de los mejores psyckothiller de los últimos años: I saw the Devil (2010, Kim Jee-woon). Pero en este cortometraje lo que tenemos (SPOILER) es una víctima con demasiada imaginación, o tal vez no, porque es otro corto con más puertas abiertas de las que pueda cerrar. Igualmente el cortometraje funciona a muchos niveles, pero nada mal le vendría un tirón de orejas al guionista, porque está claro que, en ese mar de dudas que “no cuenta nada”, no se ha devanado los sesos lo suficiente a la hora de escribir el guión; empieza tan abruptamente como termina. Todo el mérito se lo lleva aquí el departamento de foto, dirección, sonido e interpretación.
ANIMALES (Gabriel Mamani). Sólo una palabra definiría esta historia: swingers. ¿Hasta dónde somos capaces de llegar para recuperar la pasión que quedó atrás con nuestra pareja? ¿Es necesaria para salvar los últimos vestigios de una relación condenada al abismo? ¿Estamos siquiera preparados para ello? Animales es una obra desequilibrada altamente influenciada por una abusiva narrativa videoclipera, pero contiene el morbo necesario para mantenernos enganchados. Desde aquí podemos señalar diversos problemas: pasa de componentes visuales sórdidos de lo más estimulantes (Kubrick es el padre de estas mascaradas orgiásticas y decadentes tanto en The Shining como en Eyes Wide Shut), pero rápidamente son lastrados por recursos demasiado baratos que no alcanzan las cuotas de perversión necesarias; convirtiendo así este perfecto escenario pseudo pornográfico, que nos remueve por dentro tanto como nos fascina en una sesión de cine erótico, en algo tan light que no se ve ni un culo. Una de las imagines más delirantemente inútiles en este corredor de la perversión consiste en ver a un tipo que “es tan malo” que juega en calzoncillos consigo mismo al ajedrez, un acto tan poco escabroso que ha tenido que invertirse el movimiento en montaje para dotarlo de cierto extrañamiento onírico. Amén al reloj al más puro estilo Dentro del laberinto o Cenicienta, que nos informa que la hora del sueño ha terminado para dar paso a la pesadilla, pero se echa en falta el paso intermedio en que el personaje femenino toma conciencia plena de que no es parte de ese mundo. Problemas de falta de tiempo, seguramente, lo que no termino de entender es la filosofía de los actores y actrices de escuela que pasan tres años totalmente entregados a sus clases, ejercicios, a sus compañeros de clase y reparto, creando un microcosmos familiar, pero que a la hora de actuar parezca que no se tomen en serio un rodaje como es debido, al menos no lo suficiente como para enseñar una parte de su cuerpo en señal de cuán comprometido está en un proyecto que requiere ese desnudo parcial o total.
Dejo caer esta reflexión. Me puede parecer comprensible que alguien no quiera aparecer desnudo en una práctica iniciática, pero sí que no entiendo el exceso de pudor a la hora de hacer un cortometraje de fin de curso, que son palabras mayores. ¿Cuán en serio se está tomando la realización de un cortometraje? Si la historia demanda desnudos o sexo, ¿no es ridículo que a día de hoy, en una sociedad que presume de ser liberal, no se tengan las agallas de prescindir de las consabidas sábanas propias de los años 40? ¿Se es actor o se está jugando a serlo como el niño se cree bombero por tener un casco de plástico?
NO SIN MI PELUQUERA (Fernando Castañeda). Es este el primer caso de despropósito absoluto que me encuentro en la programación, ya que estamos ante un desfile de sinsabores que en el minuto final sabe dejar un poso tan agradable como vacío. Entre algunos errores se encuentra el de que todo el grosso de la historia se narre en una peluquería iluminada en clave baja, con claro oscuros más erráticos que pictóricos, propios de un cine de terror de serie B y no de la comedia naif ante la que nos encontramos. Los personajes tratan de crear un clima de histrionismo, pero las dos actrices antagonistas se ceden la palabra en una discusión de lo más estereotipada. Los diálogos podrían servir para un spin–off de Anatomia de Grey dirigido por Emilio Aragón. El humor no lo dota el guión sino el buen hacer del tandem director/editor en la sala de montaje, porque se puede apreciar un dominio de la técnica realmente eficaz y rítmico; la comedia ha sido salvada por el corte agresivo, por el efectismo. Y aunque el minuto final sea lo mejor de todo el corto (a destacar la interpretación del monólogo final) nos quedan demasiadas dudas, no parece ser que esta ambigüedad de intenciones sea intencionada, nadie sabe si es una parodia de esa feminidad “encorsetada” que regenta las peluquerías, si es la historia (SPOILER) de una buena samaritana de lo más supersticiosa que la vida la ha reconvertida en una “bruja”, si no es más que una empresaria cuya máxima siempre ha sido la de hacer de su clientela una malsana psico dependencia…o quién coño sabe.
El final es tan molón que nos queda la media sonrisa de haber sido sorprendidos, para bien, pero saldremos de la sala sin dar demasiadas vueltas a estas cuestiones, porque en este constante ahínco por la sorpresa final empiezo a oler un tufo a jugar al absurdo con tal de sorprender, a jugar demasiado a las historias inacabadas.
EL AMOR DESPEINA (Carlos Daza). He aquí el segundo caso de gran despropósito fílmico. La metamorfosis de géneros por las que nos hacen pasar como espectadores es totalmente inmerecida, porque lo que empieza como thriller pasa rápidamente a una comedia de chistes prefabricados para terminar en un dramón arraigado a la pornografía emocional. En este juego perverso del guionista y director, asistimos a un mundo en el que la captura humana de mujeres para robar su cabello está a la orden del día. Todo esto nos lo cuenta un reportero al más puro estilo REC (qué daño ha hecho esta saga al cine de terror), siendo posiblemente lo más funcional de la cinta, porque, si se me permite decirlo con algo de humor, este cortometraje es una auténtica tomadura de pelo. Cada vez que la mano del director toma la iniciativa de salir del plano cutre del mockumentary, para narrar desde espacios más cinematográficos, nada termina de convencer, los secuestradores no destilan ninguna química y la secuencia final que tiene lugar en un hospital, entre personas con leucemia, cáncer u otras enfermedades en estado terminal, es para que a uno le saquen de sus casillas porque ¿qué hay más terrible que aprovecharse de la desgracia que suponen estas enfermedades para chantajear de un modo tan barato al público?¿Es siquiera ético tocar estos temas sin el respeto que se merece? ¿Por qué se tropieza la película con la misma piedra con la que choca el reportero? Para trama de humor negro con algunas similitudes -dúo de idiotas, secuestros y máscaras divertidas- a este El amor despeina recomiendo encarecidamente ese extraordinario littlesecretfilm de tintes tarantinianos que fue Obra 67 (David Sáinz).
EL DIA DESPUÉS (Sara Furet). Las reminiscencias a Richard Linklater (Antes del amanecer, 1995) o Matías Bize (En la cama, 2005) no lastran en ningún momento la trama de este cortometraje de corte apocalíptico. Nos encontramos aquí con uno de los cortos con más potencial de la muestra. La ambigüedad del título, El día después, alude al cine de George Romero, pero también al conflicto de una trama sobre recién casados. El principal problema es que empieza con una promesa de historia deprimente, de ruptura de pareja, pero súbitamente adolece de una falta de verosimilitud total que atraviesa, sin previo aviso, los senderos del histrionismo más exacerbado. A mitad de la obra uno está deseando que se termine pero entonces aparece otra ruptura en forma de golpe (¡pum!) que orquesta magníficamente la trama, recomponiendo todo su sentido pero dotándolo de una nueva dimensionalidad. Y aunque el salto de comedia a zombis (punkis) de “serie Z” es realmente bueno, la tensión entre el drama inicial y la comedia posterior –pretendidamente agradable– no parece saber coexistir en esa misma habitación.
EL SANTO (Alejandro Sánchez Romero) No me gusta el cine de Chabrol, tampoco me gustó especialmente la afamada Caníbal, y si hay algo que los yanquis saben hacer es revisitar con dominio el cine de género que nuestro cine europeo no ha terminado de cuajar. Si no me creen, examinen las películas danesas Déjame entrar (2008, Tomas Alfredson) o la primera entrega de Millenium (2009, Niels Arden Oplev), y sus versiones norteamericanas. Estas cintas transformadas en producto fast food son menos proclives a la dramaturgia, a la secuencia silente y sí son mucho más de ir al grano. Déjame entrar es un buena película en cualquiera de sus versiones, lo que se pierde en la americana (2010, Matt Reeves) se gana en la europea, y viceversa, mientras que Millenium, en su versión americana (2011, David Fincher), no puede más que ganar, porque no hay mucho más detrás de una historia escabrosa sobre abusos de poder, fanatismos y endogamias. Sin lugar a dudas, el buen cine, entendido como algo transcendental, se lo cedo al europeo, mientras que el cine de pasatiempo al yanqui.
El problema aparece cuando se realiza un cine de entretenimiento que está siendo narrado como si fuese algo transcendente, es entonces cuando uno se replantea qué hace perdiendo el tiempo de esta forma, porque no hay ninguna serie de reflexiones lanzadas al espectador, sino una historia de misterios y crímenes totalmente vacía cuyo propósito (entretener) no ha sido cumplido. Para alguien como yo, no hay nada peor que un thriller aburrido. Es este el caso de El Santo, que juega a engañar con demasiada ligereza. Hay que lanzar algunos interrogantes, como por qué se le da importancia al personaje del mensajero simpático, por qué el plano detalle interminable del anillo de casada, por qué los tempos tan largos, por qué el personaje africano como telefonista inverosímil. En todo lo referente al campo visual no hay pegas, el arte es estupendo y los filtros funcionan a la perfección, pero el sonido nuevamente lastra, cuando no destruye, el magnetismo del cuadro; nada que no pueda arreglarse con el pegamento de una buena posproducción. Los intentos en la dirección son loables, pero se dilatan escenas de escaso interés con la intención de llegar a un desenlace sorprendente. Digo sorprendente porque sin duda consigue jugar al engaño, pero sorprendentemente también porque al final no ha pasado nada; (SPOILER) desde que entendemos la naturaleza satánica de sus protagonistas la figura de adoración deja de tener ningún valor y ¿qué pasa después?, un beso lésbico potenciado magníficamente por una apoteosis musical, ¿y después?, bueno, un plano a la figura de este icono del Diablo representado aquí con una remarcada dualidad sexual. ¿Y después? Nada, los créditos, el éxtasis final no es más que un beso y un muñeco de cera del Diablo que se vuelve irrelevante desde el mismo momento en que vemos el ritual.
RELACIONES INTERNACIONALES (Guillermo Huergo) Uno de los grandes problemas que ha llevado a la quiebra a este país es la picaresca made in Spain que nos caracteriza, en otras palabras, el sacacuartos que llevamos dentro, el tipo que quiere siempre sacar tajada, el que roba, hurta o sisea al prójimo para su propio interés personal. Los políticos, los empresarios e incluso el tipo que limpia el váter intentarán sonsacarte algo de dinero en este país en el que las apariencias lo son todo. En este cortometraje social estamos todos invitados a mesa de los que llamamos en Klaus “paletos con dinero”. Si nos saben quiénes son, les diré que todos tenemos amigos, vecinos, conocidos y familiares que son “paletos con dinero”. Generalmente son esos que visten con ropa de marca, que presumen de tomarse unas merecidas vacaciones –una vez al año– a Benidorm, que ostentarían si pudieran el mejor coche del barrio e incluso se casarían, cuando no lo han hecho ya, con una mujer-trofeo. Gente que solo habla de dinero, negocios y gilipolleces que no tienen nada que ver con lo que es en sí el ser humano. Ellos son así y aman ponerse sus propias medallitas. Son de los que pagan sueldos de mierda porque conocen las grietas de la legalidad, y esta misma legalidad es lo que consideran su propia moralidad. Eso sí, suelen ir de punta en blanco a la iglesia los domingos. Y todo este afán de poder, de poseer y de ser reconocido en un estatus social es simplemente para poder mirar por encima del hombro mientras se hinchan a comer colesterol. Porque, ya lo hemos dicho, son paletos, y como tales, no tienen nociones mínimas ni de cocina, ni de sanidad, ni de artes, ni de libros. Como decía aquella víbora déspota y cruel de la película costumbrista de Ang Lee, Sentido y Sensibilidad (1995), “nunca me ha gustado el olor de los libros”. Y es que en esta in(di)gesta de huevos fritos y bacon, tan típicamente nacional como americana, presenciamos, cámara en mano y a pulso –tal como se viene haciendo en algunas de las mejores películas críticas e hiperrealistas de los últimos años, como La clase (2008, Laurent Cantet) o La vida de Adele (2013, Abdellatif Kechiche)–, una auténtica piara de cerdos orwellianos.
El joven hace las veces el trabajo de identificación con el público y su mirada virginal ante la monstruosidad moral que le rodea, gente de su misma sangre, que le ama, y de la que nos es imposible renegar. En este cortometraje hay fallos importantes de sonido (como en todos) pero se puede apreciar un intento bastante loable (y a ratos muy logrado) de crear una atmósfera y un clima adecuado. En esta decisión simple y algo en boga de la cámara en mano podemos saborear y hasta olfatear la grasa, la suciedad, la porquería en vena que conforman estos “vividores”. El cuadro final lo conforma la mujer–trofeo que exhibe un collar de perlas y que nos dedica una sonrisa que es pura malicia (si no pecado), y el dicharachero hermano mayor y, por ende, tutor del joven aprendiz. Y uno piensa, en este espacio burgués de tradición con pretensiones de nobleza, que “no se hicieron las perlas para los cerdos”.
SÁBADO 14 – CIANURO POR INMADURO (Tania Sieira) A los que creemos que una película puede ser buena –a todos los niveles posibles–, aunque trate de exorcismos, nos suelen decir que nuestro problema es que no nos gusta el cine de terror, que somos muy exigentes y que debemos bajar el nivel de expectativas. Un argumento de energúmeno, cuanto menos, porque abrazar ciegamente cualquier película de género solo porque pertenece a este me parece más una postura conformista propia de un hombre anulado que de un individuo con la misma capacidad de goce como de bostezo. Tal vez sea eso por lo que este Sábado 14 me parezca la típica chorrada teenager que no solo duele por mala sino por mal realizada. Les explicaré mis motivos. El tono desde el principio es tópico y ridículo, así que uno empieza a pensar que más que terror todo es un chiste, una burla con malicia, y lo peor de todo es que al final esa es en gran parte la intención. Pero, mientras tanto, nos la han dado con queso. La pareja protagonista juega a un rol absurdo de psicópatas que se tiene que aceptar o morir, ya que no hay explicaciones, el director simplemente nos dice que es terror, y punto; la música a lo Carpenter pone sobre aviso. Es miedo del malo; lo tomas o lo dejas. Yo lo he tomado, porque, a diferencia de lo que piensen algunos eruditos con la mirada desencajada, sí que me gustan las atmósferas de Poe, Lovecraft o King, en literatura, y Corman, Craven, Carpenter, Ajá, Friedkin o Wan, en pantalla. A partir de esto hay que dejarse llevar, para hacer oídos sordos a esa llamada de teléfono tan poco sutil como explicativa, “ven a casa que tengo miedo” (por si el espectador no se ha enterado que esto va de miedo), y hay que hacer como que no hemos visto el nefasto corte del minuto 7,20. Y esto de seguir jugando al susto y no susto, a la broma y no broma, es toda una fuente inagotable de recursos.
Pero al final todo está justificado, ya que se nos descubre (SPOILER) la intencionalidad ridícula del film mediante el metacine, ese juego de muñecas rusas que propuso Lynch en Inland Empire y que vimos en All Hallows’ Eve (2013, Damien Leone). Así, pues, ¿el corto es malo porque está mal realizado o es malo adrede?, ¿es malo porque a la directora le tocó realizar un proyecto que no quería y optó por vengarse del guionista y del público?, ¿es malo porque quería homenajear y, ya de paso, copiar las afamadas sagas de Scream (1996) y V/H/S (2012) en una Grindhouse más low cost y sin menos sangre que nunca?, o, ¿y si simplemente se hacen demasiadas películas de terror y ya todo nos resulta predecible y poco terrorífico? Si alguna conclusión saco es que para hacer hoy en día una película de terror fácil, comercial y vendible, sólo hay tres soluciones: llamarte James Wan, rodar en formato mockumentary (REC, de nuevo) o traer al fotograma constantes referencias fílmicas para los eruditos del grito. El terror ya no es terror sino metaterror, y lo peor de todo es que se ha transformado en una parodia de sí mismo; en algunos casos más eficiente –The Cabin in the Woods (2012, Drew Goddard)– y en otros una chapuza de las de toda la vida (todas las secuelas de Scream). Pero si, como dicen, el espectador hace la película, no sólo porque la interpreta en su mundo (la completa) sino que en última instancia se convierte en productor al llenar la sala, en consecuencia, al demandar esta clase de películas, este juego no es tan malo en sí. En realidad no tengo nada en contra del terror basura, me gusta el goce siniestro y las películas para no pensar, para dejarse llevar, pero si dijera que este producto de consumo tiene algún valor artístico o me ha logrado interesar en sus nada complicados senderos del susto estaría engañándoles.
DIME QUE NO (Alba Pino) La secuencia es esta. Restaurante, tipo que espera a la novia para pedir su mano, novia que no tiene muy claro esto del compromiso de por vida, el anillo que nadie sabe qué hacer con él y un camarero entrometido que la caga cuando descorcha el champán. ¿Les suena? Será porque esto lo han visto más de un millón de veces. En este panorama prototípico, archiconocido y más sólido que el cemento (porque las secuencias románticas de “propuestas matrimoniales en lugares públicos” son de eficacia probada), un director o directora se encuentra casi de manos atadas en cuestiones creativas. Y es que para moldear se sabe de sobra que el hacedor necesita arcilla, que no cemento. El cemento se puede lograr esculpir con mucha experiencia y mano dura, pero este guión es una de esas tragicomedias de manual que no hace gracia ni desgracia, así que los actores deben aportar mucho más de lo que exija un director aún inexperto. El actor (que en este caso también es inexperto) debe aportar acciones propias que den vitalidad a su personaje y ritmo a la escena, a fin de cuentas es su cara la que aparece en pantalla. Se suele decir eso de “no hay actores malos sino actores mal dirigidos”, y dejar que toda la culpa y responsabilidad recaiga sobre el director, pero creo que siempre hay un porcentaje a compartir. Los grandes actores muchas veces ni son ni quieren ser dirigidos, se limitan a realizar las acciones que pide el director y cobran el cheque.
¡Adiós al tren de pensamiento! Pero es que los actores experimentados emplean todas las armas, el carisma y la gracia que han adquirido a base de currar como diablos. Dicho esto no creo que el actor deba ser una especie de pelele que necesite constantemente que le digan qué siente o qué debe sentir, no creo en la necesidad de que se lo expliquen todo, porque entonces también tendríamos que decirle cómo debe masticar la comida, y un director amateur, con tiempos limitados y muchos dolores de cabeza –por cuestiones de producción–, no está inspirado para andarse con jueguecitos psicológicos. Recarga también sobre este director amateur demasiada fatiga, presión y responsabilidad como para conceder a sus actores el tiempo y las atenciones que se merecen. Y es en ese momento en que el actor debe valerse por sí mismo, dejar de mirarse al ombligo y emplear su propia desorientación para sacar lo que lleva dentro sin la manita de papá. En Dime que no partimos de un conflicto que, si se tratara del desenlace de una película, tendría algún interés, pero, no siendo así, lo que vemos es que la secuencia es el propósito en sí, y en este caso no funciona demasiado. Acontece que no levanta pasiones ni sospechas ni erecciones de ninguna clase. A nadie le importa un pimiento lo que le pasen a estos tristes seres, y el desahogo cómico del camarero es tan forzado que se quiebra. La ejecución de este cortometraje es puro encargo sin ambición, y todo el peso recae tanto en la interpretación de estos actores –que logran salir del paso como pueden– como en sus diálogos. Pero ni los actores ni los diálogos transmiten la carga necesaria de conflicto y vitalidad, y es que parecen aburridos de su propia vida. Tampoco es que en la construcción de personajes sean estos demasiado interesantes. Uno es un soplagaitas y la otra directamente está loca (neurótica, egoísta y paranoiaca), nadie sabe por qué alguien querría casarse con semejante ser, pero, tal vez, ese sea uno de los mayores puntos de interés en esta microhistoria. Volviendo al guión, este adolece de unas frases sin picardía e ingenio, así que la secuencia –que es el todo, en este caso– no irradia nada. Y otra vez nos encontramos en esa encrucijada de si “se supone que hay que reír o compadecerse, si esto es un drama o una comedia simpática”. La dualidad de géneros se funde para anularse mutuamente porque no identifico qué tipo de humor se supone que sea este, llevo ya diez minutos con el rostro hierático: ¿es esto mainstream, mumblecore, poshumor ácido o youtube? Todo esto lo dice alguien que desprecia profundamente las películas de la última década de Woody Allen. Si Vicky, Cristina, Barcelona,Conocerás al hombre de tus sueños o Blue Jazmine me parecen unos desvaríos sin causa ni efecto, entonces es que esta crítica podría verse también como una discrepancia de opiniones de lo más favorable para este cortometraje. En esta segunda jornada lo que nos encontramos es una temática común: el intrincado mundo de la pareja y sus complicadas relaciones des-afectivas. La mayoría de estas experimentan un cambio para acabar destruyéndose, en este caso (SPOILER), también, pero desde el acoplamiento, la fusión de caminos, el compromiso sin ganas, por pura cabezonería, la misma razón por la que se casa el resto del mundo.
Mencionaremos también un par de trabajos que se nos han quedado en el tintero de esta segunda jornada y de los que merece la pena hablar. Por ejemplo, la divertida, delirante, enfermiza e incluso, a ratos, visualmente poderosa CENA ROMÁNTICA, de Alejandro Sánchez Romero. Se trata de una comedia diferente, auténtica burla, donde se puede intuir mucho potencial en todo el trabajo, tanto artístico como técnico. Los diálogos de su guionista, Ignacio Fuentes, son extravagantes e ingeniosos, el montaje y la dirección es realmente estupenda. Podríamos ver esta pieza como el reverso oscuro de Dime que no, porque lo que empieza con un eco a cabecera de película de Woody Allen termina con el “retufo” de una cinta a lo John Waters. No es esta una pequeña trama simpática y conformista sino una alegoría sobre lo absurdo y enfermizo que puede llegar a ser compartir hasta las últimas consecuencias la vida con el ser amado, sin secretos ni tabúes. También podría verse como una ridiculización de la paternidad moderna y de la perfección amatoria a la que nos sometió Disney y la dulce América de los años 50, pero ahora trasladada a nuestra (¿equilibrada?) sociedad de peluquerías, gimnasios y menús exóticos. Alejandro Sánchez Romero nos descubre sus comodines como realizador repitiendo la misma fórmula que emplea en su cortometraje El santo, salvo que, dentro de su falta de pretensiones en esta Cena romántica, pone en práctica un logrado juego de ambigüedades que se sustenta tanto en su apoyo visual (y su estupenda simbiosis con el trabajo de arte) como en el histrionismo interpretativo del personaje masculino. Amén al uso que hace de este “chico de cuento de hadas”, con su obsesivo espray para refrescar el aliento y la dicotomía extravagante que surge a lo largo de todo el ejercicio, para terminar plasmada en un excelente primer plano final (SPOILER) que nos brinda una promesa de soberana coprofagia.
En la muestra de esta segunda jornada también se presentó HIJAS DEL MIEDO, de Manuel Mejías, loable –a su manera– esfuerzo por parte de la diplomatura de primero que nos trae una historia de dos hermanas semi recluidas en una casa y cuyo marco histórico parece tener lugar durante la guerra civil española. He aquí uno de los pocos esfuerzos claros que veo por hacer un drama serio, sin embargo, todo el entramado emana un retufo a serie de sobremesa nacional, las actrices están demasiado intensas desde la segunda frase (“te he dicho mil veces que no quiero que la leas”), sobre-explicativas y que, viendo otros registros de estas mismas actrices, uno sabe que no es que sean malas (que no lo son) sino que ni ellas mismas se creen lo que dicen. El anacronismo en boca de la hermana menor: –ni que yo fuese súper famosa– es ya el colmo del absurdo y la patada definitiva para sacarnos del melodrama televisivo. Este corto nos trae a la memoria infinitas películas (la mayoría malas) que han sido presentadas o encumbradas por la Academia del Cine por motivos económicos y por ser políticamente correctas más que por razones de peso artístico o artesanal. Las trece rosas (2007, Emilio Martínez-Lázaro), La voz dormida (2011, Benito Zambrano) o Pa negre (2010, Agustí Villaronga) son algunas de estos sinsabores que retroalimentan seriales como Amar en tiempos revueltos (2005, TVE) o El tiempo entre costuras (2012, Antena 3). Y es que todo este subgénero tan popular que se ha convertido en auténtico levanta-costras y masoquismo expiatorio de algunas generaciones que siguen en pie, para un espectador joven o inexperto como yo, lo que menos quiere es que lo traten como a un idiota, y lo que necesita es vivir la experiencia algo macabra de revisitar esa historia de nuestro pasado, no asistir a otra función mediatizada y maniquea, con una mirada que juega a dos bandas entre un suspense que no funciona y el melodrama barato. En este caso, además, degenera en género –la hermana menor, en su degradación mental, parece más una mujer tocada por la mordedura de un braindead que una auténtica desquiciada– para quedar de nuevo en melodrama. También habría que puntualizar el mal uso de la música, resulta criminalmente impostado: el sonido de una tecla de piano inicial totalmente desnuda y fuera de su elemento es la peor de las ideas aportadas; no crea suspense, ni misterio, sino una expectativa falsa del corto. La banda sonora instrumental compuesta por Alejandro Amenábar para La lengua de las mariposas (1999, José Luis Cuerda) toma posesión también en esta primera escena, como un intruso se sirve un bocado de nuestro bocadillo, nadie sabe cómo, pero ahí lo han colado. Cuando se juega a adueñarse de bandas sonoras sin derechos de autor es mucho mejor introducir referentes desconocidos porque si el espectador identifica el origen fílmico, entonces, este automáticamente viaja al corazón de la obra evocadora. Y lo que está viendo, un cortometraje de escuela, queda bajo la sombra de un largometraje profesional con una calidad sobradamente meritoria. La poca duración de una historia como esta, en la que las estaciones del año marcan el carácter evolutivo de sus personajes, tampoco llega a conseguir el peso necesario, esto es un imposible, no debería ser un cortometraje sino un mediometraje. No creo que películas de Kim Ki Duk, como Primavera, verano, otoño, invierno… y primavera (2003) o Hierro 3 (2004), puedan narrarse en quince minutos, necesitan sus tiempos para poder penetrar en los tejidos de su ficción, en la psique de sus personajes, para que se produzca esta conexión, el extraño protagonista debe pasar a ser conocido, amigo, amante o hermano. Y por ello, habría que reivindicar el mediometraje, el término medio entre el todo y la nada que, aunque no tengan mucha cabida en los festivales casposos de nuestro país, es lo más parecido a hacer un proyecto desarrollado, no a una micro historia por cuyas imágenes pueblan una pandilla de desconocidos. Estas limitaciones nos dejan totalmente indiferentes y convierten a los cortos en historias de mero entretenimiento, porque no se puede hacer algo relativamente serio en estos breves tiempos, y esto repercute en la calidad temática de los trabajos, como en la calidad cinematográfica de estos futuros realizadores, que más que plantear serias dudas sobre la vida o el sistema establecido, se dedican a hacer opio con la misma narrativa de spot o videoclip que demanda una industria de consumo rápido, internáutico, efímero.
FRANCACHELA (Martín Rodríguez) Un narcisista es el que se ha quedado anclado en la infancia o adolescencia y vive como si todo a su alrededor tuviese la misión de proporcionarle placer. Se obsesiona porque los demás le alaben, se convierte en medida de todo, no tolera las críticas y se erige en ideal universal. Como, inevitablemente, estas actitudes fracasan en sociedad, a menudo el narcisista es depresivo o sufre episodios de melancolía. El narcisista pierde el sentido de la culpa pero adquiere una sensación de vacío. Quiere que los demás respeten las normas, pero él no se siente concernido por las mismas; es codicioso e hipocondríaco. Así, el narcisista nace de una conciencia débil de la propia identidad, niega cualquier autoridad, sus relaciones amorosas son efímeras y es propenso a fugarse a los paraísos artificiales que pueden ofrecerle las nuevas tecnologías, el consumo y las drogas.
Bienvenidos a la mejor vertiente de nuestra postmodernidad, la francachella, o, como nos define el prólogo: “reunión de varias personas para comer, beber y divertirse desordenadamente”.
Pieza magnífica, exquisita, solo para los mejores paladares. Nos encontramos aquí con la famosa tortilla desestructurada de Ferran Adriá, es decir, del partir de la simplicidad para elevar ésta a otra categoría, la de cine puro y duro, sin géneros ni fronteras. Una clase magistral de cómo un solo verbo (enloquecer) puede llegar a conjugarse de maneras casi inusitadas; la expresión de una idea en forma de castigo que, sin perder sello propio, nos remite en su última imagen al trabajo de cineastas de la talla de Peter Greenaway (EL cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, 1989), Michael Haneke (Funny Games, 1997) o, por qué no decirlo, Stanley Kubrick (La naranja mecánica, 1971).
Puro ejercicio de autor (y de escuela) que no deja de sumirnos en la inquietud, en el deseo de conocer más, ya que en sus tempos no resulta ni aburrido, ni pretencioso, ni un mero blockbuster cuyo objetivo es hacernos pasar un buen rato. Aquí hay más que eso.
Estoy, afortunadamente, ante la primera historia de toda la muestra que me genera un total y absoluto interés; una trama inquietante rodada magníficamente.
Tenemos a una mujer llorando a moco tendido en un cuarto de baño público (que nos hace llegar un llanto que mas que expresar dolor pide auxilio), la entrega de premios de un concurso de cocina (o sea, estamos, nada más empezar ante el clímax de un máster chef, y ese es otro recurso absolutamente eficaz) y entre los asientos del público podemos ver y leer cómo se perpetra una historia de infidelidades, donde la tecnología (el móvil) funciona como eje central de estas nuevas formas de relacionarse. En este punto, nuestra protagonista se presenta como una eterna perdedora que deja caer una lágrima (magistral aquí el trabajo de sincronización entre la actriz Kelly Guibal y el quipo de foto) y el espectador no sabe si es que llora por haber perdido el concurso o porque intuye la traición, el idilio que acaba de darse entre su novio y su mejor amiga. En otras palabras, podemos atestiguar, en esta primera secuencia, que esta chica ha perdido todos sus sueños, mientras, en primer plano sonoro, no deja de sonar Sweet Jane, por la mano de los Cowboys Junkies (no en balde esta versión forma parte de la banda sonora de Asesinos Natos de Oliver Stone). Como apunte, decir que aquí, al contrario que en otros cortos, la banda sonora robada de otra película de mayor calado sabe jugar un papel irónico ante el patetismo de sus personajes, y funciona de manera elegante y sutil al ser una pieza apenas conocida; lo cual es otra baza a su favor. En la fiesta de Francachela, asistimos a un mundo casi silente donde la comunicación ha sido truncada por las tecnologías –se comunican vía wassap–, dando pie así al secretismo, la soledad, el egocentrismo, la falsa amistad, el amor líquido, la competitividad y la puñalada trapera que es lo que mejor propicia esta red del siglo XXI.
No entraremos en detalles porque cualquier exploración que hagamos sería puro spoiler y recomendamos encarecidamente que este trabajo se vea. Es el ejemplo perfecto de lo que puede lograr un buen trabajo en equipo. Sus máximos responsables y creativos –el guión de Jorge Cuervo, la dirección de Martín Rodríguez, la fotografía de Laura Olmedilla y la producción de Tamara Serantes– han sido capaces de construir y generar secuencias e imágenes que quedan grabadas en nuestra retina a fuego lento, con todas las papeletas para ser un futuro “cortometraje de culto”, una pepita de oro digna de encontrarse en la rivera de este acaudalado río. En lo que a mí respecta, es este el gran ganador de todo el MAD FEST.
HERMANITA (Mike Sacchetti) Una chica huyendo por un oscuro bosque, ¿de qué? Adivínenlo ustedes, ¿de la mano asesina de un psicópata, tal vez? Exacto, una vez más la propuesta se repite y uno tiene argumentos suficientes para creer que, a veces, hay más creatividad en el ejercicio de la crítica que en esta muestra de canibalismo fílmico totalmente despersonalizado. Grabado todo con pavorosa vulgaridad, nuestra chica llora, gimotea, se esconde tras un árbol y llama a la policía (cuya ayuda es menos que nada). Para que la escena se termine de redondear –en un intento desesperado por victimizarla aún más, si cabe– nuestra chica además cojea. Resumiendo, tenemos todo el espectro y abanico de topicazos errantes y, en esta caso, erráticos del terror cutre. Misma persecución ya nos lo aportó hábilmente Tobe Hooper en La matanza de Texas (1974). Tras cuarenta años sufriendo este anquilosamiento del manual “cómo hacer una película de terror”, no puedo más que soltar un bostezo. Hoy en día cualquiera ha visto anuncios de móvil mucho más terroríficos. Mejor y más sugerente es el pavor que genera ver a una tullida y horrorizada Laura Dern huyendo de un velociraptor en Jurassic Park (Steven Spielberg, 1993), porque se emplean estos mismos trucos de manual para re-actualizarlos y transformarlos en algo novedoso. Así, partiendo de las mismas situaciones de antaño, hay que recrear en el ahora pero con circunstancias insospechadas, como lo harían los guionistas de Alien transportando a Tiburón en medio del espacio y creando así otra de las mejores películas de terror de todos los tiempos. Actualizar, innovar.
En este “más de lo mismo pero peor” que es Hermanita tenemos como herramienta de homicidio el martillo, que ya empieza a ser otro complemento de moda para el psicópata cool. Como toda película que merece la pena olvidar, el asesino no está meramente trastornado, sino que está como una regadera, de tan desequilibrado que está nadie sabe ni cómo se tiene en pie, porque su sobre actuación es hasta tal punto nefasta que no solo es irrisoria sino que resta todo el peso que pueda tener su compañera de reparto. Para rizar el rizo, este asesino despiadado y su víctima comparten la misma sangre, cosa que nos ha desvelado el título haciendo al espectador un flaco favor. Los diálogos, en esa misma línea explicativa (repito, como toda película que merece la pena olvidar), se encargan de recordárnoslo una y otra vez, por si nos hemos perdido en la opacidad de sus imágenes. Estos son algunos de los cepos que pisamos en esta maratón inacabable entre presa y cazador.
La impostada búsqueda de la sorpresa final (again), que todos los cortometrajes de la muestra tratan de hacer, aquí se revela como otro indicador de mediocridad, justamente lo mismo que sucede con el cortometraje A FLOR DE PIEL, que, a excepción de sus primeros cinco minutos, nada cabría destacar, salvo su coincidencia temática. Con este ya son seis cortos que giran alrededor de la figura del asesino. Uno ve signos preocupantes de una nueva oleada de cineastas y guionistas españoles que, en su tratamiento fácil y descuidado, aspiran a lograr un éxito de masas. Y esto es curioso viniendo de un país desnortado, dominado por el desarraigo, donde el cine de industria da palos de ciego.
La culpa mayor en el caso de Hermanita es del guionista, sin duda, que no transmite mucho (salvo su ambición por trabajar para la industria norteamericana), pero también del director que, salvo un plano de piernas y un plano de culo durante los créditos de inicio (posiblemente los planos más descriptivos), se limita a colocar el plano a la altura del hombro. Hasta el actor que hace de policía de paisano es menos que creíble. Ni qué decir tiene que el director de fotografía está en la misma línea de trabajo perezoso, porque en su tratamiento de la luz ha cruzado la línea que separa la sutileza realista de la pobreza estética, y solo nos deja ver lo que interesa en el cuadro, o sea, los actores, y en el peor de las veces ni eso. La imagen más preciosista es la del policía agachado, delante de los faros del vehículo, hablando por radio para reconfirmar lo que ya sabíamos desde el principio, que los padres están muertos. Una secuencia que sobra, que no aporta nada, como todo lo demás.
TENÍA GANAS DE VOLVER A VERTE (Kelly Guibal)
–Hola, ya había estado aquí, ¿verdad?
– Si, bastantes veces
Este es el mismo sentimiento de déjà vu al que se confronta el espectador ante este maremágnum de referencias y puertas abiertas. El guión de Benjamín Blas es como esa palabra que siempre queda olvidada en la punta de la lengua, más o menos indescriptible pero con el sabor de los nuevos entramados filosóficos con los que nos debatimos últimamente. Especialmente el último cine que busca ininterrumpidamente (y añadiría que atropelladamente) conmovernos con retratos humanizados de la Inteligencia Artificial (I.A.). Llámese la película WALL –E (2008), Eva (2011), Un amigo para Frank (2012), The Machine (2013), Llamando a Ecco (2014), Autómata (2014) o próximamente Ex machina (2015) y Chappie (2015). Yo siempre he sido más de Pinocho que de la revisión deprimente y fallida que Spielberg tuvo la osadía de rodar con el fantasma encadenado de Stanley Kubrick a cuestas.
En el caso de este cortometraje, el argumento se oscila un poco más por los derroteros de un encuentro con la felicidad a través de lo falso, de lo que se sabe es artificioso, manido y sintético. En este trabajo, el personaje principal es una especie de Geppetto, más joven y exótico, que (SPOILER) intenta reconstruir una y otra vez ese “instante perfecto” con la mujer amada para revivir su más intenso recuerdo amatorio, lo mismo que hicieron los personajes derrotados de Ralph Fiennes en Días Extraños (1995) o Tom Cruise en Minority Report (2002). Este bucle que nos descubre la condición estrellada, en el mal sentido de la palabra, del personaje demiúrgico (véase también Ruby Sparks, 2012) nos dejará al final con la duda de si alguna vez, si quiera, existió esta mujer en carne y hueso o, si desde el principio siempre fue una novia de plástico (Lars y una chica de verdad, 2007). Hay en este entramado algo de la fantasía amatoria de los personajes de Simone (Andrew Niccol, 2002), Her (Spike Jonze, 2013), The Congress (Ari Folman, 2013) o el episodio de la serie de Black Mirror titulado Be Right Back (Owen Harris, 2013). Y, sin embargo, este cortometraje roza la superficie de su potencial romántico, de la neotragedia humana del high tech. Tampoco indaga en las posibilidades que nos aporta este concepto de sexualidad tecnológica capaz de llevarnos al cielo (Thomas est amoureux, 2000 o The Zero Theorem, 2013) o al infierno, como nos mostró Cronenberg sin ningún tapujo en su polémica Crash (1996).
La dirección de Kelly Guibal es bastante correcta. Tal vez las miradas de los personajes están demasiado fuera de cuadro y, como espectador, uno no termina de sentirse parte del drama, pero se agradece tanto la sensibilidad con que está rodada la primera secuencia, como la intención semi pesadillesca de sus planos aberrados. También el trabajo de arte y fotografía tienen sus méritos. Es una pena que el sonido vuelva a ser una auténtica losa y el resultado sea todo lo opuesto a su función de dotar de coherencia y adhesión a las réplicas de sus personajes. En lugar de esto, fragmenta la relación entre plano y contraplano e interrumpe la fuerza expresiva de sus actores. Llama la atención que otro de los cortometrajes a competición, MENTE HUMANA (Martin Rodriguez), trate sobre la obsesión de un hombre por revivir una relación imposible a través del trasvase de conciencias en cuerpos sintéticos, otro posible guión para un capítulo de la excelente serie de Black Mirror. Aunque en el caso de Mente Humana la historia es un culebrón de primera con interpretaciones que rayan lo cómico, con alguna imagen destacable y un montaje muy decente si se tratara de hacer un video de boda. Por todos estos motivos, Tenía ganas de volver a verte, sin ser una obra de arte, funciona a muchos más niveles erigiéndose así como un tuerto en el país de los ciegos.
SOLUCIÓN PRÁCTICA (Martín Barba, con guión de Daniela Lagos) Decía el cortometrajista peruano Nelson Mendoza (Porno Star) que hacer una película es como saber contar un chiste, si lo cuentas bien puedes hacer reír a la gente todas las veces que quieras. En el caso de este trabajo, nos damos de bruces con un chiste mal contado. Aunque se trate de una práctica final de curso no me atrevo a catalogarla de cortometraje, ya que, como bien alude el título, es una “solución práctica”, un parche en todos los sentidos cuyo tándem de estudiantes creativos ha trabajado desde la más absoluta pereza.
Cuando hablamos de práctica final de curso nos referimos a que tras un año entero de estudios, de teoría, de ejercicios prácticos y de charlas se te concede, ¡al fin!, la oportunidad de demostrar tu empuje e inventiva. No importa que el guión no termine de cuajar, porque el director, como persona que orquesta el proyecto, debe dar la cara ante –y por– todo el equipo y recae en él toda la responsabilidad. Y una de ellas es la de luchar por conseguir un buen guión o, al menos, uno decente. No quiero instar con esto a que los alumnos hagan eco de sus quejas lloriqueando por los pasillos del instituto hasta que, milagrosamente, les den otro guión, sino que ante un guión de mierda (como es este el caso) se puede dialogar con los tutores e intentar exigir:
a) Un cambio total de guión.
b) Realizar cambios conjuntamente con el tutor y el guionista (lo cual sé de buena tinta que no funciona bien porque los guionistas son muy proteccionistas con lo suyo y se creen que todo lo que cagan huele a rosas).
c) Darle un repaso a la historia para llevártela a tu terreno. Exactamente igual que hacen algunos de los mejores actores, que no se limitan a recitar como un loro, sino que hacen suyas las frases o las modifican en función de su personaje.
Con esto quiero dejar bien claro que el guionista es la columna vertebral del proyecto, sus pilares, pero no es Dios.
Y perdonen esta analogía cristiana, pero Dios es el director y los demás son sus apóstoles, quienes trabajan codo a codo con todas sus consecuencias: positivas cuando el acto creativo en colectividad se sabe amoldar a esta jerarquía divina e incorpora ideas propias que enaltecen el trabajo final, y negativa cuando aparece la clásica lucha de egos o, peor aún, los perezosos de rodaje que por llevar una gorra de “Amblin Entertainment” en su primera práctica ya se creen directores. Personas que les queda mucho por espabilar porque no han cogido un cable en su vida ni están dispuestas a hacerlo, sea para ayudar a terminar la obra de sus compañeros o para hacer más llevadera la labor infravalorada del equipo de fotografía, quienes cargan como mulos focos, trípodes y maquinaria, mientras otros se quejan de que se ha estropeado el aire acondicionado. Hablamos de los pijos de rodaje, mis queridos señores, un mal endémico y -por otro lado necesario para sustentar una escuela de cine- que merodea por nuestras aulas.
Pero no nos desviemos del tema. La falta de aplicación y de criterio de un guionista vago donde los haya no debe pesar directamente sobre las espaldas de un estudiante que desea dirigir. Se está aprendiendo, de acuerdo, pero tampoco se puede uno hacer de la secta del conformismo y tirar hacia adelante con un guión de diálogos, personajes y conceptos tan pobres que hasta un video de gatitos de Youtube tiene más miga. Para que nos hagamos una idea: “Me gusta como vistes, siempre vas con ese rollo hippie chic”. Con esta frase se dice todo y este guión va directamente a la papelera de mi escritorio. Estas once palabras dicen mucho de la motivación de esta alumna que es, cuanto menos, dudosa en su querer hacer o que, tal vez, guarde en la manga sus mejores guiones esperando venderlos a un mejor postor.
En resumen, con o sin la aprobación del profesorado, uno debe luchar por sacar adelante un proyecto respetable –entendido esto como un trabajo semi profesional–, también debe uno saber atenerse a las consecuencias de estos actos de rebeldía pero, como dicen los amantes de la violencia gratuita, “no hay victoria sin sacrificio”. Acepto, mal me pese, que en una escuela no se enseñe a ser un cineasta amateur (eso lo lleva dentro o no, cada uno) sino que se prepare para desempeñar un oficio. Todos podemos ser parte de un gran caudal de mediocridad, ya que esto mismo es lo que demanda la industria, pero no podemos disfrazar nuestra desgana y apatía en forma de low cost.
No obstante han demostrado mucha más iniciativa cinematográfica -con mejor o peor fortuna- estos cortometrajes que he dejado para mi salón de los rechazados: CASA DE CAMPO (uno de los pocos intentos serios de hacer dramaturgia), LA HERENCIA (una comedia fofa, ociosa, que denota una sociedad de la risa fácil y que recuerda al cortometraje “Pipas”, otra obra arraigada al imaginario popular del Notodofilmfest) y CUESTIÓN DE TOMATES (un infumable trabajo cuyo mayor atractivo es su intro en pos de un producto moderno).
Como pueden apreciar en estos párrafos no me he referido a ninguno de los realizadores del proyecto SOLUCIÓN PRÁCTICA como guionistas o directores sino como estudiantes. El motivo de esto es que esos galones se los han ganado todos los demás compañeros (mencionados o no en este texto) y me parecería una falta de respeto ponerles a todos al mismo nivel de los que han trabajado o, al menos, han conseguido parecer que lo hacían.
EL ENTIERRO (Matías García) Un tipo con una pala, un cadáver que resulta no estar tan muerto como parece y una amistad separada por muchos años. No querría desvelarles más porque este cortometraje merece verse fuera de los circuitos endogámicos (familia, amigos y escuela) a los que muchas veces nos acostumbramos.
El tándem Emilio León y Matías García se fusiona en uno y la pregunta que asoma es si el guión se escribió expresamente para su director o si éste último ha sabido canalizar toda la mala uva, la tensión dramática y el sucio egoísmo con que su guionista describe al ser humano. Desde el plano introductorio (con un leve movimiento de grúa que es cine en estado de gracia) hasta la imagen de las hormigas en los títulos de crédito estamos ante un despliegue creativo verosímil y poderoso. Tenemos entre manos una historia y realización que nada tiene que envidiar a tantos maestros del buen cine. Este cortometraje de escuela trasciende a los cánones de todo el visionado de la muestra. Aquí no sólo tenemos un cortometraje pionero entre sus congéneres, porque tiene el coraje suicida de dejarse ver en blanco y negro y funcionar a la perfección, sino que también es el primero cuyo trabajo de interpretación y sonido vence y convence. Habría que recriminar tan sólo el uso de la ropa blanca que no hace sólo sino sobre exponer la imagen. Por mi parte, incluyendo el maravilloso empleo de la música y del montaje, todo me parece un compendio de aciertos.
AUTORRETRATO (Irene González) Reflejos y abstracciones, ocaso de una vida y de una pareja que tiene cabida en esa escenografía museística donde la exposición de los sentimientos se mezcla con la comunicación personal e intransferible de lo ajeno a propio, de lo desconocido a lo que en el fondo sabemos y tememos mirar de frente. Este cortometraje funciona como lugar de pocas palabras, de replanteamientos y supone toda una analogía, algo escueta, del desamor a través del arte. Barnizada enteramente en un marco de tragedia, en esta galería la exposición fotográfica se erige -dentro de la pantalla y en la misma calidad visual del cortometraje -como uno de sus máximos exponentes. Se muestra en forma de relato in crescendo musical logrando potenciar el abandono y la melancolía a la que están abocados sus personajes. A destacar sus interpretaciones y la excelente calidad audiovisual de todo su conjunto, un loable cortometraje muy bien dirigido cuya imposición depresiva llega a ser también su máximo lastre.
Se echa en falta la honestidad en la inmensa mayoría de estos trabajos. Hay demasiadas ínfulas de director para concejal de villa Media Set, compañía audiovisual líder de audiencia y cuota de mercado y, posiblemente la corporativa más nauseabunda del momento. Demasiada búsqueda de la artesanía, que al fin y al cabo es lo que da de comer, pero mucha falta de pretensiones artísticas. Nos ha faltado, en general, un sentido contemplativo de la escena que incluya el uso de simbologías, iconos, conceptos identitarios o acciones reveladoras, nos ha faltado ese arte de contar mucho con muy poco, sea con un gesto, un color, una mirada. Nos han sobrado las redundantes explicaciones de turno a falta de una mejor narrativa audiovisual. Se han echado en falta personajes realmente interesantes o motivadores, inquietantes sin que se les vea las costuras de su intención, ha habido muchos intentos, no lo pongo en duda, pero muchos de ellos tan sólo han rozado las capas epidérmicas que nos definen como seres humanos y el estereotipo de lo lúdico ha vuelto a hacerse con todo.
El cineasta debe e incluso necesita encontrar un punto de conexión entre su desnudez humana, la de sus personajes y la de su público; ese puente entre arte y oficio, entre la obsesión o búsqueda de uno mismo, al tiempo que quiere enseñar, mostrar, denunciar o simplemente entretener. Pero el entretenimiento debe tener siempre un mensaje oculto, algún trasfondo que cale en nuestra consciencia para que no quede todo en el olvido.
Muchos de los directores de escuela no parecen conocer, ni comprender, ni mucho menos aún amar a sus personajes; estos son maquillados por lo grotesco, lo histriónico, lo que conocemos como el cliché. Los demiurgos han fabulado desde ese prisma mancillado que lleva años mal acostumbrando al consumidor de productos medios y, por tanto, no han sabido dotar de vida a sus ficciones, dejando así en evidencia que los realizadores son/somos víctimas de un consumo fílmico desmedido.
El chiste facilón del cortometraje, el gag socarrón, no se entiende tanto desde el resultado, que debiera provocar una carcajada sincera, como desde su intención de chiste, que tan solo provoca la carcajada por inercia o norma social. Como decía el archiconocido dibujante de comics de la Marvel, Carlos Pacheco: “Nuestra labor no es sólo la de enseñar a unos superhéroes en posición chula, sacando pecho, apretando dientes y desarrollando todo su potencial físico, esa es la parte cool, la parte guay, si quieres ser dibujante lo que hay que hacer es que tus personajes sean personas, mostrar como charlan, comen, juegan…”
En estos cortometrajes los villanos son muy villanos y los idiotas son muy idiotas, véase ese como el principal defecto del cortometraje DARWIN dirigido por Rick Heroine y ganador a Mejor Corto en la diplomatura de Primero. Que, por lo demás es un excelente trabajo de equipo que merece un reconocimiento extra por mi parte hacia todos los departamentos implicados (arte, foto, sonido) y sabe mantener la atmósfera, el sentido del humor macabro y la mirada crítica para mostrarnos una distopía laboral asfixiante, en consonancia con lo que se vive en cualquier ETT.
Hemos visto cortometrajes pro industria, también necesarios, pero se echa en falta la autoría, la pluma propia o lo que podríamos llamar elementos ombliguistas y masturbatorios –entendiéndose esto como sacar cierta privacidad de cada uno de nosotros, como hizo Paul Schrader en el guión de Taxi Driver– . No se detecta en casi ninguno de estos la posibilidad remota de un mecanismo de catarsis a través de su realización. En esta falta de exposición de entrañas, de mostrar la verdad de uno mismo y de su forma de percibir el mundo, me encuentro con un plano unidireccional de ideas. No tanto de lo que es, y podría llegar a ser el cine, sino de años de tradición de un cine de espectáculo (low cost para más inri) que genera dinero, negocio y público; un cine no tan alejado de la televisión, un cine doméstico.
Los personajes no mienten y se delatan a algunos impostores del oficio o gente que se está buscando a sí mismo, ya que muchos de estos personajes de ficción vistos en la muestra, tan convencionales como faltos de identidad, emulan, al igual que sus propios hacedores, los códigos referenciales de un molde maestro (muy cuadriculado) que no ha sabido amoldarse a la vida sino que acampan a sus anchas en este territorio del “yo ya he estado aquí” o “yo ya he visto esto antes”. Y eso que parece un error nimio, de tan común se convierte en grave. Demasiados quieren ser el nuevo Rodrigo Cortés, Paco Plaza, Jaume Collet-Serra, Nacho Vigalondo, Daniel Sánchez Arévalo, Alberto Rodríguez o Juan Antonio Bayona sin detenerse un momento a observar la efervescencia fílmica que está naciendo de los encasillamientos y derrumbes de una industria –de casta, que se dice ahora– cuyas murallas aparentemente impenetrables dan cobijo a unos pocos, cada vez, los menos. Y sí, hay que decirlo, con este panorama español proclive a nuevos partidos políticos con propuestas contundentes, radicales y diferentes, como ese espejo que es el arte de una sociedad, el cine español se ha encontrado a sí mismo en la mirada de algunos provocadores tales como son Juan Cavestany, Elías León Seminiani, Jonás Trueba o Javier Rebollo.
La ruptura entre ficción y realidad, por fin, ha dejado salir todo ese poder creativo contenido en dos (y hasta tres) generaciones de personas que tratan de transmitir una idea, un concepto, una denuncia, una intersección de caminos. Así, en la mitad de la última década han nacido propuestas que tienen acogida en plataformas como Plat o Márgenes, dando a conocer, a veces encumbrando con demasiada ligereza, obras profundamente arraigadas en lo político, lo social, lo experimental y lo contemplativo. Películas, que a veces no nos dejan respirar debido al uso ingenioso y excesivo de sus voice over o que en muchos casos aparentan “no contar nada.” Películas que narran fuera de ciertos convencionalismos y mucho más que algunos oportunistas y falsos cocineros de alta cocina avalados por la Academia de Cine Español. Y aquí ya hablamos de esa entidad viciada que quien escribe quemaría hasta sus cimientos –con ese mismo celuloide que prendía el cine de Malditos Bastardos– para después reconstruirlo junto a todos esos cineastas que han declarado su amor al arte, que no al dinero. A los tipos acaudalados que gustan de ir a los rodajes disfrazados de Spielberg o Wong Kar Wai les diría que se dedicasen a otra cosa –igual de glamurosa pero mejor pagada– y a los que se dedican a otra cosa les diría que se probasen a hacer cine.
Piensen en todo esto cuando salgan afuera a buscarse las castañas, si van a trabajar en el cine para hacer lo que les gusta o si van a trabajar en el cine para hacer lo que les gusta a otros. El segundo camino es mucho más fácil, primero porque hay que comer y segundo porque putas y puteros no nos han faltado nunca en este país.
Si tuviera que premiar dos cortometrajes me quedo sin duda con dos apuestas serias, originales, sin finales complacientes: FRANCACHELA ex aequo EL ENTIERRO.
Felicidades a estos dos ganadores a los que les obsequio una declaración, cuando no todos te aplauden y no todos te premian es que algo bueno estás haciendo.
hola! supongo que la tercera jornada ya no la colgareis ¿cierto?
bueno, una pena.
Un saludo!
Matías, ahí va la tercera parte, muchas gracias por tu interés, me retrasé en los plazos más de lo esperado. Y si eres Matías el realizador de «El entierro» nuevamente mis felicitaciones a tan extraordinaria labor.
Definitivamente no hay tercera jornada, cierto?
Bueno, una pena.
1 saludo.
Hola, me gustaría saber para cuando publicáis la 3ra y última jornada. Saludos..
Hola! ¿el resto de jornadas pensáis analizarlas también? Estaría bien.
un saludo
Por supuesto!
Por favor, publica el resto de críticas que estamos ansiosos. Muchos tenemos ganas de leer tu opinión, y aunque duela, de esto se aprende!
Esta misma semana sacamos la segunda jornada. La tercera en la siguiente. Algunos cortometrajes no serán analizados. Los documentales los estamos dejando para una sección a parte, pero aparecerán al final del artículo. Gracias por tu interés, esperamos que en esta crítica aprendamos todos juntos algo: lo que funciona, lo que no funciona, os defectos de algunos departamentos y lo que son decisiones basadas en decisiones que no siempre son a gusto de quien escribe estas lineas.