Observando el resultado, Pablo Berger es consciente de lo que significa hacer una película muda: se trata, claro está, de contar una historia sin diálogos. Los objetivos de The Artist son mucho más livianos. Claro que cuenta una historia, pero la categoría intelectual se rebaja a la mínima expresión para terminar en un ejercicio de imitación –o supuesto homenaje– que no deriva en una involuntaria parodia por los pelos.
REGRESO AL CINE MUDO:
THE ARTIST VERSUS BLANCANIEVES
Por Marc Betriu
Edición gráfica por Carlos Cristóbal
Cuando uno ve Lirios Rotos (1919), de D.W. Griffith, entiende qué es una cámara, para qué sirve y qué puede llegar a hacerse con ella. Cuando uno ve los ojos de Jeanne Falconetti en La pasión de Juana de Arco (1928), la película de Dreyer, o el pavor en el rostro desencajado de la actriz Janet Gaynor, la esposa amenazada de Amanecer (1927), de F.W. Murnau, comprende que hubo un tiempo en que un cineasta no tenía otro remedio que introducir en un simple encuadre información, narración, emoción, drama, comedia, miedo, amor…; y hacerlo con los matices que debían perfilar a ese personaje o esa situación. No tenía, prácticamente, otras armas que el encuadre, lo cual no es poco. En el encuadre cabe la luz y las sombras, los ángulos, el movimiento, la distancia, la profundidad de campo y la ubicación de los elementos en juego, y, por supuesto, la potencia en ocasiones tremenda de una interpretación, la simple belleza de un rostro o la intensidad de una mirada. Como una célula, el encuadre crece y se multiplica para formar moléculas de encuadres, acciones paralelas, montaje, narrativa.
Así se hacía el cine hace 83 años, en 1929, cuando el único soporte de audio con que contaba el cineasta era la música, un elemento sin duda nada despreciable que incidía y amplificaba el sentido de una imagen. Con la llegada del sonoro, el cine palideció ligeramente en algunos aspectos, la imagen ya no lo era (casi) todo, aunque los grandes directores de la historia siempre han comprendido que las emociones más potentes en el cine se logran a través de las imágenes. Pero ciertamente, los cineastas ganaron con los diálogos otro fértil filón para la magia. ¡Cuántos gloriosos diálogos nos ha dado el cine!, que, en convergencia con la fuerza de una imagen, permanecen para siempre en el recuerdo.
Es un ejercicio absurdo de nostalgia echar de menos el pasado y despreciar un presente que, seguramente, echaremos de menos algún día, en un ciclo emocional que afecta a cada generación. El cine debía ser sonoro porque los personajes deben hablar, y lo demás es un absurdo, aunque con ello esa exploración fascinante –obligada por las carencias técnicas–, que llevaron a cabo los Vidor, Lang, Murnau, von Stroheim, Griffith, Eisenstein, Vertov, Pudovkin, etc., quedara abruptamente interrumpida. A dónde hubieran podido llegar aquellos cineastas con el cine mudo, exprimiendo hasta el límite el lenguaje de la imagen pura. Nunca lo sabremos.
Acaso los nuevos intentos de hacer cine mudo que nos han sorprendido en los últimos dos años pretendan tomar el relevo de los antiguos genios del mudo en el punto donde aquellos lo dejaron. La verdad es que es algo que se me antoja verdaderamente impensable, por la sencilla razón que nuestro mundo atronador no va a dejar hueco para esa exploración, más allá de la rareza. Precisamente esa condición de rareza ha permitido a estas dos películas encontrar su espacio comercial. Dos películas mudas que han coincidido en el tiempo. Una de esas coincidencias que dan que pensar y obligan a preguntarse respecto a lo imposible de algunas casualidades, respecto a los caprichos del cosmos –por llamarlo de algún modo aséptico–, pues ambos proyectos nacieron de un modo completamente independiente, o al menos eso es lo que venden sus responsables, y no tenemos por qué dudar de ellos.
¿Qué es lo que han aportado The Artist y Blancanieves? ¿Cuál es el sentido de su existencia?
Tenemos que pensar que esa involución obedece a razones puramente cinematográficas. Y eso pasa, lógicamente, por poner todo el énfasis expresivo en la imagen por encima de cualquier otro elemento. Renunciar a los diálogos es una amputación buscada que trae grandes consecuencias, partiendo de la premisa de que una película debe contar una historia. Esa amputación incide decisivamente en el cómo, pero ello no debe afectar al qué. Pablo Berger, el director de Blancanieves (2012), esa sorprendente película muda española, lo comprendió al inventarla. En cambio, Michel Hazanavicius, el director de The Artist (2011), no lo tuvo tan claro. Blancanieves regresa al año 1929, o al menos ese es su intento, al cénit expresivo del cine silente. The Artist decae mucho más atrás en el tiempo, cuando el mudo tenía la profundidad de un folletín.
Observando el resultado, Pablo Berger es consciente de lo que significa hacer una película muda: se trata, claro está, de contar una historia sin diálogos. Los objetivos de The Artist son mucho más livianos. Claro que cuenta una historia, pero la categoría intelectual, en este caso, se rebaja a la mínima expresión para terminar en un ejercicio de imitación –o supuesto homenaje, eso se nos dice– que no deriva en una involuntaria parodia por los pelos. Parece olvidar que es la historia lo que importa y no los clichés estéticos de los que echa mano con desmesurada generosidad, recordándonos constantemente la condición de experimento y de atrevimiento que es esta película. Le interesa más el continente que el contenido. Y ahí, como no puede ser de otro modo, extravía el camino.
Blancanieves debería quedar en la historia del cine español, y en la del cine universal –porque el arte no debería tener fronteras–, como un verdadero logro, que es lo que de verdad cuenta como una gran película. A secas. Debe aplaudirse la madurez cinematográfica de sus responsables, que evitan en todo momento esos clichés en los que se sumerge The Artist para erigirse en rareza. Blancanieves consigue proponer una mirada actualizada del cine mudo, más allá de la mera imitación, poniendo al día un cine que, en su amputación, corre el riesgo gravísimo de ser tachado de arcaico. The Artist no lo consigue del todo, y es esa condición de rareza lo que la mantiene a flote, amén, obviamente, de plantear una acción mucho más dinámica que los clásicos mudos. La actualización de Blancanieves supone poner al día el ritmo y el tempo de una película muda, adaptándolo al espectador de nuestro tiempo, mucho más impaciente. Pero no por ello se diluye la voluntad inequívoca de su director de poner (casi) todo el peso del trabajo sobre la imagen como arma puramente expresiva, y no festiva, una categoría, esta última, en la que se queda básicamente The Artist. Contenido, drama, en Blancanieves la historia es lo importante, no el entretenimiento efímero de un juguetito/continente llamado cine mudo. Blancanieves no es un número circense, no es la actuación de un mago o de un malabarista, es una película, y resulta a la postre irrelevante si hay o no sonido. Ese es el síntoma definitivo de su elevada calidad cinematográfica.
En The Artist, en cambio, es la historia la que está al servicio de la forma, y ésta es lo que destaca de ella, con lo que es imposible olvidar que estas viendo una película muda, por encima de lo que debería importar: la historia en sí. Se trata de explotar su condición de rareza. Siguiendo con la metáfora circense, es como si volviéramos al circo a ver a la Mujer Barbuda. En ese contexto populista no nos preocupa otra cosa que ver sus pelos en la cara, los cuales nos despistan del drama del monstruo.
Repasando ambas películas, hallamos en las dos buenos momentos cinematográficos, más brillantes sin duda en Blancanieves, que es capaz incluso de crear un suspense final de raro y trágico cariz a partir de un simple cuentecito infantil, cuyo desenlace se presupone, y que en esta versión logra una gran dimensión, adulta del todo. Con personajes fascinantes, con miradas de cortante intensidad, con unas imágenes que bailan ante el espectador para contar una emoción como células de verdadera carne. La película es un cuento nuevo, en todos los sentidos, cuya condición de silente termina siendo irrelevante, síntoma –repito– de su altura cinematográfica.
Pero no le faltan tampoco buenos momentos de cine a The Artist: la escena en la escalera; el desenlace, en el cenit de la acción, de un silencio cortante; y otros tantos. No están nada mal. No pueden estarlo, son momentos cinematográficos que crearon en los años veinte los mejores cineastas del mudo, y que Hazanavicius no tiene problema en recuperar bajo la bandera del homenaje. Aunque el problema de The Artist no está en ese plagio encubierto, su problema realmente es de concepto.
The Artist se erigió como campeona mundial de los pesos pesados al hacerse con el Oscar a la mejor película en 2011. El populismo vende y triunfa en nuestro mundo globalizado, donde las masas, esas que antaño eran analfabetas, se pierden ahora en el exceso. Resulta desalentador comprobar que el acceso ilimitado a la cultura, que actualmente la tecnología nos ha proporcionado, termine siendo un camino tan tortuoso, pues se pierde en una marea sucia. Resulta que somos tan analfabetos ahora como antaño.
The Artist brilla en todos los monitores del mundo para que nadie se extravíe, para que gane lo que tenga que ganar, y encumbre a quien tenga que encumbrar. Blancanieves, en cambio, está perdida en un bosque frondoso, como el de los cuentos infantiles. Sus virtudes las conocerán algunos por el boca a boca, otros porque se tropezarán casual y gratamente con ella, y la encontrarán también, por supuesto, aquellos que la buscan. La inmensa mayoría del mundo jamás sabrá que existió. Puede que con los años, posteriores generaciones le den el premio que merece, que, por supuesto, no ganará este año. Esa misma historia cuenta esta película, que nos deja con la triste esperanza de una lágrima vertida dentro de un mundo cruel, donde el populismo y la codicia de los charlatanes condenan a la belleza al silencio en demasiadas ocasiones. Algo que el mundo no se puede permitir.
No quiero despistarme con pretenciosas diatribas. Obviando al público y volviendo al ring, donde ambas películas están en calzones y nada pueden esconder, el combate resulta rico e interesante, con dos contendientes mudos de lo más inesperados. El vencedor es claro, porque sus músculos son mucho más poderosos: mientras The Artist es un producto de la vanidad, Blancanieves es producto de una profunda humildad, una cualidad imprescindible para un cineasta y para una película, como nos contaba a través de memorables diálogos Vicente Minelli en Cautivos del Mal.
Lleida, 17 de diciembre de 2012