Hollywood educa con cierta sobriedad realista, pero en definitiva sigue minando nuestra materia gris con formulismo y, peor aún, neutralizando la capacidad de discernir entre un suficiente raspado y un suspenso merecido o, lo que es lo mismo, separar lo malo de lo peor.
por Pablo Cristóbal
La secuencia premonitoria
Las historias son capaces de resumirse en una sola imagen o, en el caso del cine, también en una escena. Esta dimensión visual propia de un cuadro pictórico es el milagro, y condena, al que está ligado su poder narrativo. Tanto en un producto de gran distribución como en un producto “indie” se ofrece en demasía una introducción que nos avisa de lo que estamos a punto de ver cuando no se nos desvela descaradamente. El uso de la imagen premonitoria no es tanto desvelar como penetrar es el subconsciente del espectador para apelar a una asociación de ideas que se irán desarrollando.
El cine, como todas las artes, es esa misma niña, que maquillada y convertida en puta, ha sido corrompida por los mismos proxenetas de antaño. Que nadie se moleste si no son mencionados archiconocidos directores del ayer y referentes fílmicos incuestionables. Las “madame” del pasado cinematográfico ya han sido analizadas demasiadas veces por muy diversos y excelentes ensayistas. Retroceder a los inicios de este juego de imágenes -que relatan y sacuden con secuencias poderosas- supondría un más que azaroso trabajo de genealogía al que cuanto menos podría dedicarse una enciclopedia del saber fílmico; por ello nos mantendremos en márgenes más cercanos y actuales refiriéndonos a algunas de estas nuevas películas que nos brinda diariamente una industria tan parca como interesante.
Arriba imagen narrativa que no premonitoria de Blackthorn, el agua símbolo de pureza y esperanza. El dinero símbolo de corrupción y veneno del alma humana.
Tenemos la muy reciente Moneyball: rompiendo las reglas (Bennet Miller, 2011), cuyo comienzo nos muestra de manera brillante el reinado del capitalismo en el deporte nacional de los norteamericanos con una serie de imágenes de archivo de un partido televisado. Entre planos robados que nos describen la inminente derrota del equipo protagonista, hacen acto de presencia unos créditos que nos informan de cuáles son los dos equipos que están jugando, pero antes se nos presentan unas cifras: los presupuestos de los que dispone cada uno de los rivales, evidenciando la diferencia de igualdades en un combate poco menos que justo, porque la historia de los equipos se mide por su economía y nada más.
Después, en una serie de planos consecutivos del estadio vacío -estos ya rodados por el propio director-, tenemos en plano general a un derrotado Brad Pitt tumbado entre las gradas, como una mosca en la gran telaraña empresarial. Lo mejor que puede hacer esta mosca ligada al juego federado es apelar a la matemática pura, empleando un sistema de modelo de equipo basado en estadísticas. Una mosca que se mueve por la telaraña. Moneyball resulta ser tan fría como el juego de cálculo al que sus jugadores, estrellas o no, son sometidos y la temática nos es interesante por unos transitorios minutos. En esta historia de superación de toda la vida hemos sufrido y captado el mensaje ya en ese impactante inicio, en esa secuencia premonitoria que nos señala el problema del juego mediante esas cifras confrontadas. Una lucha que desvela el propio conflicto de toda la cinta y que deja la sensación de asistir uno de esos trailers concebidos como meros spoilers que no dejan nada más para la sorpresa del espectador.
Los idus de Marzo (George Clooney, 2011)comienza con la entrada a escena de Ryan Gosling para realizar un simulacro de discurso, obviamente trabaja para un equipo de campaña política en la que asesora a un gobernador, interpretado por George Clooney. Gosling, personaje egocéntrico entre el ideal y el cinismo, emite con bastante desgana las declaraciones que posteriormente reproducirá su jefe. Ya nos es revelado el tema de toda la película en una sola imagen. El juego entre bastidores del espectáculo en la política y la imperfección de sus máximos exponentes. Por si esta premisa no quedase suficientemente clara -para un público torpe- aparece una periodista ambiciosa, encarnada por Marisa Tomei, que nos desvelará el argumento a desarrollar. Todo esto a los diez minutos de una película que vuelve a fallar porque cada personaje en juego, especialmente las féminas, es un posible obstáculo para la supervivencia de su protagonista y, a su vez, porque todo se desarrolla tal y como se sabe que va a suceder.
“El aprendizaje de la mentira corre paralelo a la formación de una máscara. Stephen no extraerá ninguna enseñanza moral de su itinerario, solo la capacidad de modular un rostro capaz de ocultar todo lo demás.”
-Carlos Losilla, Caimán Cuadernos de cine.
Arriba izqda Ryan Gosling adulado por la oferta de su enemigo, arriba dcha Brad Pitt abrumado por el peso de la derrota, ambos son moscas en sus respectivas telarañas: la política y la deportiva.
La galardonada The Wire, bajo escucha (David Simon/ Ed Burns, 2002-2008), en su tercera temporada, nos invita a la demolición de las “Torres”, una serie de edificios en la periferia de los suburbios frecuentados por camellos y drogodependientes. El acontecimiento se lleva a cabo en uno de esos vergonzosos actos públicos (encauzados a fines mediáticos) y es dirigido por esos políticos codiciosos que movilizan a una ciudadanía ingenua. “Las Torres”, símbolos de miseria, delincuencia y marginalidad, se derrumban tras su detonación emanando una gigantesca masa de humo –recordando al 11s- que envuelve a todos los presentes. Lo que es un acto de esperanza da lugar a una imagen casi apocalíptica, una comunidad asediada por una masa negra de humo que los envuelve y atenaza; símbolo de esa delincuencia que se expande y se avecina. Entran los créditos mientras tenemos la sensación de que el derrumbe de esos edificios ha sido un gran error. En efecto, parte de la trama principal tratará sobre el intento de un buen policía por controlar todo ese narcotráfico ingobernable y regido por violentas bandas callejeras; culminando con la creación de Hámsterdam, utopía de la droga para camellos y adictos, lejos de los barrios de clase media-baja.
El perfecto anfitrión (Nick Tomnay, 2010) se abre con un tipo disfrazado de forma algo ridícula (gafas de sol, sombrero, peluca…) que nerviosamente abre el maletero de lo que pudiera ser un coche robado y que, acto seguido, se cambia de vestuario y agarra una bolsa de basura donde aventuramos contendrá en su interior un suculento botín. El tipo, obviamente, acaba de robar un banco y procede a su huida. El motivo económico y la metamorfosis de identidad que sufrirá una y otra vez cada personaje en esta cinta, deudora de Hard Candy (David Slade, 2005) y La huella (Joseph L. Mankiewicz, 1972), es el juego que estará presente durante todo el metraje. Si unos parecen víctimas que se convertirán en verdugos, otros son delincuentes que se darán de bruces con tipos de su misma índole, los cuales los convertirán en inmediatos rehenes. Nada es lo que parece en esta trama basada ante todo en una vorágine de suspense y puntos de giro bañada en humor negro. El intercambio de roles es el auténtico leit motive.
Seres abandonados por un mismo Dios sobreviven en los barrios marginales de Leeds. El marco social de Redención (Tyrannosaur, 2011) no es tanto un paisaje marginal como un estado anímico de rabia e impotencia. En esta cinta, un iracundo personaje interpretado por Peter Mullan (Mi nombre es Joe) nos sobrecoge con su personificación de la contradictoria naturaleza humana. Aquí los perros -dóciles o agresivos- no distan mucho de sus amos. Mullan, tras ser echado casi a patadas de una taberna, golpea sin contemplaciones a su mascota. La secuencia desemboca en el inmediato y profundo arrepentimiento de éste, que lo sostiene en brazos como a un bebé. Intuimos que la violencia doméstica será el peso pesado de esta trama argumental.
Peor uso de estos animales de compañía se hace en50/50, donde la exnovia (Bryce Dallas Howard) del protagonista (Joseph Gondon- Levitt) regala a su pareja un animal doméstico para que lo acompañe en esas horas de incertidumbre y espera subrayando la soledad que padece el individuo cuando se debate entre la vida y la muerte. Propio de estas comedias con un toque de pseudo romanticismo que las vuelve más comestibles que provechosas.En esta casi entretenida película menor que es 50/50, la imagen premonitoria está construida en una secuencia en la que lucen créditos iniciales y música happy. Ahí tenemos al talentoso actor Joseph Gordon Levitt haciendo futting sin saber lo que le espera. En un momento de su alegre carrera matutina se detiene ante un cruce de peatones, el semáforo está en rojo. Gordon-Levitt se ancla a la espera de que la señal de tráfico le permita cruzar y seguir su plácido paseo. Mientras espera cívicamente otra persona que hace ejercicio pasa por su lado cruzando la carretera. Gordon la mira, en la carretera no pasan vehículos. El semáforo se pone en verde, la música happy se retoma. El muchacho comienza a correr alegremente.
Arriba el rodaje de la secuencia premonitoria. Abajo vista a través del celuloide.
El director ya nos ha contado toda la película. Un tipo con una vida normal que hace un paréntesis en ella porque contrae un cáncer atípico. La cosa se complica puesto que la quimioterapia no funciona, todo indica que las posibilidades de fallecer son cada vez más altas al someterse a una compleja operación – de ahí el título-. Pero como todos sabemos (aquí va el spoiler, cuidado) todo saldrá bien. El personaje vuelve al circuito de la vida.
The Future (Miranda July, 2011) en su primer plano contiene toda una presentación de la relación que sufren sus protagonistas. Hay una más que descarada imagen premonitoria sobre uno de los principales conflictos de la trama. Una pareja que comparten un mismo sofá pero que fijan la vista a cada uno de los monitores de sus ordenadores personales, es decir, pasan las horas observando una ventana que los lleve a otro mundo, una vida que, si no es mejor, es diferente. Pareja moderna, prototipo indie, que en su convivencia amatoria han desaprendido a mirarse a los ojos para asentarse en el inmovilismo de la vida y la incomunicación, donde un presente compartido sugiere una vida destinada a la vejez.
Retrocediendo algunos años está esa primera escena de un muchacho de piel negra tocando ritmos tribales en la gran urbe. Nos referimos a ese confuso inicio de Matrimonio de conveniencia (Green Card, 1990), película de corte romántico que dirige el maestro Peter Weir. En ella tenemos a un Gérard De Pardieu que se casa con una joven e idealista Andy McDowell, ambos por motivos prácticos: Gérard pretende quedarse en los Estados Unidos indefinidamente mientras McDowell, amante de las plantas, ansía ser la dueña de un apartamento para hacerse cargo de su colosal invernadero.
De cara a la comunidad de vecinos, retrógrada y conservadora, se inventan un pasado amoroso. El marido de conveniencia es un compositor de música algo excéntrico que dice haber estado en Africa inspirándose en ritmos tribales para sus piezas musicales contemporáneas. No por casualidad el invernadero del que se hace cargo McDowell es amplio y remite a la jungla más exótica. En plena discusión conyugal el falso marido, movido por una explosión de emociones, amonesta a McDowell acusándola de ser demasiado fría y de conceder más valor a sus plantas que a las personas.
Arriba izqda inventándose un pasado de cara al mundo, arriba dcha la realidad de una convivencia forzosa.
Peter Weir inicia su película con la imagen premonitoria del niño afroamericano tocando tambores en la jungla de asfalto porque la danza y el ritmo mueven ciertas emociones a un nivel primitivo o, lo que es lo mismo, suscita una alteración concreta como son el erotismo o la destrucción. El ritmo repetitivo penetra en la sede de las emociones. McDowell se siente realmente viva en compañía del músico francés por mucho que lo deteste. El amor florece dando lugar a un final hermoso, que no feliz.
La función de estas dos últimas secuencias premonitorias han sido las de completar el sentido de toda la trama, por ello son las que mejor uso hacen. También han servido para resumir el argumento o los temas a debatir sin caer en ese flashforward medio tramposo que da pie a la película, Eva (Kike Maíllo, 2011) o sin recurrir a las pesadillas premonitorias pero evidentes que sufre el protagonista de The Artist (Michel Hazanavicius, 2011).
Arriba izda la enigmática y siniestra hada madrina, Grace Zebriskie. Dcha una imagen de la niña Eva espiando el mundo de los adultos al igual que hiciera Hugo Cabret desde su reloj (abajo izda) o a través de la sala de cine (abajo dcha).
En el caso de Inland Empire (David Lynch, 2006) cuando la espeluznante vecina Grace Zabriskie hace acto de presencia a modo de madrina advirtiendo a su heroína –Laura Dern– de futuros peligros es muy diferente porque estaríamos hablando de una premonición diegética, es decir, una premonición que está dentro del guión de la película y que escapa a la magia encubierta del montaje.
En La invención de Hugo (Martín Scorsese, 2011) la imagen premonitoria se funde con la presentación del personaje que nos delata a un niño agazapado, expectante dentro del reloj que preside la estación de trenes. Scorsese nos sitúa del lado del espectador, del voyeur. La película basada en el relato de la Invención de Hugo Cabret es una master class acerca de la historia del cine para infantes y eruditos de sus inicios. Hugo -espectador de cine a través de los personajes de la estación- como alter ego de nosotros, el público.
«Repasemos las condiciones en que se ejerce la contemplación de los films: pasividad relativa del sujeto, inmovilidad forzosa, superposición sensorial (vista/oído), vigilancia crítica. Si pensamos que entre los seis y los dieciocho meses el niño, que se desenvuelve en una relativa incapacidad de movimientos, descubre su imagen y la de los demás (la madre que le lleva en brazos) identificándose con una imagen como forma de unidad corporal, como formación imaginaria, se podrá tender un puente entre la metapsicología y el dispositivo cinematográfico.»
-Ramón carmona
Esta es una muestra del panorama de los últimos años, un cine impecable a nivel técnico, e incluso interpretativo, que no se lanza de cabeza al vacío porque depende demasiado de los colchones explicativos. La industria confía en la frialdad y pulcritud de los personajes, en una fotografía rigurosa, a veces de una banda sonora refinada e incluso de un guión aparentemente comprometido, pero todo ello nos es igual porque al llegar a la sala tenemos una secuencia inicial que nos adelanta toda la película por miedo a que no la entendamos y a que no se ajuste a lo que esperábamos. The ides of March y Moneyball son ese ejemplo de que los patrones del género no han sido sustituidos, sino camuflados por una gélida y calculadora yuxtaposición de imagen y sonido. La sensación de “familiaridad” de todos estos films de amplia factura es el recurso de salvamento de los mismos.
La imagen y la secuencia premonitoria son fundamentales en el empleo narrativo, su problema viene dado cuando cae en manos dubitativas menos que proclives a confiar en la capacidad del espectador. Hollywood educa, finalmente, con cierta sobriedad realista, pero en definitiva sigue minando nuestra materia gris con formulismo y, peor aún, neutralizando la capacidad de discernir entre un suficiente raspado y un suspenso merecido o lo que es lo mismo, separar lo malo de lo peor.
Alcalá de Henares, 22 de Marzo del 2012