Escrito por Daniel L. Serrano (Canichu el espía de bar)
Edición por Pablo Cristóbal y Alicia Victoria Palacios Thomas
¿Qué ocurre cuando los Hermanos Coen y Matt Charlan se juntan con Steven Spielberg?
Pues ocurre que si estamos hablando de los Hermanos Coen de la década de 2010, tan tocados de la gracia y la experiencia acumulada, en plena efervescencia productiva con la serie de Fargo (2014) nacida de su película homónima de 1996, y si hablamos de un Steven Spielberg que desde La Lista de Schindler (1993) no le sienta nada mal el género histórico con aires novelescos cada vez que se decide por la temática trascendente, resulta que obtenemos un guión al estilo del cine clásico de la época dorada de Hollywood, esa de mediados del siglo XX, cuyo título es El puente de los espías (2015).
Spielberg toca en El puente de los espías tres de los puntos clave de género que ya tanteó en sus anteriores películas de corte histórico.
Por un lado es obviamente, como he dicho, un tema trascendente de la Historia sacado de un hecho real, que el cineasta recoge con una seriedad académica, desglosando en imágenes y diálogos toda la problemática del asunto y conectándolo con sus implicaciones en la vida actual. Todo eso mientras lo matiza todo con toques de novela que le dan un ritmo muy apetecible de querer seguir acompañando una historia real como si fuera una trepidante evolución de aventuras y desventuras de sus protagonistas. Esto es algo que Spielberg había hecho anteriormente con la citada La lista de Schindler (1993), en la que nos narraba las desgracias de los judíos en Auschwitz, la maldad intrínseca que se puede dar en el ser humano y la heroicidad de una sola persona que puede marcar la diferencia. También lo había hecho en Salvar al soldado Ryan (1998), donde a través del desembarco de Normandía enseña la atrocidad de la guerra, la no existencia de buenos y malos en un conflicto bélico y el absurdo heroico cobrando sentido en un acontecimiento donde la gente muere a cientos y a miles. En este caso, en su actual película, trata de mostrarnos un intercambio de prisioneros a costa de la Guerra Fría entre 1957 y 1961. Las mentiras de Estado, la utilización del individuo y, una vez más, el hecho y la acción individual como acto que marca la diferencia y humaniza los grandes acontecimientos traumáticos que nos hacen vivir las circunstancias políticas. Se trata de demostrar, otra vez, la necesidad de actuar con justicia y virtud aunque las circunstancias sean adversas y corra peligro tu integridad. En este sentido, Spielberg parece discípulo de Sócrates, Platón o Cicerón.
El segundo punto que toca Steven Spielberg en El puente de los espías, que ya había tocado en otras películas anteriores, es su atracción por la demostración dialéctica de la bondad o la justicia de una causa de valores humanos en un suceso del pasado.
El cineasta lo lleva a cabo mediante el uso del «género», muy arraigado e ininterrumpido en el cine norteamericano, sobre películas de juicios y procesos judiciales habituales desde los tiempos del cine mudo. De hecho, va en consonancia con el anterior punto, pues es en las películas de juicios donde las tramas de defensa de un caso imposible o un caso perdido arraigan mejor. Spielberg ya había tocado esta forma de cine en el metraje Amistad (1997), tratando el asunto de un barco negrero español del siglo XIX que vive un motín de los esclavos frente a las costas norteamericanas. El barco es interceptado por el gobierno estadounidense, a partir de lo cual se abre un proceso judicial donde se trata de dilucidar si los negros son personas o mercancías, todo esto con objeto de si deben ser hombres libres o seguir siendo propiedad esclava del negrero español. Asunto cinematográfico, por otra parte, tratado con cierta injusticia histórica por parte de Spielberg, dado que España a lo largo de su Historia apenas tuvo legalizada el tráfico de esclavos mas que por un periodo de tiempo relativamente corto en comparación con otras naciones, aparte de un uso de ese tipo de negocio en una escala muy inferior a lo que lo hizo Estados Unidos (aunque atroz y denunciable como todo esclavismo). Quizá este aspecto lo solventaron los norteamericanos con dos películas muy diferentes que reconocían la monstruosidad del pasado esclavista norteamericano, Django desencadenado (Quentin Tarantino, 2012) y Doce años de esclavitud (Steve McQueen, 2013). Sea como sea, Spielberg se ha valido de este recurso, y también por asuntos de esclavitud, no hace mucho, con Lincoln (2012) y sus debates políticos, en algún caso algo fraudulentos, para lograr las leyes de eliminación del sistema esclavista en territorio norteamericano.
En El puente de los espías está muy evidenciada la necesidad que tiene Steven Spielberg de contar la historia demostrando dialécticamente la necesidad de obtener justicia pase lo que pase, mientras, igual que en las dos anteriores películas mencionadas, se nos muestra como la justicia a veces es mediante el recurso a acciones extrajudiciales y, a menudo, con tretas y mentiras o verdades encubiertas. Una vez más el defensor, un abogado interpretado por Tom Hanks, marca la diferencia con sus decisiones personales, elemento clave de humanización de todo el proceso.
La película se divide en dos partes muy claras: en la primera prevalecen los procesos estrictamente judiciales y en la segunda prima el proceso extrajudicial, este último si pudiera tener algo que ver con la «justicia». Por ejemplo, con la liberación de un estudiante injustamente acusado de espionaje, un caso rebotado de los intereses de Estado que rozan la guerra desde dentro del más puro conflicto y falta de entendimiento de las partes representadas por Estados Unidos y la Unión Soviética. Aquí es el individuo, el abogado, el que utiliza al sistema que nos manipula a todos y eso es algo que al espectador le simpatiza, más en los actuales tiempos de crisis donde grandes poderes económicos nos han hecho marionetas del sistema desde 2008 o antes.
Y el tercer punto que toca Steven Spielberg es el cine de espías. Su impecable y trepidante Munich (2005) nos enseñó un mundo de espionaje y contraespionaje que nos metía de lleno en la Guerra Fría y en la guerra sucia de los hechos acaecidos después de los actos terroristas de las Olimpiadas de Munich de 1972.
Todos los factores anteriormente citados aparecen en este metraje, pero fue aquí, desde el cine de acción más puro, donde Spielberg nos lanzó de lleno el mensaje de la maldad intrínseca que puede llegar a alcanzar cada gobierno y sus agencias de inteligencia/espionaje, que a menudo son agencias que programan atentados y asesinatos con total desprecio por la vida, eso incluye la de los inocentes que puedan llegar a convertirse en víctimas colaterales. En El Puente de los espías se vuelve sobre hechos reales, pero de un espionaje dado entre 1957 y 1961, como ya he citado. Se nos mete en esas historias clásicas cuya temática abordaron antes autores como Alfred Hitchcock o Mark Robson en los años 1950 y 1960. Lo inquietante de esta trama es la amenaza y violencia de los Estados con sus mentiras, su control y su poder de ejercer allanamientos, robos, asesinatos y, en este caso, hasta la división de una ciudad con un muro. No lo es tanto en grandes y espectaculares peleas, disparos o bombas, no las hay. Es una película con sabor a cine clásico, rodada con sus ritmos y sabiendo dónde se pisa en cada rincón de su muy estudiado guión.
Steven Spielberg además ha optado por los recursos más académicos, una banda sonora orquestal que sólo interviene en momentos muy particulares, esta vez dirigida por Thomas Newman y no por su amigo John Williams; un cinemascope que abarca hasta el último milímetro de la pantalla para que no nos perdamos detalle y todo nos llame la atención; una fotografía fría y grisácea que reproduce el sombrío Berlín sin reconstruir de quince años después de la Guerra Mundial y que marca un carácter antipático en los soviéticos, como contraste, la luz y los numerosos colores retratan unos Estados Unidos de la aparente felicidad capitalista.
Y otros recursos clásicos repartidos en detalles claramente reconocibles, como pueda ser una notita secreta que Abel, el acusado ruso interpretado por Mark Rylance, obtiene al más puro estilo Hitchcock, quien sí vivió en la vida real la etapa clásica del espionaje de la Guerra Fría. Hay quizá un detalle que le diferencia a otras películas de espías, un detalle que ya tocó en Munich, la sociedad norteamericana es mostrada como una sociedad aterrorizada y capaz de cometer injusticias incluso por encima de sus leyes. Por otro lado, los servicios secretos soviéticos —sin restarles nada de antagonistas malvados y mostrados como mentirosos— son retratados en un interrogatorio que realizan a un piloto norteamericano (de un avión espía U2) como gente amenazante por miedo a lo que pudieran saber los americanos —por cuanto de amenaza tiene para su país— pero a diferencia de otros metrajes, no como gente amenazante por su sed de atacar Estados Unidos. La Guerra Fría acabó en 1991 y Spielberg se permite así el lujo de ser uno de los cineastas pioneros en realizar revisiones críticas de la Historia y autocríticas a su sociedad americana.
Sí que es cierto, sin embargo, que el siempre positivista y positivo Spielberg no abandona su complacencia con el sistema de vida norteamericano como el mejor, según su visión, ni que dibuja unos servicios secretos nacionales muy amables, muy lejos de su fama real de torturas en los años 1950. En cierto modo, además, enlaza la historia que nos narra con los actuales problemas y fobias de Estados Unidos respecto a la guerra contra el extremismo terrorista islámico que sufren desde 2001. Spielberg nos plantea la pregunta de si todo es válido y nos habla de la humanidad que también el enemigo tiene en sí, pero a la vez no deja de hacer un guiño de visto bueno a los métodos del espionaje, en general, como garantes de seguridad nacional y mundial. Me parece algo ciertamente curioso de alguien que ha firmado historias como las citadas La lista de Schindler, Salvar al soldado Ryan, Amistad, Lincoln, y en especial, Munich. Es probable que Spielberg sea consciente de esto y no tarde demasiado en volver sobre el tema para decir una última palabra más.
El puente de los espías recrea impecablemente los años 1950 y primeros 1960 de Estados Unidos y de la República Democrática Alemana. Merece la pena ver la escena de la construcción del Muro de Berlín (que fue de la noche a la mañana), los jóvenes alemanes con aspecto de rockeros (que existieron y están en la génesis del rock del 1960 nacido en Europa), la moda textil y los automóviles solemnes de la clase media norteamericana de corte político republicano, el aire soviético de la sociedad de la Alemania oriental, los trajes militares perfectamente ubicados en su época… La fotografía, dirección artística, el vestuario y la producción en sí han requerido de un esfuerzo muy significado, al estilo en que Spielberg nos tiene acostumbrados cuando se decide por el cine histórico.
Aunque el director no pudo resistirse a incluir uno de sus típicos finales familiares y alegres, aunque pudiera haber otros metrajes de este mejor realizados, esta no es una obra menor y, de no tener otros títulos importantísimos en su carrera, probablemente esta sería una de sus obras más apreciadas. Pero Spielberg tiene muchas grandes obras, esta es una de ellas. Su colaboración con los Coen ha dado un muy buen resultado, si bien dentro de un cine de corte clásico.
Escrito el 19 de enero de 2016
Daniel L.—Serrano «Canichu, el espía del bar» autor de Noticias de un Espía en el Bar
Spielberg es uno de esos directores directamente vinculados con la historia reciente del cine. Es evidente que no gusta a todo el mundo, pero realmente, su cambio de la ciencia-ficción al drama histórico le ha sentado de fábula. Esta «El puente de los espías» tenemos muchas ganas de verla, aunque no se yo si tendremos que esperar a verla en soporte digital.