Birdman o La inesperada virtud de la ignorancia
BIRDMAN: o la Holy Motors (Leos Carax, 2012) de este año —disculpen el slogan facilón— es un bello mezclum de Fellini 8½ (Federico Fellini, 1967), Opening Night (John Cassavetes, 1977), Synecdoche, New York (Charlie Kaufman, 2008) y The Congress (Ari Folman, 2013). Una cinta muy estimulante donde cine y teatro se aúnan bajo una dirección técnicamente apabullante —gracias al mismo medio digital que se critica— y que se disfraza en su mayor grosso de planos multi secuenciales, como anteriormente lo hicieron La soga (Alfred Hitchcock, 1948) o El arca rusa (Aleksandr Sokurov, 2002), para llevarnos por los bastidores del mundo de la farándula, ese que siempre queda a medio camino entre el cielo y el infierno. Por eso el tono de la trama, tan esquizoide, oscila a ratos en la comedia de enredo a lo Broadway para después atraparnos en un agobiante, claustrofóbico e incluso pesado viaje de naufragio emocional. Metraje cargado de intencionalidad artística, simbólica, psicológica y, tal vez, elitista, pero sin miedo al rechazo; un cine que sale desde las entrañas de ese monstruo, y fábrica de chocolate, que es la gran industria norteamericana y que en este tipo de casos sabe hacerse respetar. Y es que no es este Birdman de Iñárritu un film de esos para pasar el rato —como lo fueron las estupendas películas de Batman realizadas por el maravilloso tándem Burton–Keaton— sino uno de esos que busca la grandeza de la redención y que, a diferencia de tantas otras, la encuentra. La tenemos en el batir de sus alas, en su juego de ficción y de realidad, en la captura de su nostalgia y la invasión de nuestra contemporaneidad. Sería ilógico no aceptar que la trama desfallece en algunos estereotipos del paradigma yanqui —la hija despechada, la ex mujer comprensiva, el mejor amigo como productor— y que, sospechosamente, recién estrenada ha sido demasiado ruidosa, sonada, mediatizada… No es de extrañar que Hollywood, como cualquier empresa o partido político —que a veces son la misma cosa—, trate de vendernos en la gala de este año su sentido de la autocrítica, del ridículo y su consciencia del corrosivo absurdo del famoseo. Una mirada ácida hacia las nuevas tendencias del cine-espectáculo que ellos mismos fomentan, pero también hacia la capacidad que tienen las redes sociales para hacer levitar o sepultar una obra. No quedamos exentos los bloggers, los críticos o analistas “con o sin papeles”, que empleamos las etiquetas de turno y las palabras que nos separan del arte; una lengua que no necesita tanto del vocabulario ni del raciocinio como de la emoción.
Birdman es una película por y para el resurgir de Michael Keaton, ya que asistimos, en esencia, a la misma idea que tuvo Darren Aronofsky al hacer El luchador (2008) con Mickey Rourke —actor al que sacó del barro no sólo para devolverle su dignidad sino para llevarlo a ese auge como intérprete que nunca logró en el pasado—. En este caso Keaton se desnuda en todos los sentidos de la palabra para trascender en la imagen, para llegar a lo más alto de su carrera como actor.
El cineasta Iñárritu, por el contrario, ya lo hizo en Amores perros (2000), pero ahora se atreve a salir de sus encorsetadas torres de Babel (2006) para experimentar influenciado por su compatriota Cuarón —en su búsqueda constante del plano secuencia— y por la oscarizada Cisne Negro (2010)—de nuevo Aronofsky en esa atmósfera de irrealidad y delirio— aderezándolo con cierto espíritu infantil que no puede sino recordarnos a la más conocida obra de James Barrie pasada por el filtro de Spielberg o algunos aciertos quijotescos de Terry Gilliam —como su infravalorada tragicomedia El rey pescador (1991)—. Como colofón Keaton se rodea de un estupendo elenco de actores que han tenido más recientemente su momento «geek»: tenemos a Edward Norton (El Increíble Hulk, que no funcionó), a Emma Stone (la chica de The Amazing Spiderman 2, que tampoco funcionó; no ella sino la película), a Naomi Watts (King Kong) y a Andrea Riseborough (Oblivion). Todos excepcionales salvo quizás Emma Stone, que si algo sabe hacer muy bien es comedia y cuyo personaje queda demasiado enclaustrado en el estereotipo de hija resentida por los desafectos de su padre.
Birdman, sin duda, merece gloria y aplausos, pero quien escribe estas líneas siente ciertas expectativas incumplidas porque la sonoridad mediática —imposible de ignorar— le ha jodido media película, como siempre.
Escrito por Pablo Cristóbal
Edición Alicia Victoria Palacios Thomas
Creo que el género «hollywood se cuenta a sí mismo sin anestesia» cumplió un ciclo.
Esa última frase sobre que el sonido mediático en torno al metraje estropea las espectativas por el metraje cuando se ve es una realidad que hemos sufrido todos múltiples veces. Tendríamos que analizarlo a fondo. Uno de los casos más sonados para mí es el de «El bosque», de Shyamalan, que se vendió como terror, cuando era obvio que la película no iba de terror. O también el caso de alguna que otra película de «Historia» que en realidad simplemente tienen ambientación histórica, que es diferente.