BÁRBARA: el rugido del viento alemán
Las películas que incorporan el viento como elemento expresivo suelen ganar para sí un intangible que el espectador siente en sus vísceras como algo agreste, bello, físico, opresivo y a la vez liberador. Una especie de realismo poético, de gran ambigüedad por lo que tiene de inquietante y de puro al mismo tiempo.
Por Marc Betriu
Edición por Carlos Cristóbal
Da la sensación de que tras La vida de los otros (2006, Florian Henckel von Donnersmarck), el cine alemán ha encontrado una veta generosa en esa mina incierta que es el cine: los oscuros tiempos de la guerra fría. Esto va por vetas. Las tenemos de piratas, de vampiros, de secuelas o precuelas. En España tenemos la veta eterna de la Guerra Civil; una buena veta, sin duda, pero bastante mal aprovechada, porque incluso los buenos temas necesitan en el cine, en el arte, de la fuerza de una visión con personalidad. Los autores son por naturaleza egoístas y vanidosos, quieren las cosas groseramente a su manera. La grosería, la vanidad y la soberbia han hecho avanzar el cine desde que hace más de cien años se filmara en un plano fijo a unos trabajadores saliendo de una fábrica, iniciando así esta aventura trascendental del lenguaje de la imagen.
Le falta unas buenas dosis de mala leche al cine español. Mala leche para librarse de las peores bacterias que contaminan una película: la imitación, la absurda y fatigosa fidelidad a las fuentes literarias, la falta de personalidad cinematográfica.
El cine alemán, durante años renqueante, emerge ahora con un filón y, lo que es más importante, con un cierto grado de independencia cinematográfica. Algunos cineastas alemanes han hallado su lugar en el firmamento, han conseguido hacer un cine que no mira de reojo a otras cinematografías, ni saca la chuleta de cómo construir un drama o un thriller en diez lecciones. Se limita a mirar hacia sí mismo y hacia adelante.
Otras cinematografías como, por ejemplo, la sueca –antaño referente de fertilidad creativa– vive su particular momento dulce en términos comerciales, pero intrascendente en un sentido cinematográfico. Lo sueco va ahora de thrillers, como su literatura. No sé si es que hacen las películas como churros, o que están cegados por el éxito comercial, pero lo cierto es que el cine sueco, salvo excepciones, es una mutación rubia y actualizada del thriller americano, con tremendas tensiones cinematográficas ubicadas en exteriores gélidos e interiores Ikea.
Las pequeñas (o no tanto) alegrías que nos está dando el cine alemán se fundamentan en su capacidad para convertirse en un cine independiente, con su identidad propia. Remontándonos a principios de este siglo, con películas tan “alemanas” como Good bye, Lenin! (2003, Wolfgang Becker) o El hundimiento (2004, Oliver Hirschbiegel), se observa en Alemania un sustrato hecho de germánica corrección, enriquecido, por supuesto, ora aquí ora allá, con esos abruptos y geniales personajes que toda cinematografía importante necesita para encontrar su hueco en la historia del cine. Nos referimos, en este caso, a autores como Michael Haneke y Fatih Akin, aunque tanto Haneke –que es austríaco, igual que otro interesante cineasta, Ulrich Seidl–, como Fatih trascienden lo germánico, uno para mirar a Francia, y el otro para mirar a Turquía; y es que no se puede poner vallas a esos tipos.
Sin esos trazos de genialidad, pero con una larga lista de virtudes, se incorpora al sustrato cinematográfico alemán, escarbando en la misma veta de la guerra fría, una película que ha quedado un poco escondida tras la vorágine comercial, pero que resulta de grata visión y que, para el que suscribe, confirma que una generación de cineastas alemanes cree que, sin alardes, puede hacer su propio cine, y que ese cine puede ser algo más que un producto de consumo interno y apreciarse allende los mares. La película se llama Bárbara (2012, Christian Petzold).
Un pequeño gran detalle contribuye a convertir una película en algo con personalidad: los personajes. Se olvidan de ello muchas electrizantes tramas en España o en Suecia (y en otras partes), despistados como están la mayoría de directores por hallar fórmulas de género basadas en el impacto. Los personajes son la esencia en el cine. Un personaje convierte La vida de los otros en una película inolvidable, por encima de las posibles distorsiones narrativas de que adolezca. Bárbara, el personaje que interpreta Nina Hoss en la película del mismo título y que motiva este artículo, opera un milagro parecido. Proporciona el punto de partida a su director para armar una película que, ubicada en un tiempo determinado, con los obstáculos, los antagonistas y la iconografía propios de ese contexto, trata los temas esenciales que el arte ha tratado desde sus orígenes. No le demos tantas vueltas, el trabajo de un autor está en el cómo, no tanto en el qué. El qué es pura política, a fin de cuentas. El cómo, en Bárbara, es una simple canción al servicio de un personaje, de su ritmo, de sus motivaciones, de su código de valores, de sus contradicciones.
Las películas que incorporan el viento como elemento expresivo suelen ganar para sí un intangible que el espectador siente en sus vísceras como algo agreste, bello, físico, opresivo y a la vez liberador. Una especie de realismo poético, de gran ambigüedad por lo que tiene de inquietante y de puro al mismo tiempo. Además es cinematográficamente de lo más potente.
La banda sonora de esta película es el viento y su conductor eléctrico es una joven doctora alemana. Es el año 1978 en la Alemania del este. Son los tiempos de Erich Honecker, de la Stasi, del miedo, del silencio. Bárbara llega a un pequeño pueblo para trabajar en un hospital de provincias lleno de carencias económicas, cuya eficacia depende del empeño y de la entrega de sus profesionales, entre ellos el de un médico vocacional que dirige el Hospital, interpretado por Ronald Zehrfeld. Un punto de partida para que se establezcan relaciones humanas. Pero incluso en un pequeño pueblo alejado de las ciudades, la vida cotidiana en la Alemania oriental se hace angustiosa cuando cada mirada puede ser mal interpretada, cuando cada individuo puede ser algo distinto de lo que parece y cuando confiar en alguien significa correr un riesgo. En este decorado se ponen en marcha los mecanismos del drama, siempre sometidos a tensiones, y siempre conducidos por los anhelos, temores y contradicciones de sus personajes. Las contradicciones abundan en un lugar donde los deberes que el régimen exige a sus ciudadanos se alejan profundamente de cualquier idea de libertad y dignidad.
Un personaje que traiciona sus propósitos es un tema tan atractivo como la imagen del viento en los árboles, y si el vehículo para ello es una actriz llamada Nina Hoss, el gozo puede ser aún mayor. La distante e inexpresiva Nina Hoss –nominada por este trabajo a mejor actriz en los Premios del Cine Europeo– puede llegar a aburrirnos con sus pedaleos eternos, pero, para que eso no ocurra, nos regala estratégicas sonrisas que la hinchan de humanidad y nos dan migas de pan para el optimismo, para un gozo más intenso gracias a la escasez. En la hermosura del campo habitan seres grises cuya única luz es la que ellos mismos son capaces de generar. Nada más les alimenta. La única esperanza, pues, reside en su interior, en lo que pueden dar de sí en un entorno que no por bello, deja de ser asfixiante.
¿Es posible vivir en el Empordà si odias el viento? ¿Es posible vivir en Lleida si odias la niebla? ¿Es posible vivir en Sevilla si no soportas el calor? El viento, la niebla y el calor pueden ser asfixiantes, pero solo para aquellos cuyo único tema de conversación es el tiempo que hace. Son otros los factores que deberían condicionarnos. Doy brochazos para no tener que contar la esencia misma de esta historia, tan depurada y concentrada en sus personajes. Grosso modo, metafóricamente, de eso va esta película, de respirar con ausencia de aire. Y logra su propósito con considerable intensidad, logra retratar la asfixia, soportada con estoicismo, y el aliento, que llega con la misma fuerza que las olas de un mar embravecido.
Un buen guión, una actriz estupenda en su capacidad de comunicación y, por supuesto, el viento incesante son las claves con las que Christian Petzold, un director nacido en 1960 cuyas películas escasamente habían trascendido las fronteras alemanas –no hay nada como abonarse a una veta que funciona para subir un peldaño–, consigue sobradamente su objetivo, a pesar de una dirección que al narrar peca en algunos momentos (solo en algunos) de escueta y en otros, de excesiva, algo que compensa con algunos planos de considerable fuerza expresiva, con un retrato exquisito de los personajes situándose a la distancia adecuada de ellos y con un acertado uso de elementos puramente narrativos como la elipsis. Se dosifica la información para no abrumarnos. En ocasiones no sabemos exactamente dónde estamos, pero las fuerzas que mueven a las piezas del drama están siempre claras. Se compone con todo ello una buena sinfonía, con un buen equilibrio entre el realismo y la dramatización, un tono de lo más germánico, un rasgo de este cine alemán que busca un lugar en el mundo para desplegarse sin ataduras, con independencia y personalidad.
El pasado mes de junio se realizó la 15 edición del Festival de Cine Alemán de Madrid, que este año ha contado con la hermandad de Barcelona, un síntoma más del interés que despierta las propuestas cinematográficas centroeuropeas, que prometen contribuir a situar otra vez Berlín como una ciudad de referencia mundial en la cultura, como ya lo fuera en la década de 1930 (¿deberíamos estar preocupados?). Se han proyectado películas de Toke Constantin Hebbeln (Costa Esperanza, 2012), otra vez tirando de la veta de la guerra fría en la Alemania Oriental, Lars Gunnar-Lotz (Culpables son los otros, 2012), Pola Beck (Nuevos Horizontes, 2012), entre otras, una representación de la más reciente producción alemana y de sus creadores más jóvenes, en donde encontramos nombres que acaso oigamos dentro de pocos años en los festivales más importantes de Europa, dando continuidad a una excelente cosecha de cineastas y a una cinematografía cuya independencia, precisamente, es el lastre que le impide traspasar fronteras de un modo fluido y dejar llegar mayor número de películas a España.
Llegados a este punto, preocupa los tentadores cantos de sirena sufridos por esta generación de cineastas que hasta ahora habían sabido ser egoístas y mirarse el ombligo –algo deseable únicamente en el mundo del arte–, cantos que pueden transformar al más grosero. En algún caso, el resultado, además de monstruoso, resulta difícil de comprender, como es el caso de la última cinta del señor Florian Henckel von Donnersmarck (La vida de los otros), que, captado por las sectas hollywoodienses, ha traído al mundo The Tourist (2010), uno de los peores excrementos cinematográficos del cine mundial reciente.
La vida es más sencilla de lo que parece, se reduce a saber cuáles son aquellas cuatro cosas contadas que nos importan verdaderamente. Llegar a averiguarlo es lo realmente difícil. A veces, es necesario asfixiarse en el viento para saberlo. Otras veces es necesario filmar la peor película del año 2010. Otras, el precio puede ser más alto. Existen cinematografías que, económicamente asfixiadas, viven empachadas de géneros y tendencias, y se diluyen en un bonito mar azul de intrascendencia. La opción que toma Bárbara –el personaje– en esta película, es la más impensable, y ello le confiere su personalidad, su verdadera independencia. Valga su historia, su bonita historia, como metáfora de lo que debería ser el cine.
Lleida, 25 de junio de 2013