Fast food cinema: el auge del Blockbuster
En este tipo de sociedad no es de extrañar la exaltación de la cultura rápida e insípida. El cine actual, que crece y se multiplica en este contexto, no es una honorable excepción –sin ignorar tendencias ni inercias–, adoleciendo en su mayor parte de las mismas creencias, la misma enfermedad, el mismo virus del consumo fugaz; contribuyendo a perpetuar este modelo tan firmemente asentado. Por todo ello, bien se podría denominar al cine actual como el cine de lo efímero.
Por Simón Prado
Edición gráfica por Carlos y Pablo Cristóbal
¿Qué es un blockbuster? Cual diccionario de la RAE: dícese de aquellos films, en ocasiones producidos con elevados presupuestos, dirigidos a un amplio y variados tipo de público, pero específicamente orientado hacia un espectador joven, fácilmente influenciable por la mercadotecnia actual, identificado con un modelo concreto de consumo y usuario compulsivo de multisalas ubicadas en grandes centros comerciales del extrarradio de la ciudad.
Dícese de aquellos films cuyo único fin es obtener las mayores ganancias posibles, concentradas sobre todo en los primeros fines de semana posteriores a su estreno, sin importar sobremanera, calidad o impronta.
Una mirada al pasado
Muchos nos preguntamos cómo el séptimo arte puede ser devaluado y orientado, en su mayoría, a semejante objeto de consumo ordinario. La respuesta podemos encontrarla mucho antes de su origen, remontándonos a finales del siglo XVIII y principios del XIX; cuando la revolución industrial se extendió rápidamente por el mundo occidental –sobre todo por países de influencia anglosajona–. Es en ese momento cuando se generalizó un nuevo sistema de valores alumbrado bajo el calor de la necesidad del bienestar individual.
En un inicio, cuando las bases del nuevo sistema comenzaban a estructurarse, la clase oligárquica dominante –formada por magnates adinerados y por miembros de la aristocracia clásica– imponía su forma de entender las relaciones sociales a una iletrada clase social que hasta entonces trabajaba en el campo. Pronto, las necesidades de mano de obra aumentaron exponencialmente, y estos jornaleros se desparramaron por los arrabales de las urbes, donde se concentraba el suficiente capital como para inundar al sistema.
Bajo estas condiciones, lentamente, se fue gestando lo que vendría ser un nuevo sistema de relaciones asimétricas entre el capital económico y humano, donde predominaban los abusos y desigualdades, que tan brillantemente fueron reflejadas por la pluma de Charles Dickens, Víctor Hugo y muchos otros. Después, asomaron las revoluciones liberales, que, por primera vez en la historia de la humanidad, otorgaron el protagonismo a una incipiente burguesía de medianos y pequeños propietarios que hacía tiempo que reclamaban su pedazo del pastel.
Es a fines del siglo XIX cuando explosionó la segunda revolución industrial, ya con Norteamérica como forjadora de tendencias, disponiendo una embrionaria sociedad del consumo cuyos basamentos se venían larvando desde hacía años. Aquella sociedad sustentó los principales valores ideológicos del consumismo: el ancestral egoísmo del individuo y el ansia del goce perpetuo que otorga la posesión, todo ello revestido con coloridos disfraces que ocultan su verdadera intención.
Con la irrupción de la ciencia –esa supuesta liberación que comenzaba a alumbrar en la oscuridad– y de la psicología –que permitió un conocimiento creciente de las auténticas motivaciones y ambiciones del ser humano–, sólo era cuestión de tiempo, y capital, que esta sociedad se perfeccionase para alcanzar cotas inicialmente inimaginables.
El modelo productivo y económico Ford, sustentado en el abaratamiento de costes de unos productos que, fabricados en cadena, pudieran ser anhelados por sus propios trabajadores, fue implantado hasta sus últimas consecuencias. Así se consiguió proporcionar al hombre, desde el interior del propio sistema, lo que creía necesitar, arrobado por el esplendor de todo aquello que nunca podría creer conseguir; destellos, en definitiva, de su deseo de poder, de pertenecer y de poseer.
Había nacido la sociedad de masas, que se nutría en Europa –inconscientes de su potencial pérdida de poder–, pero, sobre todo, arrasaba en Norteamérica, donde se extirparon los viejos tabúes europeos.
El paso del tiempo y las Guerras Mundiales, lejos de variar el rumbo iniciado, aceleraron su proceso, nivelando comportamientos con necesidades, mientras el sistema disimulaba su verdadero rostro; esto es, la perpetuación del antiguo sistema de intereses personales de lucha por el poder.
Así, esta sociedad de masas, en cuyas cadenas de montaje se uniformaban deseos y necesidades, donde se comercializaba todo tipo de servicios para saciar el hambre material de una creciente masa idiotizada –contagiada por el fervor mediocre del consumismo–, en un proceso tan caótico como acelerado, acaba travistiéndose en la actual sociedad de lo efímero.
Hoy: lo fugaz
En esta sociedad de lo efímero la publicidad se ha convertido en su instrumento principal, en la certera punta de la lanza del consumo desaforado. De igual manera, lo transitorio se premia ante actitudes más sosegadas y mesuradas. Muy pocos se detienen en degustar con la necesaria calma aquellas cosas que, precisamente, forman parte de lo que realmente tiene de bello nuestra vida.
La publicidad nos propone un mundo ideal, pero artificioso, una hermosa fachada que cubre los escombros de su interior, un decorado que esconde las ruinas de unos sótanos derrumbados. Esta manipulación de la realidad ha terminado en la imposición de la publicidad, convirtiendo todo lo artificial en un modelo a imitar por todo aquel que no quiera transformarse en un auténtico paria de la postmodernidad.
En la sociedad de lo efímero lo que ayer era considerado como un objeto imprescindible para la satisfacción de nuestros deseos, hoy ya se considera un elemento obsoleto, fácilmente sustituible por algo nuevo y más impactante, algo que nos proporcione un mínimo de dudosa dicha.
«Vive de prisa», «vive el momento», se dice. De esta forma no es difícil caer en el consumo de drogas.
Así, de esta forma, nos imponen un modelo de vida, de cuerpo, de comportamiento y, sobre todo, un nuevo modelo moral y ético, en el que nos obligan a comprar lo que no necesitamos y disfrutar con lo que no nos hace felices. Y si de esos polvos vienen estos lodos, las relaciones entre los seres humanos se han convertido exactamente en lo mismo, en una sucesión de relaciones instantáneas y fácilmente sustituibles. Relaciones fugaces, presididas por el mutuo egoísmo, basadas en la satisfacción propia como único objetivo, y en las que la otra persona se considera un simple objeto por el cual conseguir un objetivo o, en el peor de los casos, un simple juguete sexual con el calmar nuestras desaforadas pasiones primarias.
En esta sociedad de lo efímero nada está diseñado para perdurar, sino para su consumición, digestión y defecación rápida. Todo lo novedoso, pronto será obsoleto. Aquí lo que triunfan son los modelos ligeros, superficiales y poco comprometedores. En ello se fundamenta el sistema, todo lo que conocemos y todo lo que, los que detentan el poder, nos hacen creer que necesitamos.
En este tipo de sociedad no es de extrañar la exaltación de la cultura rápida e insípida. El cine actual, que crece y se multiplica en este contexto, no es una honorable excepción –sin ignorar tendencias ni inercias–, adoleciendo en su mayor parte de las mismas creencias, la misma enfermedad, el mismo virus del consumo fugaz; contribuyendo a perpetuar este modelo tan firmemente asentado.
Por todo ello, bien se podría denominar al cine actual como el cine de lo efímero. Y, a la cabeza de ese tipo de cine, se encuentra lo que se define como blockbuster, que ejemplifica el esfuerzo más notable, la concentración más poderosa, la representación más significativa de lo fugaz. Ejemplos de blockbusters los encontramos a centenares: 2012, Iron Man, Transformers, Capitán América, Furia de titanes, Crepúsculo (disculpen la ausencia de «autores» y fechas, ¿a quién le importa?) y un sinfín de películas de similar cariz. Esta clase de films son los que invaden la cartelera actual, atorando el paso para producciones más modestas, pero mucho más vivificantes.
Así, los denominados blockbusters, edificados desde la propia industria –sobre todo norteamericana– construidos con elevados presupuestos, las más de las veces despilfarrados en excesivas autopromociones –encantados de haberse conocido a sí mismos, henchidos de arrogancia–, diseñados para arrasar en taquilla, para copar de copias la cartelera, para explosionarla; consumen, metabolizan y reemplazan estrenos con voracidad, a modo de fast food. No en vano es frecuente que en la actualidad las películas se contemplen en amplias multisalas ubicadas en inmensos centros comerciales de extrarradio, en dónde se ofrece un pack completo de tarde de compras, cena con comida basura en uno de sus múltiples restaurantes y, para finalizar, de postre, un plácido consumo de película frugal en una de estas salas abastecidas con cómodas butacas, en dónde son más valorados los altavoces, el tamaño de la pantalla y el climatizador que el film en sí mismo.
Y en esta espiral enloquecida de películas producidas en la cadena de montaje de la gran industria del cine, con historias, personajes, planteamientos, situaciones y resoluciones similares –cuando no, iguales–, obviamente, la calidad pasa a un segundo o tercer plano.
Dirigidas a un público indigesto de entretenimiento, de mirada sencilla y complaciente, un público mayoritariamente light, socialmente acrítico y dócil, estos films destacan por su escasez de contenidos –no de continentes–, por la sencillez de sus argumentos, por su cobardía, encadenados a la dictadura de lo políticamente correcto, al veredicto de la mayoría, al valor de la moda instantánea y pasajera, valorando sus resultados únicamente en función de los beneficios comerciales obtenidos.
Películas que, envueltas en resplandecientes papeles de celofán, intentan convertir al cine en un moderno parque de atracciones, sobrecargando la pantalla de fuegos de artificio y montañas rusas. Jugando con el espectador, devolviéndolos a su minoría de edad mental, narcotizándolos por saturación, dejándolos postrados en un estado de éxtasis física y sensorial, convierte a los espectadores en indignos seres suplicantes dispuestos a dejarse arrastrar gregariamente por el estreno del próximo blockbuster, cautivos y atrapados en la tela de araña de diseño tejida entre esas tan cómodas butacas, imprescindibles para la multiplicación de beneficios.
Películas que no invitan a la reflexión, ni dejan poso, si quiera una leve emoción deslindada del empacho que produce su excesivo manierismo, que saturan la pantalla de actores y actrices de moda –siempre muy atractivos–, convertidos en marionetas dirigidas por los hilos del poder, en el referente del nuevo modelo social impuesto; actores que simulan su propia humildad y que, por mucho que lo niegan, contribuyen a instaurar este modelo social.
Películas que son, en definitiva, deshonestas, sin alma ni corazón, que, recubiertas por trazas de sanguinolentas vísceras, envilecen a la sociedad, como causa y consecuencia, y que consiguen distraer de lo más importante: que lo que de verdad llena de un sentido a nuestra vida no se encuentra en ese falso mundo de apariencias simuladas que, entre todos, hemos construido.
¿Qué es un Blockbuster? Dícese de aquellos films, convertidos ya en un subgénero cinematográfico en sí mismos, que representan la edad dorada de la sociedad de lo efímero.
Soria, 7 de enero de 2013