La noche que odiamos el cine I: Deconstrucción de la historia por Mr. H
El viejo continente europeo, en proceso de una irrevocable escisión, yace agrietado y orinado por sus propios bestias apaleadas, a pocos pasos de convertirse en una perrera para sarnosos de la tercera edad ofreciendo asilo a viejas glorias ahora travestidas en momias como Woody Allen –produciendo los peores proyectos de su última etapa con el aplauso de las audiencias lobotomizadas– o premiando a ciertos “dinosaurios” con la única finalidad de atraerlos a una gala de glamour de auteur, esa típica política de festival que acaba en un desfile de medallas y que poco o nada tiene que ver con la grandeza del arte. Ya se sabe, si tenemos alfombra roja, tenemos cultura.
Por Pablo Cristóbal
Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas
AVISO A LOS LECTORES: Estos dos artículos han sido escritos por un par de tipos furibundos, que se olvidaron ponerse los guantes y cortarse sus uñas con ponzoña a la hora de escribirlos. Aquellos que padezcan de oídos delicados, absténganse de seguir leyendo. El Tornillo de Klaus no se hace cargo de sus opiniones y advierte que estos francotiradores de la palabra andan sueltos y de mala hostia.
Qué mundo tan loco este. Dicen que necesitamos creer en algo, casi siempre los mismos que nos inyectan falacias de todo tipo hasta que terminamos aceptándolas por un inconfesable deseo gregario (la mentalidad del moco de adherirse a todo) o quizás debido que un caso crónico de inseguridad, el síndrome del rebaño. Les hemos pasado el micrófono a dos antagonistas: Dios y Ciencia, que parecen los únicos que saben la respuesta: unos de bata blanca, otros de sotana negra, ambos trabajando para un amigo común: El gran papel. Ese que es contante y sonante pero más leve que una pluma, que ayuda a ganar posiciones o perderlas (y decora a sus partidarios con mucha pose y caradura también), un papel que nos hace la vida más fácil porque compra el alma y el sexo de los ángeles. Ya saben de qué les hablo: Un papel que sirve para pagar la entrada del cine, montarse un home cinema en la casa o incluso, si se junta en un fajo de muchos billetes, realizar una película, la película que todos soñamos realizar y sólo sobrevive en nuestra fantasía. Un papel que es una gran mentira y nos expone a lo más lamentable de nosotros.
Por suerte para unos pocos, y desgracia para muchos, se ha creado la fórmula de un falso cine de denuncia que da cobijo al oportunismo más descarado, es decir, obedece a la fórmula de una apuesta con doctrinas sociales y reivindicaciones simplonas, que en realidad se mueve –y nos mueve– por puro mercantilismo. Sólo miren la cartelera pasada y observen productos como Repo men (Miguel Sapochnik, 2010), In Time (Andrew Niccol, 2011) o Los juegos del hambre (Gary Ross, 2012) por citar algunos productos de los que todos hemos escuchado hablar. Se sabe que por participar en esta última película, Jennifer Lawrence rechazó la oferta de Oliver Stone para protagonizar Savages (2012). Para Los juegos… Lions Gate realizó declaraciones dignas de un Crowfunding, alegando que su segunda y tercera entrega tendrían lugar en función de la taquilla recaudada (como todas las películas del mundo, vaya); todo esto cuando se habían agotado la venta de entradas con anticipación batiendo el récord impuesto por la saga Crepúsculo (Catherine Hardwicke y Perico de los Palotes, 2008-ad eternum). En su campaña de promoción, Lenny Kravitz, uno de los cantantes más comerciales y adocenados del panorama pop-rock, aparecía exageradamente solemne dándonos clases de humildad. En otras palabras, Los juegos del hambre es una franquicia realizada por tipos de clase alta para espectadores de clase obrera. Lo que nos lleva a suponer que los ricos son capaces de hacer autocrítica desde la más pura hipocresía para preservar su estilo de vida. Son subproductos con ideas que los mismos controladores del sistema han puesto en nuestras cabezas porque estamos hablando de lo políticamente correcto, de la conciencia social de moda, que es cool, es guay y es pasajera.
Una mentira repetida mil veces se convierte en verdad.
– Joshep Goebbles
Nos encontramos con la problemática de que si el cine se presta a hacer de sus historias una leyenda, es mucho peor cuando hace leyenda de la historia. El fenómeno de enmascarar al enemigo de las barras y las estrellas con el viejo truco de la invasión extraterrestre se lleva dando desde que el cine es espectáculo de masas y negocio para unos pocos –el recurso de la colonización enemiga, el recurso del contagio, la plaga que suponen esos marcianos comunistas o superdesarrollados gracias a los pasotes atómicos–. Lo que ya cae en el colmo de los ridículos en nuestra sociedad de la inmediatez es el guión que firma Seth Grahame-Smith con su Abraham Lincoln Cazador de Vampiros (2012), donde a unos malvados vástagos sureños se les hace responsables directos del expolio del indio americano e incluso del periodo de setecientos años de servidumbre y esclavitud que sufrieron los afroamericanos a manos del coco blanco. Lo que peor sabe es que se arrope en el oportunismo nerd de compra venta, una mala cosecha de efectos especiales y un extraño panfleto trascendental basado en el discurso de la construcción de una nación, todo a su vez, tan aborrecible que no llega a mediocre y nos hace pensar que se hizo a contrarreloj. De esta manera Hollywood (el amable señor H), nos vende cobre a precio de oro con sello del director de origen ruso Timur Bekmambetov, quien vende su alma y la de su propia madre a las potencias extranjeras, no sólo por trabajar para la gran industria norteamericana, sino porque reinventa la Historia en un delirio visual que huele a sometimiento trasnacional. Tim Burton, el gótico oficial del señor H hace las veces de productor –dejándonos con la duda de si se ha leído el guión o simplemente se ha dedicado a firmar cheques a través de su tableta digital– y se lanza de cabeza a una piscina vacía en esta reescritura histórica que pareciese un examen de primaria ilegible de tachones. Todo esto hace pensar que más que haber sufrido un fusilamiento de metraje en la sala de edición se han perdido páginas del guión: el temario de la vida de Lincoln es una serie de desafortunados saltos en el tiempo y omisiones cuya finalidad no es narrar ni entretener sino tomarnos el pelo. La vida de este controvertido presidente, por mucha fantasía con la que se mezcle, está “basada en una serie de hechos reales” que, en manos del cinematógrafo digital puede resultar un arma peligrosa, más como en este caso donde la mezcla parte de ingredientes adulterados. Si se hace un brevísimo repaso a la reciente historia americana de héroes fílmicos podemos observar que esta receta de falacias es bastante habitual en la praxis del gran cooker el señor H.
Edward Zwick con El último samurái (2003) tergiversaba el pasado para contarnos el relato de un americano cuyos pecados colonialistas eran expiados tras su conversión a la noble causa del guerrero nipón. Por un lado hay una crítica al avance industrial y el libre mercantilismo; por otro, nos dice con extrema arrogancia que el último samurái fue un norteamericano (¿?) todo lo contrario al chasco que se lleva el personaje de Daniel Day Lewis en El último Mohicano (1992) bajo la discreta sabiduría de Michael Mann. Siempre es mucho más ridículo el caso de James Cameron con su Avatar(2009) que falseaba el futuro con la misma leyenda de antaño en un mestizaje orgiástico con Bailando con lobos (Kevin Costner, 1990), El último samurái, Pocahontas (Mike Gabriel y Eric Goldberg, 1995) y BraveHeart (Mel Gibson, 1995). Con todo este saqueo cultural, entre tanto friki pidiendo a gritos que lo estafen y hagan estofado de su mente con dosis de mentiras visuales (como el caso de Total recall, 2012), ¡y en 3D!, podría tener lugar un mockumentary acerca de un George Bush poseído por un demonio que justificase los disparates de su guerra en Irak. Seguramente muchos iríamos a verla como corderos lechales para, en silencio, aceptar esta exculpación enfermiza.
The Dark Knight (2008) nos regalaba –nada gratuitamente– una imagen post 11S que tiene lugar cuando el sentimiento de pérdida del héroe se hace evidente en la ondulante capa negra que pesa sobre sus hombros. Más pecado tiene en la decepcionante The Dark Knight Rises (2011) puesto que Batman deviene, en esta trilogía, en un personaje completamente “americanizado”, como un Superman de rebajas, por una familia de británicos (los hermanos Christopher y Jonathan Nolan) que legitiman el legado de Bush emparentando a los revolucionarios del 15M con los grandes villanos en su guerra contra/del terror. Por el contrario, la adaptación al cine de V de Vendetta (James McTeigue, 2005) traslada la intención de su creador, Alan Moore, de relatar -en tono de distopía- el lúgubre panorama de la etapa Thatcher (la Dama de Hierro) a otra problemática más actual. La versión producida por los hermanos Wachowski se centra en la manipulación de los medios de comunicación mediante el terror y una cortina de humo que nos lleva nuevamente al reinado Bush Jr. V de Vendetta, la película, transforma en patrimonio yankie toda aquella identidad británica pero enmascarada bajo una puesta en escena londinense. Del relato de Patrick O’Brian nace la espléndida Master and Commander (2003), realizada por el director de origen autraliano Peter Weir, quien evitara la contienda con el público norteamericano y su posible fracaso comercial cambiando la nacionalidad del barco enemigo. Si en la historia original este era americano, la traslación al cine lo convierte en un barco francés. Lo cual genera una contundente respuesta a la pregunta de qué “cine” domina el panorama occidental. Otro ejemplo de ficción a través de la historia viene dado por la actriz germana Franka Potente en la segunda temporada de esa alocada serie titulada American Horror Story (2011), con una Anna Frank adulta (la misma del diario) que nos cuenta cómo sobrevivió al Holocausto y su miserable bagaje durante años posteriores: -“Después de todo acabé en las calles de Alemania. Una carterista, una ladrona. Y después conocí a un soldado… de Nueva Jersey. Él me salvó. Me trajo a América”.
Air Force One, el avión del presidente (1997), realizada por otro alemán, Wolfgang Petersen, nos presenta a un prototipo de presidente valiente y heroico protagonizado por Harrison Ford, es decir, un aventurero Indiana Jones en la Casa Blanca. La idea bebía de la fuente de su compatriota Roland Emmerich, quien se hubiera adelantado un año antes con este concepto de “presidente en avión salvando el mundo” en su Independence Day (1996). La frase inolvidable de un irrisorio Bill Pullman es “lo siento… ¡mi sitio está en el aire!”
Como si no fuera suficiente Emmerich dirigirá otra historia grandilocuente de guerras y estandartes en El patriota (2000) aclamando un espíritu nacional de unión y superación donde no faltarían banderas ondeantes y lágrimas de orgullo.
«Tal vez el azar ha querido que hoy sea 4 de julio y que de nuevo vayáis a luchar por vuestra libertad. No para evitar tiranía, o presión, o persecución, sino la aniquilación. Lucharemos por nuestro derecho a vivir, a existir. Y si vencemos hoy, el 4 de julio ya no será únicamente una fiesta norteamericana, sino el día en que el mundo declaró al unísono: «No desapareceremos en silencio en la oscuridad, no nos desvaneceremos sin luchar. Vamos a vivir, vamos a sobrevivir. ¡Hoy, celebramos nuestro día de la independencia!»«.
Bill Pullman (Independence day, 1996, Roland Emmerich)
Más les hubiera valido seguir los pasos de Paolo Sorrentino en la inclasificable This must be the place (2011) o Wong Kar Wai probando fortuna con su My Blueberry Nights (2007), cineastas que, con desiguales resultados, describen su propio periplo por los paisajes de Norteamérica pero teniendo a Wim Wenders (París, Texas, Tierra de abundancia) como referente indiscutible.
El viejo continente europeo, en proceso de una irrevocable escisión, yace agrietado y orinado por sus propias bestias apaleadas, a pocos pasos de convertirse en una perrera para sarnosos de la tercera edad ofreciendo asilo a viejas glorias ahora travestidas en momias como Woody Allen –produciendo los peores proyectos de su última etapa con el aplauso de las audiencias lobotomizadas– o premiando a ciertos “dinosaurios” con la única finalidad de atraerlos a una gala de glamour de auteur, esa típica política de festival que acaba en un desfile de medallas y que poco o nada tiene que ver con la grandeza del arte. Ya se sabe, si tenemos alfombra roja, tenemos cultura. Podemos asegurar que el señor H secuestra las más jóvenes promesas a punta de talonario (con golosinas y caramelos) y nos devuelve a unos ancianos exprimidos, sin ideas ni energía, como hiciera malvada Charlize Theron en Blancanieves y la leyenda del Cazador (Rupert Sanders, 2012).
Así que en este invierno dickensiano que se nos viene encima nos quedaremos con la sonrisa estúpida del resignado, excusándonos entre cerveza y chupito con que «hace ya mucho tiempo que Europa cedió su poder a las naciones más inteligentes y ambiciosas». Esas mismas que nos pisan el cuello y reescriben la “historia” que les hubiera gustado que les contasen de pequeño y que ahora ellos pueden narrar no solamente a su hijos sino también a los nuestros.
Aunque nuestro país, todavía hijo primogénito del Franquismo y menos laico de lo que aseguran, no es tan dado a estos discursos porque somos altivos, cabezotas y muy borrachos, seguimos teniendo lo nuestro. Un modelo sangrante es el infame cortometraje Gneisenau (2012), estrenado en el Festival de Alcine 42, donde tenemos a dos chiquillos que juegan en la playa con sus muñecos Playmobil para recrear el histórico rescate que tuvo lugar en 1900, cuando un barco alemán abocado al hundimiento recibió la ayuda del pueblo malagueño. Su director, Antonio Meliveo, no pudo evitar añadir a la autopromoción de su productora una postiza y ensayada dedicatoria para Angela Merkel, jugando a granjearse las simpatías de la audiencia a través de una ironía facilona y al gusto de todo el público. Un ejemplo oportunista de cortometraje patrio que alude directamente a dos de los grandes valores de esta sociedad: el espíritu paternalista de un núcleo familiar –los infantes– y el declarado ímpetu nacionalista, que no provinciano –malagueños cuyo acento es invisible– para ganar medallitas por toda España. Faltaba un llamamiento a Dios entre rezos, pero el corto se desahogó con ese último plano del cementerio con más de cincuenta cruces. Y así, en ocho escasos minutos, tenemos a dos niños que han sido usados como peones para abanderar la causa de Dios, Patria y Familia, que no es más que una oportunidad de agitar el sombrero reclamando Dinero, Dinero y Dinero.
Ahora, con esto de la crisis, algunos tienen que desprestigiar, si cabe más, la industria audiovisual, dándole el turno a al cine X para sacarse unos cuartos de más. Ya todo el mundo sabe que Nacho Vidal utiliza su productora de cine para adultos como lavandería china. Pero no nos escandalicemos, esto mismo lo hacen con peores artes muchas productoras de cine con el dinero del Estado español, incluyendo los directivos de Canal Sur u otros descendientes del rey Midas, que se retroalimentan con la compra de entradas de su propio producto para llegar al mínimo de butacas que les brinde un derecho de subvención (como es el caso de Holmes y Watson, Madrid days (Jose Luis Garci, 2012). Y si esto lo llevan a cabo los que manejan la pasta, mejor no hablemos de lo que son capaces unos primerizos gangsters de la industria audiovisual que no te pagan ni el bocadillo, que te comen la cabeza con el rollo del meritorio que viene siendo algo así como un becario y que esperan de ti la mayor profesionalidad, es decir, que te desvivas por ellos, te bajes los pantalones, te inclines sobre la mesa y encima se lo agradezcas porque la experiencia es un grado, aunque te empalen por detrás.
Del fracaso cultural del que ahora se queja Benito Zambrano y compañía ya nos advertían una serie de directores menos acomodados, entre ellos Tinieblas González en una declaración antológica que sirvió para poner el grito en el cielo. Y es que al final vamos a tener que darles la razón a Emmerich, Bekmambetov o a Nacho Vidal, porque el cine ya no entiende ni de banderas ni de ideologías, como diría Kevin Smith (en Jay Y Bob el silencioso contraatacan, 2001) o Vicente Villanueva (en Heterosexuales y casados, 2008), ya no hay cine “nacional, internacional o transnacional, todo es lo mismo”.
La misma mierda, diría yo.
Alcalá de Henares, madrugada del 3 al 4 de diciembre de 2012