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LOS AÑOS VERDADEROS DEL ACTOR DUSTIN HOFFMAN II. Bomba de realidad

Los curiosos “estaban disfrutando, porque habían tenido la fortuna de toparse con dos momentos favoritos en uno: una tragedia y una celebridad”, recuerda. El público sentía morbo presenciando la mala fortuna de una estrella de cine. No había amor ni admiración, simplemente una atracción retorcida, como bestias olisqueando la sangre.

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Escrito por Miguel Cristóbal Olmedo

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

II. Bomba de realidad

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Diana Oughton y Theodore Gold

El 6 de marzo de 1970, poco antes del mediodía, tuvo lugar el fin del mundo. Theodore Gold y Diana Oughton, hija de uno de los hombres más ricos de la modesta población Dwight en Illinois, murieron instantáneamente en la explosión. El cuerpo de Terry Robbins prácticamente se desintegró (los bomberos pasaron nueve días recogiendo los restos desmigajados de los cadáveres). La casa de Dustin Hoffman se estremeció, los cristales saltaron por los aires. El fuego saltó de una casa adosada a la siguiente, subió por las paredes. Dustin y su mujer Anne Byrne, que estaban fuera, llegaron a tiempo de contemplar el vecindario cubierto de bolas de humo amarillas. Los árboles de la entrada habían perdido sus hojas a causa de la onda expansiva. Sobre las escaleras de entrada a los domicilios, se amontonaban los escombros. Las tres plantas del edificio parecían una boca negra y profunda. Los tres muchachos que preparaban la bomba en el sótano desaparecieron sepultados por el suelo que se vino abajo.

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Explosión en Dwight Illinois en las proximidades de la casa de Dustin Hoffman en 1970.

Por entonces los bomberos, la policía, el propio Dustin, pensaban que la explosión se debía a un escape de gas cuando la realidad era más inquietante: el grupo radical de extrema izquierda, los Weatherman Underground, cansados de protestar inútilmente en las calles contra la guerra de Vietnam y la discriminación racial, había decidido tomar la ofensiva o, como esgrimía su eslogan, iban a llevar la guerra y sus atrocidades a los propios hogares norteamericanos. Los vecinos del elegante barrio en el Greenwich Village no podían saber que las tres explosiones que les habían obligado a salir de sus casas, se debían a unos explosivos destinados al baile para suboficiales en Fort Dix. Un cortocircuito en la instalación eléctrica, sin embargo, provocó la explosión accidental del artefacto y frustró sus planes de carnicería. Era un aviso de los tiempos que corrían. La declaración de guerra de los miembros del Weatherman Underground desafiaba a las autoridades: “Si quieren encontrarnos, aquí es donde estamos: en cada tribu, comunidad, dormitorio, granja, barraca y chalet adosado, donde los jóvenes están haciendo el amor, fumando marihuana y cargando las armas”.

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Anne no tenía fuerzas ni para llorar; Dustin Hoffman pidió que esperase fuera mientras él regresaba a la casa para rescatar lo que pudiese: álbumes de fotos con escenas neoyorquinas junto a su amigo Gene Hackman, cartas, dinero en efectivo, ropa de abrigo. Ojerosos, pálidos, entumecidos, desconcertados, les tocó observar impotentes cómo el fuego se lo llevaba todo.

Alicia Victoria Palacios Thomas, Miguel Cristobal Olmedo, Pablo Cristobal, dustin hoffman, gene hackman, relatos cinematográficos, Gilmore Brown, revista de cineLos periodistas habían sido más rápidos que la policía, con sus sombreros blancos encasquetados y sus cámaras de mano filmaban el estado de los domicilios y la expresión de sus dueños. Nadie se ocupó del bienestar de la pareja, que esperaba a la intemperie, con abrigos oscuros, recostada junto al camión de bomberos, salvo para entrevistarles y hacerles fotos. Hoffman volvió a hacer el esfuerzo de entrar en la casa. Reunió más cosas entre sus brazos. Desde allí, pudo ver por la ventana la fila de curiosos que se estaba formando a expensas de su desgracia, como si asistieran a un estreno de Broadway. La multitud le saludaba, ¡sonreía! Sintió como una arcada subiéndole hasta la boca, que no era por el humo ni por los destrozos en su hogar. Estaba dentro de una casa en llamas y era como si a nadie le importase.

Los curiosos “estaban disfrutando, porque habían tenido la fortuna de toparse con dos momentos favoritos en uno: una tragedia y una celebridad”, recuerda. El público sentía morbo presenciando la mala fortuna de una estrella de cine. No había amor ni admiración, simplemente una atracción retorcida, como bestias olisqueando la sangre. Se trata del episodio que divorció a Dustin de la prensa y de sus seguidores. Desde entonces se mantuvo discreto, cauteloso y guardó las distancias.

Años antes, sin embargo, no habría perdido la oportunidad de ser entrevistado por nada del mundo. Su afán de notoriedad lo llevaba a silbar la canción de Mrs. Robinson cuando paseaba por las calles de Londres, incapaz de concebir que en Gran Bretaña todavía pudiese pasar desapercibido. Aun en 1975 él y su esposa, sentados en un café, disfrutando de una pasta, fueron abordados por una mujer que quería preguntarle a Anna si no era ella la bailarina de El Cascanueces aquél. Anna, acostumbrada a ser ignorada por los cazadores de autógrafos en favor de su marido, estaba sorprendida. Dustin, sonriendo jocosamente, se entrometió con una de sus bromas: “¿Se da usted cuenta de que reconocerla a ella y no a mí puede llevarnos a un divorcio?”. “Oh”, contestó la mujer escuetamente: “El Graduado no estaba mal”.

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Estreno de El Graduado, 1967

Las semanas previas al estreno de El Graduado (Mike Nichols, 1967), Hoffman se sentía como en una nube. Todavía desconocido para el gran público, disfrutaba clavando la mirada fija del basilisco a los viandantes que se le cruzaban. Ellos se la devolvían un segundo sin dejar de andar. En muy poco tiempo, pensaba, su nombre y su cara estarían en los grandes cartelones del Hollywood Boulevard y esas mismas personas tratarían de recordar dónde le habían visto antes.

La fama es divertida cuando uno no la sufre, cuando uno la desconoce y piensa que conlleva principalmente mujeres en la cama y atenciones de cariño. La idolatría y la popularidad, sin embargo, no tienen nada que ver con el afecto. La relación entre el artista y su público es una de cariz venenoso.

Los fans llamaban a su casa para mantener largas conversaciones con Benjamín Braddock, el nuevo héroe generacional de esos tiempos confusos, y no con Dustin Hoffman, el actor bajito y judío. Adolescentes de dieciséis años sitiaban su casa a pesar del frío y él las sorprendía gratamente invitándolas a pasar dentro para tomar leche con galletas. Por entonces trataba de mantener una charla a nivel humano pero ellas le veían como a un Dios y sus palabras participaban de ese evangelio. Dustin encontró la experiencia decadente y peligrosa. Cuando filmaban en los exteriores una escena de Cowboy de Medianoche (John Schlesinger, 1969) especialmente complicada, la gente seguía agolpándose contra las vallas y los guardias demandando autógrafos. Una mujer, que había estado agitando un trozo de papel, gritó en tono indignado: “¡Señor Hoffman, yo he pagado por usted!”. La gente que iba a ver sus películas no solamente adquiría una butaca de cine donde sentarse sino un trozo de su persona. En definitiva, él les pertenecía.

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Tras el episodio de la explosión al lado de su casa, tuvo más claro que nunca que también la fama le había vuelto a aislar. Pedía en los restaurantes una mesa donde quedase mirando hacia la pared porque siempre había alguien que trataba de hacer contacto visual para invitarlo a decir feliz cumpleaños a un amigo o para tomar una fotografía cogido de su brazo.

Alicia Victoria Palacios Thomas, Miguel Cristobal Olmedo, Pablo Cristobal, dustin hoffman, gene hackman, relatos cinematográficos, Gilmore Brown, dustin hoffman autograph, revista de cine“Pedir un autógrafo es deshonesto. No creo que realmente lo quieran. Lo que desean es otra cosa, algún tipo de fantasía. No es el autógrafo en sí, sino ocupar mi tiempo con ellos, es hablar conmigo, es confrontar la cosa por la que tienen sentimientos mezclados. Tú representas muchas cosas para ellos, la menor de ellas es realmente ”.

III. Pasadena Playhouse

El fracaso y la soledad lo llevaron a la interpretación, único campo donde no tenía que hacer de él mismo, y en ese proceso de evasión acabó encontrando su auténtica forma de expresión.

Por entonces su familia estaba consiguiendo levantar cabeza, a Harry le iban bien las cosas diseñando mobiliario de estilo escandinavo, y su hijo Dustin ya no tenía que repartir periódicos en Beverly Boulevard para apoyarles económicamente. Es más, era el turno de los padres dar el salto de fe, aceptar que su hijo renunciara a la música para empezar a pagarle el curso de teatro en el Colegio de las Artes Pasadena Playhouse.

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Dustin Hoffman en «Tootsie» y Gene Hackman en «Los Tenenbaums».

En 1956, año en que Dustin Hoffman se matriculó, los estudiantes eran versiones más jóvenes y modernas de Rock Hudson o Tab Hunter.

El opresivo eslogan del Playhouse: «trabaja con las estrellas, conviértete en estrella», pronto se volvió una losa. Si alguna vez lo lograba, sería como actor de reparto o en el escenario de un teatro, pero nunca como estrella. Empezó a sentir que no estaba en el lugar correcto a pesar que que estaba haciendo amigos adecuados, entre ellos Gene Hackman, un muchacho poco agraciado y más mayor que la mayAlicia Victoria Palacios Thomas, Miguel Cristobal Olmedo, Pablo Cristobal, dustin hoffman, gene hackman, relatos cinematográficos, Gilmore Brown, revista de cineoría («Demasiado Tarde», le llamaban cruelmente, «Demasiado Tarde»). Alicia Victoria Palacios Thomas, Miguel Cristobal Olmedo, Pablo Cristobal, dustin hoffman, gene hackman, relatos cinematográficos, Gilmore Brown, revista de cineHackman y él hicieron su propia coalición de perdedores, a los que fueron sumándose otros, también beatniks resentidos y de cabello grasiento. Sabían que no tenían ninguna posibilidad contra esos actores altos y rubios del Playhouse que soñaban con trabajar en Bonanza y se preparaban para ello practicando a desenfundar sus pistolas de juguete. De hecho, Gene y Dustin, ambos fueron votados por sus compañeros de clase como los que menos posibilidades tenían de triunfar. Ellos fingían desoírles y organizaban tertulias que se dilataban hasta la madrugada, bañadas en vino, risas y discusiones acerca de qué actor en tal película estaba mejor. Sin embargo Hackman no logró superar el primer semestre. Su estilo era tan natural que nadie se creía que estuviese actuando.

 —Me voy a Nueva York, ¿quieres acompañarme? Tipos como nosotros sólo encajamos allí.

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Pero Dustin no se sentía capaz de arreglárselas en una ciudad tan lejana y dejó a Gene marcharse solo. A pesar de que Hackman era más robusto, a él se le antojó como una figura desvalida enfrentándose a un mundo demasiado implacable. Ninguno de los dos, cuando se dijeron adiós, pensaba realmente que volverían a verse.

«Soñaba sólo con Broadway», confiesa Hoffman. Era todo lo que podía permitirse, incluso soñando.

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Gilmore Brown

Odiaba el Playhouse de Pasadena porque le recordaba continuamente lo que no era, y asimismo disfrutaba de su aprendizaje y de los ratos muertos en los que tenía ocasión de debatir sobre arte. Pocos compartían su punto de vista, con sus expectativas puestas en actores como John Wayne. Y aún así, muchas de sus ideas acerca del arte provenían de un libro que le había entregado su profesor favorito Gilmore Brown, que era asimismo el director de la escuela. El libro El proceso creativo era una recopilación de treinta y cinco ensayos escritos por varios genios y artistas de distintas épocas (William Wordsworth, Vicent van Gogh, Jean Cocteau… ), llevada a cabo por Brewster Ghiselin. Su pasaje favorito pertenecía a Mozart y en él explicaba que muchas de sus famosas melodías llegaban a él de ninguna parte, como si una fuerza exterior las depositara en su cabeza privándole de la impresión de estar realizando un trabajo. Tal idea tomó consistencia en el fuero interno de Hoffman. Interpretar no era tanto cuestión de estudios como de intuición, esa intuición que viene de ser y hacer y no de pretender.

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William Wordsworth, Vicent van Gogh, Jean Cocteau y Brewster Ghiselin.

Gilmore Brown lo seleccionó como uno de los personajes para la obra de Arthur Miller: Panorama desde el puente.

El trabajo de Dustin conmovió a su maestro y en un aparte le dijo que tenía algo especial, ese algo que sólo tienen algunos.

 —No pienses en el éxito, muchacho, sino en el proceso. Uno es lo que hace y no lo que aspira a ser. Disfruta del proceso, la lucha por el éxito es la misma esencia del actor.

Hoffman le miró arrobado:

 —¿Y usted cree que tengo madera para ser un buen actor?

Gilmore echó la cabeza a un lado para toser  —la tos seca y estentórea de bueno de Gilmore, recordaría más tarde con cariño— luego el señor Brown le miró con los ojos más tristes con que le habían mirado nunca:

 —Tienes un don y una desventaja. No tienes aspecto de estrella pero tienes madera de estrella. Inclinar la balanza a tu favor te llevará mucho tiempo, mucho trabajo, mucha paciencia. Probablemente tengas treinta años cuando al fin te llegue el éxito.

Pudo haber sido devastador. Dustin tenía diecinueve años y una espera tan larga era lo más cercano a la eternidad. Pero tuvo el efecto contrario. ¿Tenía una posibilidad? Entonces iba a por ella, constara lo que costase.

Durante el tiempo que pasó en el Playhouse, Gilmore le inculcó las ideas de Stanislavsky: aprender a pensar como el personaje, usar la introspección, documentarse sobre las circunstancias sociales y emocionales del periodo de tiempo en que estaba situada la obra…

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Konstantín Stanislavsky y el método de acciones físicas

 —Investigación y mucho trabajo— le recordaría su maestro en determinadas ocasiones.

Y Mozart, en sordina, también estaba allí: «Cuando estoy, por así decirlo, solo y de buen humor  —digamos que viajando en un carruaje o caminando después de una buena comida, o durante la noche cuando no puedo dormir— es en esas ocasiones cuando fluyen mejor las ideas y de forma más abundante. De dónde y cómo vienen, no lo sé, ni aun puedo forzarlas (…) ¡El placer que me provocan no lo puedo expresar! Toda esta invención y producción tiene lugar en un vívido y placentero sueño».[1]

Pasaron los años. California seguía siendo la tierra imposible. Nueva York, por lejos que estuviese, iba estando más cerca.

Por aquel entonces, además, tenía fama de ser «el vasto páramo de los actores», la ciudad a la que iban a parar los aspirantes con pocas esperanzas, un batiburrillo de egos desenfrenados y heridos, el patio trasero de los perros hambrientos.

Dustin participaba tanto como podía en las producciones que organizaba el Pasadena Playhouse. Incluso las mujeres empezaron a notarle. Obtuvo una beca para un campamento de verano sobre danza al que sobretodo asistían jóvenes con padres adinerados. Allí conoció a Daniel Nagrin y Helen Tamiris, dos bailarines que se estaban abriendo camino en Nueva York. Tomaban pastillas de meprobamato como sucedáneo de la felicidad y hablando del mundo causaban la impresión de haberlo recorrido miles de veces, como si la gran ciudad de la Costa Este les hubiese insuflado un nuevo alma cosmopolita y luchadora. Ellos volvieron a reavivar su interés. Le dijeron que tenía que elevar sus esperanzas.

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Daniel Nagrin y Helen Tamiris

Al regresar lo consultó con Gilmore Brown, que lo escuchó sin desfruncir el ceño, como un padre que jamás baja la guardia.

 —Nueva York está bien. Pero no lo olvides: trabaja, trabaja, trabaja. Aunque sea en un papel miserable. No te vuelvas vago ni cómodo. Mantén la cabeza ocupada.

Le dio el nombre de varias escuelas y profesores que podían ayudarle a seguir formándose (porque un actor nunca deja de aprender). Le preguntó si tenía con quién quedarse al llegar:

 —Conozco gente — dijo Dustin.

Se dieron la mano como si acabasen de conocerse. Un apretón de manos largo y cálido, esquivando la mirada, con los humedecidos y brillantes.

Después, en la casa de los Hoffman, se celebró un concilio familiar. Nadie quería que se fuera. Nueva York sonaba lo mismo que China.

 —¿Estás seguro?

Mozart cantaba en su oreja. El rostro severo de Brown esbozaba algo así como una sonrisa y le repetía su consigna favorita: trabaja, trabaja, trabaja.

 —Tengo que hacerlo.

El mundo estaba cambiando pero Dustin sólo percibía su propio cambio. La política, el cine, nada iba a ser igual. Hijos de todas partes escapaban de sus casas para unirse a una nueva forma de vida empezando a gestarse. La Revolución, la llamarían más tarde. Bob Dylan afinaba las cuerdas de su guitarra y su voz de profeta.

Le dijo adiós a la chica con la que estaba saliendo. Decidieron no escribirse.

Su madre le ayudó a hacer sus maletas, sobrecargándolas de jerseys y calcetines de lana.

 —Allí no es como aquí. Allí hace frío de verdad.

Cruzar el país le llevó más de tres meses, deteniéndose en ciudades del medio oeste para interpretar papeles triviales que al menos le reportaban una comida. En Fargo se involucró en producciones teatrales comunitarias, afinando sus cualidades de actor y director. Quería estar a punto.

1958: Dustin Hoffman ponía los pies en la Gran Manzana. Tenía veintiún años. Faltaban nueve para convertirse en una gran estrella tras protagonizar El Graduado, precisamente al cumplir los treinta años tal y como su mentor Gilmore Brown auguró. Desgraciadamente, éste no llegaría a celebrar el cumplimiento de su profecía. Falleció en 1961 de forma repentina, con sólo cincuenta años de edad.

Helsinki, 22 de marzo de 2012

[1] Brewster Ghiselin, The Creative Process, A Symposium, University of California Press, 1954. Traducción propia.

 

Leer a continuación el desenlace: Nueva york o muerte

 

 

etdk@eltornillodeklaus.com