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Linterna mágica Ingmar Bergman

By febrero 1, 2013noviembre 11th, 2017Teorías cinematográficas y manifiestos

Linterna mágica Ingmar Bergman // Un día cayó en mi escritorio una pieza teatral. Se titulaba Instinto materno y era de un escritorzuelo danés. Dymling me propuso que escribiese un guión basado en esa pieza. Si se aprobaba el guión, podría dirigir mi primera película.

Leí la pieza y la encontré espantosa. Si me lo hubiesen pedido, con toda seguridad hubiese filmado la guía telefónica. Así pues, escribí el guión en catorce noches y me lo aprobaron. Se rodaría en el verano de 1945. Hasta ahí todo fue sobre ruedas. Yo estaba trastornado de alegría y evidentemente no veía la realidad. El resultado fue que caí de bruces en todos y cada uno de los hoyos que otros y yo habíamos cavado al alimón.

Los Estudios de Råsunda eran una fábrica que en la década de los cuarenta producía entre veinte y treinta películas al año.

Allí había un tesoro de profesionalidad y tradición artesanal, rutina y bohemia. Durante mis años de «negro» en la sección de guiones había frecuentado los estudios, el depósito de las películas, el laboratorio, la sala de montaje, el departamento de sonido y el comedor, por lo que conocía el lugar y a la gente bastante bien. Además estaba excitadamente convencido de que pronto iba a revelarme como el mejor director de cine del mundo.
Lo que yo no sabía era que se pretendía producir una película barata en la que se iban a aprovechar actores contratados por la empresa. Después de innumerables conversaciones, me permitieron hacer un corto de prueba con Inga Landgré y Stig Olin.

El fotógrafo iba a ser Gunnar Fischer. Teníamos la misma edad, desbordábamos de entusiasmo y nos encontrábamos a gusto juntos. Resultó un corto bastante largo. Al verlo, mi entusiasmo no tuvo límites.

Telefoneé a mi mujer, que se había quedado en Helsinborg, y grité excitado por el teléfono que Sjöberg, Molander y Dreyer ya podían retirarse y hacer sitio. Ahora llegaba Ingmar Bergman.

Mientras yo derrochaba confianza en mí por todas partes, aprovecharon para cambiar a Gunnar Fischer por Gösta Roosling, un veterano samurai lleno de cicatrices, que había conseguido celebridad con unos cuantos cortos que mostraban amplios cielos con nubes bellamente iluminadas.

Era el típico documentalista y no había trabajado casi nunca en estudio. En lo tocante a iluminación no tenía prácticamente experiencia, además despreciaba el cine de ficción, y se encontraba a disgusto en un estudio. Desde el primer momento nos detestamos. Como los dos nos sentíamos inseguros, disimulábamos nuestra inseguridad con sarcasmos y desplantes.

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Los primeros días de rodaje fueron una pesadilla.

Me di cuenta inmediatamente de que me había metido en un aparato que no controlaba en absoluto. Comprendí también que Dagny Lind, a quien, después de haber dado mucho la lata, había conseguido de protagonista, no era actriz de cine y le faltaba experiencia. Comprendí con gélida claridad que todos se habían dado cuenta de que yo era un incompetente. Me enfrenté a su desconfianza con insultantes arrebatos de cólera.

El resultado de nuestros esfuerzos fue lamentable. Además la cámara estaba estropeada y algunas escenas salieron desenfocadas. También el sonido era malo, a duras penas se entendían las réplicas de los actores.

A mis espaldas se desarrollaba una febril actividad.

La dirección de los estudios consideró que se debía abandonar la película o que se debían cambiar el director y la protagonista. Cuando ya habíamos trabajado como fieras tres semanas recibí una carta de Carl Anders Dymling que estaba de vacaciones.

Me decía que había visto los rush que el resultado no le parecía especialmente bueno, pero sí prometedor. Me proponía que empezásemos desde el principio. Acepté agradecido su propuesta sin ver el escotillón que aún sostenía en el aire mi delgado cuerpo.

Como por casualidad, Victor Sjöström comenzó a aparecer en mi camino.

Me agarraba firmemente por la nuca y nos paseábamos yendo y viniendo por la plataforma de asfalto que había ante el estudio. Andábamos generalmente en silencio pero de pronto él decía cosas sencillas y comprensibles: «Haces escenas demasiado enrevesadas, ni tú ni Roosling podéis con esas complicaciones.

Trabaja con mayor sencillez. Fotografía a los actores de frente, eso les gusta, sale mejor así. No riñas tanto con todo el mundo, lo único que sacas es que todos se enfaden y trabajen peor. No puedes convertir todo en cosas esenciales, el público se duerme. Una escena de relleno debe ser tratada como lo que es sin que por ello tenga que notarse que es una escena de relleno». Dábamos vueltas y vueltas, yendo y viniendo por el asfalto. Me agarraba del cuello, era concreto, objetivo y no se enfadaba conmigo a pesar de mi impertinencia.

El verano fue caluroso. Los días en el estudio, bajo el tejado de cristales, fueron pesados y tristones. Yo vivía en una habitación realquilada en la Ciudad Vieja. Todas las noches me derrumbaba en la cama y allí permanecía como paralizado de angustia y vergüenza. Al atardecer bajaba a cenar a una cafetería. Luego me iba al cine, siempre el cine, y veía películas americanas pensando: «Debería aprender eso, ese movimiento de cámara es sencillo, hasta Roosling lo podría hacer. Eso está bien montado, tengo que acordarme».

Los sábados me emborrachaba, buscaba malas compañías, me metía en líos, me pegaba con cualquiera, me echaban de los bares.

Alguna vez vino a verme mi mujer; estaba embarazada, reñíamos, se iba. Además leía piezas de teatro y preparaba la temporada que se iba a abrir en el Teatro Municipal de Helsingborg.

Ibamos a rodar, de todos los lugares imaginables, en Hedemora. No sé el motivo. Tal vez tuviera una vaga necesidad de impresionar a mis padres que aquel verano estában en «Våroms», unos kilómetros más al norte. Nos pusimos en marcha. En aquellos tiempos era como un safari: coches, grupo electrógeno, camiones de sonido y la gente. Nos instalamos en el Stadshotell de Hedemora.

Y ocurrieron dos cosas.

El tiempo cambió. La lluvia empezó a caer desconsolada e incesantemente.

Roosling, que por fin podía trabajar en exteriores, no veía nubes interesantes, únicamente un cielo uniformemente gris. Se metía en la habitación del hotel a beber y se negaba a fotografiar. Me di cuenta también muy pronto de que si en el estudio había dirigido el trabajo de una manera lamentable, aquí, en la lluviosa Hedemora, estaba perdido.

La mayor parte del personal se quedaba en el hotel, jugando a cartas y bebiendo. Los restantes estaban abatidos por la soledad y deprimidos. Todos estaban convencidos de que el director tenía la culpa del mal tiempo. Algunos directores tienen suerte con el tiempo, otros no. Este pertenecía a la segunda especie.

Algunas veces salíamos a toda velocidad, montábamos nuestros travellings, instalábamos nuestros pesados focos, llevábamos los camiones del grupo electrógeno y del sonido, lográbamos montar sobre su trípode la pesada cámara Debri, ensayábamos con los actores, sonaba la claqueta, nuevo aguacero.

Pasábamos el tiempo en portales, cobertizos, encerrados en coches, encogidos en algún café, la lluvia cedía, la luz se apagaba. Era ya hora de regresar al hotel a cenar. Cuando por casualidad lográbamos filmar alguna escena en uno de los escasos instantes de sol, yo estaba tan excitado y confuso que, según testigos fidedignos, me comportaba como un loco: Gritaba, juraba y me enfurecía, insultaba a la gente que estaba a mi alrededor y maldecía a la ciudad de Hedemora.

Por las noches solía haber bastante follón y gritos en el hotel. Tuvo que intervenir la policía.

El director del hotel nos amenazó con ponernos de patitas en la calle. Marianne Löfgren bailó un cancan en una mesa del restaurante (con gracia y talento) pero se cayó al suelo y estropeó el parquet.

Al cabo de tres semanas las fuerzas vivas de la ciudad se hartaron. Se pusieron en contacto con Svensk Filmindustri e imploraron a la dirección que sacase de la ciudad a aquella pandilla de locos.

Un día después recibimos orden de dejarlo todo inmediatamente. En veinte días de rodaje habíamos filmado cuatro de las veinte escenas planeadas.

Me llamó Dymling. Me metió una bronca impresionante. Me amenazó abiertamente con quitarme la película. Es posible que intercediese Victor Sjöström. No lo sé.

Todo esto fue duro pero aún no había llegado lo peor. En la película hay un salón de belleza que, según el guión, está pared con pared con un teatro de variedades. Por las noches se oye música y risas provenientes del teatro. Pedí que construyesen la calle, ya que no encontraba un lugar adecuado en Estocolmo. Iba a ser una construcción costosa, eso lo entendía hasta yo a pesar de mi enloquecido estado.

Pero tenía una visión de la sanguinolenta cabeza de Jack debajo del periódico, el parpadeante anuncio luminoso del teatro, el escaparate iluminado del salón de belleza con los rígidos rostros de cera bajo artísticas pelucas, el asfalto mojado por la lluvia, el muro de ladrillos al fondo. Yo quería mi calle.

Para asombro mío el proyecto fue aprobado sin discusión. Inmediatamente se puso en marcha la magna obra en una zona que estaba a unos cien metros del estudio principal. Iba a visitar con frecuencia el lugar y me sentía bastante orgulloso de haber podido obligar a la empresa a hacer una obra tan costosa. Suponía que la dirección, a pesar de todos los follones y vicisitudes, creía en mi película.

Lo que no entendía era que mi calle iba a convertirse en un arma mortal en manos de la dirección de los estudios, tan ansiosa de poder, un arma dirigida contra mí y contra Dymling, que por entonces aún me apoyaba.

Siempre había habido fuertes tensiones entre la omnipotente oficina central y los estudios de Filmstaden, que fabricaban las películas. La calle, tan costosa y totalmente inútil, iban a cargarla a mi película impidiendo así que se recuperasen los gastos de producción. Todos estaban pues contentos y se adoquinó la acera.

El rodaje tuvo un desarrollo espantoso. La primera escena se filmó una tarde de otoño justo después del crepúsculo. Era un plano general. La cámara estaba en un andamio a unos tres metros del suelo. El anuncio del teatro parpadeaba intermitente, Jack se había pegado un tiro y Mariane Löfgren estaba tumbada sobre el cadáver gritando de un modo que helaba la sangre. Llegó la ambulancia, el asfalto brillaba y los maniquíes del salón de belleza miraban fijamente. Yo estaba agarrado al andamio, enfermo de vértigo pero embriagado por la sensación de poder: todo aquello era creación mía, la realidad que yo había previsto, planeado y realizado.

La realidad real se abatió sobre nosotros rápida y cruelmente. Iban a bajar la cámara, un asistente se había colocado en el borde del andamio y, junto con otro compañero, habían levantado la cámara del trípode. De repente ésta se soltó y el hombre cayó al suelo con la pesada cámara encima. No recuerdo exactamente lo que pasó. Había una ambulancia en el estudio y se pudo llevar rápidamente al herido al Hospital Carolino. El personal pidió que se suspendiera el rodaje, ya que todos estaban convencidos de que su compañero estaba muerto o agonizante.

Me sentí presa del pánico y me negué.

Me puse a gritar que el hombre estaba borracho, que todos estaban siempre borrachos en los rodajes nocturnos (lo que en parte era cierto), que estaba rodeado de incompetentes y de gentuza, que el rodaje iba a seguir hasta que se nos comunicase del hospital que el hombre había muerto. Acusé a mis colaboradores de todo: pereza, desidia y dejadez. Nadie contestó, un silencio sordo, muy sueco, me rodeó. Seguimos trabajando, se cumplió el plan de rodaje, pero se suprimieron todos los planos de rostros, objetos y gestos que yo había imaginado. Ya no pude más, me hundí en la oscuridad y me puse a llorar de rabia y decepción. No podía más.

Luego se echó tierra sobre el asunto. El herido no estaba tan grave y además aquel día estaba borracho.

Los días iban pasando. La actitud de Roosling era ya abiertamente hostil y se reía de mí cuando le proponía alguna colocación de cámara.

El laboratorio revelaba nuestras imágenes demasiado claras o demasiado oscuras. Mi productor se reía mucho y me daba palmaditas en la espalda. Era de mi edad y ya había hecho una película. Me vi envuelto en repetidas disputas con el jefe de los eléctricos sobre los descansos y el horario. Los últimos restos de disciplina laboral desaparecieron, el personal iba y venía como le daba la gana. Me habían congelado.

Sin embargo tenía un amigo que se negaba a bailar al son que tocaban. Era el montador de la película, Oscar Rosander. Parecía una tijera, todo en él era afilado, delimitado. Hablaba con unas erres aristocráticas y era bastante altivo, a la manera inglesa. Derramaba su amable desprecio sobre directores, dirección del estudio y corifeos de la oficina central.

Era un hombre muy leído y poseía una colección notable de pornografía.

Los grandes momentos de su vida eran la colaboración con el príncipe Wilhelm quien, de vez en cuando, hacía un corto en Svensk Filmindustri. Todos le tenían un poco de miedo a Oscar, nadie sabía cuándo iba a ser amable o mordaz. A las mujeres las trataba con una cortesía anticuada, versallesca, pero manteniéndolas a distancia. Se decía que había frecuentado a la misma puta veintitrés años, dos veces por semana, todas las estaciones del año.

Cuando iba a verlo después del rodaje del día, decepcionado, sangrando y furioso, me recibía con una ruda y amable objetividad. Me señalaba inmisericorde lo que era malo, horrible o inaceptable. Pero me encomiaba lo que le parecía bien. Además, me inició en los secretos del montaje cinematográfico, me enseñó, entre otras cosas, una verdad fundamental: el montaje se realiza ya en el rodaje, el ritmo se crea en el guión. Sé que muchos directores hacen lo contrario. Para mí la enseñanza de Oscar Rosander ha sido básica.

El ritmo de mis películas lo concibo en el guión, en el escritorio, y nace ante la cámara. La improvisación en cualquiera de sus formas me es ajena. Si alguna vez me veo obligado a tomar una decisión improvisada, el miedo me hace sudar y me paraliza.

El hacer cine es para mí una ilusión planeada con todo detalle, el reflejo de una realidad que, cuanto mayor me voy haciendo, me parece cada vez más ilusoria.

Cuando el cine no es documento, es sueño. Por eso Tarkovsky es el más grande de todos. Se mueve con una naturalidad absoluta en el espacio de los sueños; él no explica, y además ¿qué iba a explicar? Es un visionario que ha conseguido poner en escena sus visiones en el más pesado, pero también en el más solícito, de todos los medios. Yo me he pasado la vida golpeando a la puerta de ese espacio donde él se mueve como pez en el agua. Sólo alguna vez he logrado penetrar furtivamente. La mayoría de mis esfuerzos más conscientes han terminado en penosos fracasos.

Fellini, Kurosawa y Buñuel se mueven en los mismos barrios que Tarkovsky. Antonioni iba por ese camino, pero se mató, ahogado en su propio aburrimiento. Méliès estuvo siempre allí sin pararse a reflexionar en ello. Es que él era mago de profesión.

Cine como sueño, cine como música. No hay arte que, como el cine, se dirija a través de nuestra conciencia diurna directamente a nuestros sentimientos, hasta lo más profundo de la oscuridad del alma. Un pequeño defecto del nervio óptico, un efecto traumático: veinticuatro fotogramas iluminados por segundo, entre ellos oscuridad, el nervio óptico no registra la oscuridad. Cuando yo, en la moviola, paso la película cuadro por cuadro siento todavía la vertiginosa sensación de magia de mi infancia: allí en la oscuridad del armario ropero daba yo vueltas lentamente a la manivela pasando las imágenes una por una y veía así los cambios apenas perceptibles. Aceleraba: un movimiento.

Las sombras mudas o parlantes se dirigen sin rodeos hacia mis espacios más secretos. El olor a metal caliente, la temblorosa luz de las imágenes, el ruido de la cruz de Malta, la manivela en la mano.

Ingmar Bergman Linterna Mágica, 1988

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