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Así se hace cuando se miente «Linterna mágica» Ingmar Bergman, 1987

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Tanto mi padre como mi madre eran perfeccionistas que, con toda seguridad, se doblegaban bajo esta absurda presión. Ingmar Bergman

La jornada laboral de mis padres no tenía límite, su matrimonio era difícil de gobernar, tenían una autodisciplina de hierro. Sus dos hijos reflejaban rasgos de carácter que ellos castigaban incesantemente en sí mismos. Mi hermano no fue capaz de protegerse a sí mismo ni de defender su rebeldía. Mi padre aplicó toda su fuerza de voluntad a destrozarlo, cosa que casi consiguió. A mi hermana la amaban mis padres intensa y posesivamente. Su respuesta fue la autoaniquilación y un suave desasosiego.

Creo que yo fui el que mejor parado salió gracias a que me convertí en un mentiroso. Creé un personaje que, exteriormente, tenía muy poco que ver con mi verdadero yo. Como no supe mantener la separación entre mi persona real y mi creación, los daños resultantes tuvieron consecuencias en mi vida hasta bien entrada mi edad adulta y en mi creatividad. En ocasiones he tenido que consolarme diciéndome que el que ha vivido en el engaño ama la verdad.

Conservo claramente en la memoria mi primera mentira consciente.

A mi padre lo habían nombrado capellán de un hospital y nos habíamos ido a vivir a un chalet amarillo situado al borde del gran parque que limita con el bosque de Lill-Jan. Fue un frío día invernal. Mi hermano, sus amigos y yo habíamos estado tirando bolas de nieve al invernadero que había en el extremo del parque. Se rompieron muchos cristales. El jardinero sospechó inmediatamente de nosotros y se lo dijo a mi padre. Empezó el interrogatorio. Mi hermano confesó, sus amigos también. Yo estaba en la cocina tomando un vaso de leche. Alma estaba amasando en la mesa. Por los cristales empañados yo podía vislumbrar uno de los lados del invernadero dañado. Siri entró en la cocina contando los terribles castigos que se estaban infligiendo. Me preguntó si yo había participado en la vandálica destrucción, cosa que ya había negado en el interrogatorio preliminar (en el que fui absuelto de momento por falta de pruebas). Al preguntar Siri en tono de broma y como de pasada si yo había conseguido romper algún cristal, me di cuenta enseguida de que intentaba enredarme y le contesté con voz tranquila que había estado mirando un rato, que había tirado algunas bolas flojas que le habían dado a mi hermano y que luego me había ido porque tenía los pies helados. Me acuerdo perfectamente de que pensé: así se hace cuando se miente.

Fue un descubrimiento decisivo. Casi tan racionalmente como el Don Juan de Moliére, decidí convertirme en un Hipócrita. No pretendo afirmar que tuviera siempre el mismo éxito. A veces me descubrían a causa de mi falta de experiencia, a veces intervenían extraños.

Ingmar Bergman linterna mágica

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La familia poseía una benefactora incalculablemente rica a quien llamábamos tía Anna. Nos invitaba a fiestas infantiles en las que había prestidigitadores y otras atracciones, siempre nos hacía costosos y ardientemente deseados regalos de Navidad y todos los años nos llevaba al estreno del Circo Schumann en el parque de Djurgården. Este acontecimiento me ponía en un estado de febril excitación: el viaje en coche con el uniformado chófer de tía Anna, la entrada en el enorme edificio de madera intensamente iluminado, los misteriosos olores, el desmesurado sombrero de tía Anna, la estruendosa orquesta, la magia de los preparativos, los rugidos de las fieras detrás de los cortinajes rojos del pasillo que llevaba a la pista. Alguien susurraba que un león se había asomado a un oscuro ventanuco debajo de la cúpula, los payasos me inspiraban miedo y parecían enloquecidos. Me adormilé agotado por tantas emociones y una música maravillosa me despertó: una joven vestida de blanco cabalgaba sobre un enorme caballo blanco.

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Me invadió el amor por aquella joven.

Pasó a formar parte de mis fantasías con el nombre de Esmeralda (quizá fuera ése su nombre). Finalmente mis fabulaciones dieron el aventurado paso que las hizo entrar en la realidad cuando le confié, bajo juramento de que no diría nada, a mi compañero de pupitre, que se llamaba Nisse, que mis padres me habían vendido al Circo Schumann, que pronto se me llevarían de casa y de la escuela y que me entrenarían para convertirme en acróbata y trabajar con Esmeralda, que estaba considerada como la mujer más bella del mundo. Al día siguiente, mi fantasía era del dominio público. Había sido profanada.

La profesora consideró que el asunto era tan grave que escribió una carta indignada a mi madre. Hubo un juicio terrible. Me pusieron contra la pared, humillado y avergonzado, en casa y en la escuela.

Cincuenta años más tarde le pregunté a mi madre si se acordaba de mi venta al circo. Se acordaba perfectamente. Le pregunté por qué no se rió o se enterneció nadie ante tamaña fantasía y audacia. Alguien podía también haberse preguntado por qué un niño de siete años siente el deseo de abandonar el hogar y de ser vendido a un circo. Me contestó que ella y mi padre ya habían tenido disgustos con mi mendacidad y mis fantasías. Tan preocupada estaba que había ido a consultar al famoso pediatra. El había subrayado la importancia que tenía para los niños el aprender a distinguir a tiempo la fantasía de la realidad. Ante una mentira flagrante y descarada como aquélla, el castigo tenía que ser ejemplar.

Me vengué de mi antiguo amigo persiguiéndolo con el cuchillo de caza de mi hermano por el patio del colegio. Cuando se interpuso una profesora, traté de matarla.

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Me echaron del colegio y me sacudieron de lo lindo. A mi falso amigo le dio una parálisis infantil y murió, cosa de la que me alegré mucho. A mi clase le dieron las consabidas tres semanas de vacaciones y todo quedó olvidado. Yo seguí, sin embargo, fantaseando con Esmeralda. Nuestras aventuras se fueron haciendo cada vez más arriesgadas y nuestro amor más apasionado.

Entretanto aproveché para hacerme novio de una chica de mi curso que se llamaba Gladys, engañando de esa manera a Tippan, mi fiel compañera de juegos.

Ingmar Bergman, 1987

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Leer a continuación: El tránsito hacia la otra orilla «La hora del lobo» | Ingmar Bergman, 1968

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