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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia

LA MAÑANA DESPUÉS DE CINEMAISSI

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Por Miguel Cristóbal Olmedo

La mañana después de Cinemaissi, Liliana Andrea entró a hurtadillas en su casa, evadió un charco de vómito seco en el vestíbulo y se desmoronó sobre la cama abierta. Le mantuvo la mirada al cielo del techo del que colgaban algunas tiras de pintura vieja. El dormitorio estaba todo lo silencioso que podía estar, pese al zumbido permanente de sus oídos, al crujido de las maderas, los electrodomésticos y su propio vestido de fiesta. Todo había terminado. Se llevó la mano al corazón y comprobó que seguía allí, latiendo de angustia, anticipando esos pasos terribles aproximándose a la puerta, que la arrastrarían fuera de la cama y de su mundo.

Dos días antes Liliana, a pesar de su bronquitis, me había llamado para que acudiésemos juntos a la fiesta que se organizaba en LeBonk, por motivo del festival de cine latinoamericano Cinemaissi. Como de costumbre en tales eventos, Gustavo hacía de pinchadiscos con su disfraz inca y presentaba en el escenario a una banda cubana de sombreros blancos. Liliana  me enseñaba unos pasos básicos de merengue y yo le era infiel con los ojos a causa de una rubia que se movía sola, bajo una lluvia de luces intermitentes. Liliana solía tararear en casa mientras cocinaba o limpiaba, llevaba la música colombiana de su país en los huesos, pero hacía mucho que no tenía pareja de baile, por eso se pegaba a mí, hambrienta y tiritando por todos los inviernos de soledad y miseria acumulados como una bola de pelos. Ella presumía de haber sobrevivido a los paramilitares, las FARC, pero, especialmente, a Finlandia.

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A Liliana Andrea le llamaban “abraza-árboles” sus amigos cabrones de la escuela porque amaba y defendía la naturaleza; corría con los pies descalzos por el cafetal al lado de su hacienda apreciando el beso de la tierra impreso en la planta de los pies. Tuvo una relación platónica con un hombre tímido y de orejas coloradas, que iba siempre a comer en el restaurante vegetariano donde ella servía las mesas. Él solía leer un libro para no tener que mirarla, y cuando alzaba la vista hacia ella, pestañeaba mucho, sintiéndose deslumbrado. Un día, mientras Liliana Andrea tomaba nota de su pedido, el hombre le dio un panfleto anunciando una charla en la universidad en contra de la multinacional Monsanto y el peligro de sus productos transgénicos.

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 —¿Vendrás? ¿Aunque yo también vaya a hablar?

Ella se rió y admiró la octavilla que tenía en su mano, como si fuese una flor. El día del mitin, Liliana Andrea pidió el día libre para no llegar tarde. Esperó al lado del aula magna, contando con ser de las primeras, hasta que le avisaron de la cancelación del evento. Igual que todos los días el hombre de orejas sonrojadas había ido al restaurante de Liliana, quizás pensando en encontrársela. En una mesa delante de la suya, otro tipo, tras acabar plácidamente su comida, se le acercó y le descerrajó un tiro en la cabeza. El sicario todavía armado salió del local, cuentan, dando los buenos días. Liliana no quiso volver a trabajar allí nunca más. José Manuel se llamaba el hombre al que amaba con los ojos. Se enteró por las necrológicas.

Unos años más tarde Liliana Andrea compartió su cama con el asesino a sueldo que había liquidado a José Manuel, un tipo conocido en la zona de alrededor de Pereira por el sobrenombre de Sancocho. Firmaba sus trabajos con una bala en la frente, tras lo cual, decía, no hay forma de regresar con los vivos. Sancocho y Liliana fueron felices juntos pese a sus grandes diferencias: durante el día Liliana salía a salvar la naturaleza y Sancocho a matar personas.

A ella le gustaban los hombres peligrosos honrados por una necesidad de amor que excede a la de una persona corriente. Eran delicados y generosos en el sexo, acudían a sus citas rebosando regalos y buenas palabras. Sancocho, además, tenía otro tipo de atenciones con ella. Una vez le advirtió que hablara con su primo, para que dejase de “hacer cosas malas”. Liliana entregó el mensaje a su tío que la escuchó con ojos humedecidos, le dio las gracias y deshizo el camino hacia su propiedad, taciturno. El primo, claro, no hizo caso y amaneció muerto, con una bala entre los ojos. Sancocho se encogió de hombros: “¡Carajo! Lo intentamos, ¿cierto?”.

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Esa noche, durante la fiesta de Cinemaissi, me gritó al oído (al oído tuvo que ser o de otra forma jamás la hubiese entendido) que mirando a la multitud sudada, eufórica, de la fiesta, le recordábamos a esos cuadros macabros medievales donde los muertos, reducidos a esqueleto, danzan también con los vivos. La muerte nos pertenece más que la vida. Lo sabía ella desde su Colombia plagada de amores asesinados. Liliana bajó la cabeza, chorros de su cabello leonado la escondieron de mí. No llores, le pedí confundido. ¿Quién dice que llore? me enseñó sus ojos fluorescentes y su sonrisa a prueba de desgracias, deslizó una caricia más en el aire que en mi propia mejilla: Bailemos.

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¿Qué pasó con Sancocho? le pregunté. Oh, Sancocho seguía con buena salud, o eso le contaban sus amistades de allí, en plenas facultades para seguir ganándose la vida con el gatillo.

Me señaló a unas chicas que parecían ir con los pantalones cagados. Les pasaba porque usaban dentro de sus jeans unos pitkikset. El frío y la oscuridad anímicas nos cercaban incluso en la discoteca. Nuestras risas eran la última línea de defensa.

—Yo no me pongo uno de esos horribles calzones largos así me muera de frío –me dijo Liliana, olvidándose de la bronquitis.



En Pereira, la ciudad donde estudiaba, los amigos se despedían efusivamente, nadie sabía si volverían a verse de nuevo. El suyo es un país de almas perdidas y de balas perdidas donde el calor irradia un sabor dulce en la piel, por encima del sudor y las tragedias concentradas. Es un país de vida, intentaba explicarme, porque también hay mucha muerte.

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Recuperamos el aliento, nos tomamos algo juntos, invitó ella; la pista de baile estaba llena de cadáveres felices, embriagados por la atmósfera. Le rodeé la cintura con el brazo, mientras hablábamos, y puso un gesto de dolor. Tenía moratones en lugares del cuerpo que no podía enseñarme.

—¿Tu marido te maltrata?

—Todos los días pero el daño es más psicológico. Es raro que me golpee. No te preocupes. Lo de ayer fue una excepción –formuló en tono despreocupado.

Entre ella y yo hubo un silencio inesperado, como si alguien hubiese apagado la luz, el silencio en una sala de fiestas es como una ráfaga de metralleta.

Liliana Andrea emigró a España donde conoció a su segundo marido (al primero lo cosieron a tiros durante un atraco en Medellín), un finlandés distante, con mentón ancho y ojos claros. Lo fue a visitar a su tierra unos meses después. Acostumbrada a escuchar desde su ventana el sonido de disparos, que ella confundía de niña por petardos, el sosiego de Finlandia le pareció de ensueño, suficiente para compensar las carencias afectivas de su novio.

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Tuvieron una boda exprés en un juzgado sueco, sin testigos ni familia ni fotos. Usaron las alianzas modestas de los abuelos de él, que habían recibido del Gobierno de Finlandia a cambio de los anillos de oro que entregaron para ayudar a subvencionar la Guerra de Invierno contra los rusos. A Liliana le recordaban los eslabones de una cadena. Notó que su alianza le apretaba un poco el dedo, que le apretaba también, con mano invisible, el cuello.

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En la papelera encontró, a los pocos días, una caja de Xanax vacía. El marido solicitó su comprensión. Necesitaba algo para ayudarle con el síndrome de abstinencia. Le confesó su historial de borracho, que, como él mismo sostuvo, ya era parte del pasado. Con ella era un hombre nuevo. Quererse era su nueva terapia.

Sus promesas fueron mentiras de un adicto. Resultó que estaba enganchado no solamente al alcohol sino al mismo diazepán con que se trataba. La medicación, me contó la noche de la fiesta en Cinemaissi, lo transformaba en un zombi emocional. No tuvieron luna de miel y tampoco hacían el amor. Se comunicaban a gritos, a través de la violencia. Precisamente cuando comenzaba el mal tiempo su marido disfrutaba echándola de casa y a ella le tocaba ponerse de rodillas, gimoteando, para no terminar con el culo en la nieve. Sus tías en España le ofrecieron que viviese con ellas, a pesar de la situación económica tan terrible de por allí, pero Liliana no tenía ni para el billete de ida porque su esposo le hacía pagar la comida mientras que él, con un sueldo de más de tres mil euros, costeaba el alquiler.

También le prohibía salir de casa y ella sólo podía escaparse cuando él estaba demasiado borracho como para darse cuenta. Había descubierto que su esposo leía la correspondencia que mantenía con la familia a través de un programa espía instalado en el ordenador. Quería dejarle pero no sabía cómo hacerlo. En la casa de acogida sólo podían tenerla dos días, después de eso la apremiaban a buscarse la vida por su cuenta. Las trabajadoras sociales, a sabiendas de su impotencia, le aconsejaban que regresara a su país. Eso último lo repetían muy a menudo, como si se deleitasen en decírselo: ¿Por qué no te vuelves a tu país? La culpaban de airear los trapos sucios de la vida conyugal, por ser desleal con su esposo en un país donde el alcoholismo es tratado como enfermedad y al alcohólico como inválido.

—Yo he dormido con asesinos de verdad, y mi esposo es más psicópata que todos ellos. No es humano. No me toca, no le gusta que le toque. Le gusta el dolor. Hacerse daño y hacérmelo a mí.

Nos quedamos mirándonos. Pero yo, ¿qué podía hacer? ¿Cómo iba a rescatarla? Sólo soy un hombre con los bolsillos vacíos.

—¿Y no se va a enfadar cuando te vea regresar tan tarde esta noche?

—Seguramente esté borracho –y aquella fue la primera mentira que me dijo.

Se iba haciendo tarde para algunos pero la hora no era importante en nuestras vidas. Estábamos rotos, cansados, como varillas de un paraguas en el suelo. La cabeza del hombre de orejas sonrojadas flotando sobre el plato de comida. Sancocha ofreciéndole una casa de mantenida mientras engrasa su pistola. Su marido finlandés acusando a las colombianas de embusteras y putas. Liliana tosía, enferma, pero se obstinaba en reanudar el baile aunque ninguno tuviera ganas. Quizás es lo único que podía ofrecerle, a pesar de tropezarme con sus zapatos. Ella sabía lo que iba a suceder después y por eso no quiso soltarme.

Salimos a la calle. Nuestras siluetas apolilladas se fundieron momentáneamente con un beso de despedida. Sólo uno. Después esquivó mis brazos. Le ofrecí venir a mi casa pero sacudió la cabeza. Habrá más noches, volvió a mentir compasivamente. Se perdió calle abajo en el interior del tranvía.

Regresé a LeBonk y a la fiesta moribunda (la rubia ya se había esfumado), me quedé tomando cervezas solitarias en el piso superior, soñando hacerle un corte con forma de collar en la garganta de su esposo. A mi lado había un nudo de hombres sin compañía rodeando la barra. Me sonaban sus caras. Al final quedábamos los de siempre.

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La mañana después de Cinemaissi, Liliana Andrea entró a hurtadillas en su casa, evadió un charco de vómito seco en el vestíbulo y se desmoronó sobre la cama abierta. Aún no había nadie. Mantuvo los ojos abiertos, recordando algunas de las canciones que habían sonado y le recuperaban su país, tan lejano incluso para la memoria, su ruido mezclado de crimen y fiesta, el ruido de los vivos, jubiloso y desgarrador, y no el silencio irreal de los hogares finlandeses. Sólo le quedaba esperar (y esperó) al rumor de pasos que traerían otros tantos golpes en la puerta, a los brazos que la izarían bruscamente de la cama, la sacarían de allí, a las voces secas y autoritarias acusándola de haber envenenado a su marido…

Helsinki 4 de noviembre de 2013

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

 

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