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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia

CAÍN

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Todavía en el trabajo. Llegaré tarde. No me esperes. Te quiero», tecleó deprisa, con todas las abreviaturas posibles. A su lado había un negro borracho, con rastas grises, meando en esa especie de abrevadero metálico que instalan en los baños públicos de muchos bares. Ismael se lavó las manos sólo con agua y echó una última mirada a su reflejo cubierto por los escupitajos y salpicaduras de la superficie de cristal. Regresó a la mesa donde ella le esperaba, quizás un poco inquieta, hurgando también en su propio teléfono.

—¿Sabes quién tiene el Guiness de la longevidad? —dijo mientras hacía que cortaba la patata cocida de su plato.

—No sé, ¿algún japonés?

Ismael negó con la cabeza, satisfecho porque ese «conocimiento inútil» acumulado en tardes ociosas, le ayudaba a abrir diferentes vías de conversación.

 —Matusalén. Novecientos sesenta y nueve años.

—No puede ser verdad.

—Lo dice la Biblia, ¿es que no crees en Dios?

Ella lo pensó un instante:


—Creo en una Fuerza Superior. Pero no sé si llamarlo Dios.

Por alguna razón, cada vez que un agnóstico compartía sus creencias, sonaba como el discípulo salido de una película de Star Wars. El IPhone zumbó un par de veces dentro de su bolsillo. Era su esposa replicando con un mensaje de buenas noches. No le hacía falta mirarlo. Pagó él porque sabe que eso desarma a las finlandesas, tan poco habituadas a las galanterías del hombre latino, a su gentileza que viene siendo más bien costumbre en sus países de origen. A veces, sin embargo, a las chicas les molesta y no aceptan el gesto para evitar sentirse obligadas a más cosas. A veces dicen que sí, porque decir sí a eso es decir sí a todo. Y lo sabían los dos. Lo sabía ella cuando Ismael fue hacia la barra y lo sabía él cuando hizo amago de levantarse. Maravillosamente, sin una palabra, quedaba explicado entre ambos.

Ismael pagó en efectivo, aunque en Finlandia uno sea capaz de usar la tarjeta hasta para consumir un chicle. No quería dejar ninguna pista en su cuenta bancaria. Y ella hizo el ofrecimiento:

—¿Tienes tiempo de tomar un té en mi casa o quieres que te acompañe a la estación?

Nan Goldin

Siempre hay un té, un café, un algo que sirva de subterfugio. Una amiga me contó la historia del amante indio que tuvo en Londres, el cual solía invitarle a su casa a «tomar el té» cada vez que le entraban ganas de follar. Le pregunté cuál habría sido su forma de comportarse si en vez de un té, él le hubiese propuesto tener sexo. Mi amiga tenía muy claro que entonces jamás hubiese subido hasta su cama, porque una tiene su orgullo y esas cosas. Así que la gente decente, en los postres, no folla, solamente «bebe té».

Ismael se recostó en el extremo opuesto del sofá, lo más alejado de la chica, curioseando por encima los pocos DVDs desbaratados en el suelo, haciéndose el difícil (lo que suele desconcertarles y excitarlas a la vez). Ella le pidió con un falso tono de enfado que se sentara a su lado.

—¿No puedes pedírmelo de otra forma? ¿No sabes decir por favor? —le provocó Ismael, porque a esas alturas la batalla ya estaba ganada y se regodeaba de ello mojándose premeditadamente sus labios voluptuosos o labios de indio, como les dice a las finlandesas, regalo de una ascendencia maya que lo hace invulnerable a las enfermedades y los gatillazos.

                                           Nan Goldin

Ella se sentó en sus rodillas y le besó sobre el esbozo de sonrisa.

—¿Por qué en finés no tenéis la palabra «por favor»? —siguió pinchándola, desinteresado. Ella se había puesto Blistex. Los besos de todas las chicas que se hidratan los labios saben igual. Besos untuosos, sin inteligencia, con un vago aroma a hierbabuena, producidos en cadena por la misma compañía farmacéutica.

Mientras Ismael intentaba desvestirle (pero ella entonces ofrecía una resistencia coqueta, le decía que prefería ir despacio, que en la primera cita nunca se bajaba los pantalones) hacía también esfuerzos por recordar su nombre, un problema que antes o después se le iba a presentar aunque por el momento hubiese logrado esquivarlo con apelativos cariñosos como kulta o muru.

Le brindó un masaje en la espalda, primero con las manos y después la lengua. Ella emitía gemidos en voz baja, como un rumor de oraciones. «Te irá mal en la vida», le había repetido su madre muchas veces, «no puedes ser tan loco». Aquí estoy, mamá, pensó Ismael, mientras tú las pasas putas en Guatemala…

Flow Festival

Se conocieron en el Flow Festival, la noche de sábado que tocaban My Bloody Valentine, Nick Cave y Beach House, con una audiencia repleta de mujeres con sobacos y coños recién afeitados, dispuestas para un encontronazo con un pene anónimo y suavemente rockero. Ya entonces, borrachos los dos, se encerraron un baño para minusválidos, excelente refugio para echar un polvo pues generalmente huelen mejor, nunca están ocupados ni encuentras una fila de lisiados haciendo cola. Los incapacitados son los primeros en recelar de usar esos baños como si hacerlo fuese una admisión de derrota o la confirmación vergonzosa, a ojos de los demás, de su condición de ciudadano de segunda. Así que en Finlandia, al igual que los viejitos se te enfadan si les cedes el asiento y las mujeres se pagan sus propias copas, los minusválidos se aguantan, procuran no ir al baño que sirve de picadero para el sexo libertino y al raso de Ismael.

Jasoon Goggin. Pulsa sobre la imagen para escuchar Jubilee Street



La primera embestida tuvo lugar cuando Nick Cave cantaba eso de «I am alone now, I am beyond recriminations/Curtains are shut, the furniture is gone/I’m transforming, I’m vibrating, I’m glowing» en su Jubilee Street y les pareció que sus gemidos enmudecían los rugidos de los espectadores y los de la misma banda. El resto había sido aún más confuso: un adiós desganado, un viaje en taxi e Ismael desplomándose sobre la alfombra de la sala ante la mirada llena de odio de su mujer. Era algo para reírse pues si bien Ismael no sabía el nombre de la chica con la que siguió manteniendo la comunicación fluida por mensajes de texto, ella tampoco parecía recordar (o no quería) sus breves minutos en el baño.

Nan Goldin

La madre de Ismael solía maldecirlo precisamente por esta clase de episodios que él relataba gloriosamente a sus amigos más cercanos. «Estás ya en el infierno y no lo sabes». Podía ser, pero finalmente asomaba la raja del culo de la chica y él se apresuraba a darle lametones cada vez más profundos en esa zona. Ella seguía de espaldas a él, porque quizás si no se miraban a los ojos, todo era como si sucediera en la oscuridad o no sucediese en absoluto, igual que en el concierto. La chica sudaba copiosamente dentro de sus jeans ajustados y los calzones largos contra el frío, esos calzones largos y antipáticos que repudian cualquier erección a menos que aprendas a sacarlos de un tirón.

Ella pegó un respingo cuando sintió que tenía dentro de sí la polla furiosa de Ismael.

—¡No hagas eso! —le dijo. Pero no era una orden ni una súplica sino más bien como una voz dentro de su cabeza advirtiéndola débilmente de que Ismael no se había puesto el condón.

—Tranquila, prometo no correrme en tu cara.

Suspiró, derrotada, con los ojos cerrados, de cara a la pared vacía.

Han sido menos de dos minutos en su cuca, no da tiempo a que se produzca un contagio, pensó Ismael con celo científico. Se la sacó, la hizo darse la vuelta, se la puso en la boca otro rato. Nada especial pero era lo de menos. Como siempre, la penitencia de un corazón roto causa más daño a la gente cercana. Su madre estaba allí en cierta forma, sacudiendo la cabeza horrorizada. Ismael la tumbó sobre el sofá (a la chica, no a su madre) y terminó sobre sus pechos minúsculos, demasiado adolescentes para brindarle la satisfacción que anhelaba. Ella, como si lo notara, le hizo una nueva felación de consuelo, porque además, dijo, me gusta chuparla cuando está «como muerta, blandita». Le masajeó los huevos con demasiado amor. Ismael se sintió incomodado porque en los últimos minutos su historia de sexo parecía trascender hacia otra cosa.

Nan Goldin

—A ti te han tenido que haber hecho daño alguna vez —le dijo ella.

—¿A mí? —se burló con fuerzas—. Mmmm… No me acuerdo.

          Anarcho surrealist insurrectionary feminists, Queerspirits

—¿Y eso de ahí? ¿Es una cicatriz? —le señaló, alzando los faldones de la camisa aún por desabrochar y acariciándole sobre la línea de piel descolorida que recorría un par de centímetros de su costado derecho.

—Es una marca de nacimiento —volvió a mentirle.

Ismael también la masturbó con la mano. Ella culebreaba con gemidos exagerados, emulando a los de una actriz porno.

—Cuidado, no me trates tan bien. Que yo estoy muy loca —silbó ella entre dientes. Traducción: me enamoro fácilmente y soy de esas que te acaba buscando problemas con la mujer.

De pronto a Ismael todo le produjo asco: los labios hinchados de su vulva y ese vago olor a pis impregnado en sus dedos y que paulatinamente llenaba la habitación. Aún a su pesar, o precisamente porque quería terminar de una vez y salir huyendo, volvió a eyacular, esta vez sobre la cara de la chica, a quien no pareció importarle. El tapizado del sofá abrió su boca para recibir las gotas de semen que discurrían por sus mejillas. Ismael se levantó de golpe y fue hasta el baño. Meó a presión un chorro largo y desconsiderado contra la taza. Al mismo tiempo se encontró en el espejo, bajo la luz de una bombilla de baja intensidad, de esas ecológicas que duran toda la vida pero te mantienen en penumbras. Le sonrió al espejo y el espejo le devolvió la sonrisa siniestra. «He vuelto a ganar, mamá.»

Peter Thompson, JonathanRosenbaum.com

Fue a limpiarse la polla de las gotas del semen, la orina y los flujos vaginales, pero no encontró papel higiénico por ningún lado. Recordó entonces su lengua en el culo de la chica y le entró como una arcada. Se enjuagó la boca.

Ella todavía le esperaba, desnuda. Había perdido todas las inhibiciones de «la primera cita». La muy guarra, se dijo Ismael. Le dijo que se hacía tarde. Ella comprendió y se pusieron los pantalones en silencio.

Unos días más tarde el móvil de Ismael vibró en su bolsillo. Era un mensaje de la chica:

«Acabo de darme cuenta de que no recuerdas mi nombre. ¿No es algo muy jodido? Al menos tuvimos un buen almuerzo.»

Seguramente ella esperaba que hiciese el intento de adivinarlo, que le mandase unas palabras cariñosas de regreso, pero Ismael borró el mensaje. Borró el número de teléfono y el nombre masculino bajo el cual lo había grabado. Borró (casi) el recuerdo de su cara y de esa noche.

Nan Goldin

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas


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