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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia

En Bolivia no hay McDonalds

Stencil tko. Leer más…

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Pasada la medianoche su IPhone recoge un nuevo mensaje y Nicolás sale a hurtadillas de la cama (son más de la medianoche); chatea con Pinja en el rústico cuarto de invitados, en realidad una habitación despoblada de muebles salvo por el sofá-cama, un aparador con antiguas fotos suyas junto a su madre y el viejo ordenador de mesa que nunca utiliza. Pinja es una chica que está buena dentro de los estándares de todos los inmigrantes (es rubia, de piel blanca y ojos claros), lo cual no significa necesariamente que sea guapa. De hecho, es una chica

corriente, del montón (del montón de Finlandia, se entiende, y no del montón de Bolivia, que es donde él nació y logró hastiarse de mujeres de color canela y cintura ancha).

 

Pinja le cuenta que estuvo esperando ver salir del hotel Kämp a los jugadores de la selección española que juegan mañana contra Finlandia. Ellos, tan majos, después de saltar al autobús de color oscuro, les dirigieron guiños esporádicos a través de las ventanillas. Los mensajes de Pinja desprenden entusiasmo. Se ha olvidado completamente de aquella mano anónima en su culo durante la refriega adolescente por sacarles una foto.

 

Te hubiera gustado estar allí, le escribe en inglés por el WhatsApp, ¿por qué no contestaste al teléfono? ¿Qué estabas haciendo?

El pasado de Nicolás, la parte que nos interesa realmente, empezó hace cuatro años, al llegar a Helsinki. Su mejor amigo Ismael, un guatemalteco que solía gastarle bromas porque Bolivia ya no tiene McDonalds, le relataba que las finlandesas eran depredadoras sexuales y abordaban a los chicos en la barra, sugiriendo, «meille vai teille?» ¿en tu casa o en la mía?», por toda conversación. (La misma historia lleva circulando desde hace más de quince años pero los casos confirmados se cuentan con los dedos de una mano.) Nicolás asentía atónito. Unos y otros le prometieron huríes y ángeles borrachos en su cama cada fin de semana; le presentaron Helsinki como la ciudad de los sueños cumplidos.

Nicolás va al gimnasio, se cepilla los dientes vigorosamente cada noche, participa en campeonatos de tenis y a veces los gana. Sale con la bicicleta, pedalea despacio para que le adelanten las chicas que corren en el parque Hesperia con las mallas sudadas pegadas al culo. Nicolás lleva una rutina inflexible. Los miércoles intenta ligar con las estudiantes en el restaurante-bar Amarillo; los viernes, en la disco Milliklubi. Las tardes, todas, en el parque, con la bicicleta y los prismáticos.

 

Los días de hartazgo sexual pertenecen a un pasado de la ciudad (o a su leyenda) donde los latinos aún eran considerados exóticos y las chicas se tragaban sus mentiras. Nicolás no llegó a sacar ventaja de ese breve idilio. Ahora las finlandesas prefieren «culear» con negros o turcos.

Para colmo Ismael y Nicolás ya no se hablan por un asunto nada claro y en donde, a Dios gracias, el resto de la pandilla no estamos obligados a tomar partido. Mantienen una relación de estudiada indiferencia, sin demostraciones de odio, (esta ciudad es demasiado pequeña para tener enemigos). La suya fue una relación de colegialas, donde se veían todos los días, miraban pelis de acción con un plato de pizza sobre las piernas y que terminó fulminantemente cuando se desagregaron del Facebook, en el colmo del insulto, porque de Facebook uno es amigo hasta de los gansos.

A Pinja se la presentaron en la azotea donde celebrábamos una fiesta. Nos pusimos a hablar de droga, de la escasez de droga más bien, de lo difícil que es encontrar un gramo decente de marihuana. Pinja se retiró de nuestro lado, ligeramente escandalizada y Nico la siguió con dos vasos en la mano. Bebieron mirando hacia la calle. Nico quiso decir algo profundo:

-La gente se agobia pensando en el futuro. Pero el futuro es algo que uno puede borrar saltando desde esta terraza.

Pinja le sujetó suavemente del brazo, quizás, pensaba él, intuyó cómo tensaba los bíceps. Hablaron de tenis y de los estupendos días de verano que aún quedaban por delante. 

Desde entonces se han visto dos veces, en el mismo bar, manteniendo una conversación relajada con la duración de una pinta de cerveza. Luego ella le estrecha la mano (sigue insistiendo en despedirse así, nada de un par de besos en la mejilla) y hablan de verse otro día. En Bolivia, donde sigue sin haber McDonalds, ya serían amantes.

Así que ahora está en el cuarto de invitados, mandándole mensajes, imaginándosela desnuda. Pinja le propone verse con unos amigos de Joensuu que pasarán unos días en su casa. Nicolás anticipa el desastre. Dice que sí. Puede ver la cara de Ismael haciéndole burla. Pinja está contenta. Celebra que sean amigos. Amigos, qué palabra. Amigos, escupe hacia sus adentros. Ha vuelto a la fiesta en la azotea, mentalmente, y por fin ha dado ese salto al vacío, no por desesperación ni por tener el corazón roto, sino por puro aburrimiento.

Se despide con un emoticón gracioso que a su vez no recibe ninguna respuesta. De pronto se cierne en la casa un silencio diferente, mucho más denso, como si hubiera dejado de oírse un grito. Borra de la memoria del IPhone su conversación fútil. Regresa al dormitorio, casi de puntillas, se asoma a la cuna de su nenita de unos meses. Sorprendentemente crecerá para convertirse en una mujer. Se acuesta en la cama junto al bulto que respira profundamente al otro lado. Ella (que también es rubia, blanca y de ojos claros) no se sobresalta, ni se gira a mirarle, ni le hace preguntas, ni se entera de si Nicolás está o ha dejado de estar en la misma cama con ella.

Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

Helsinki, 6 septiembre, 2013

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