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Helsinki: canciones de la melancolía y la rabia ➤ INTERLUDIO (II): Ganar es un rollo

el chaparrito

INTERLUDIO (II): Ganar es un rollo

Por Miguel Cristóbal Olmedo

Termino mi cita con Natalia y aprovecho un paseo por la estimulante calle Mayor poblada de sus señoras con abrigos sintéticos y jovencitas con botas de plataforma debatiendo sobre sus novios, los regalos, el tinte, el cotillón, los sobrinos y la gripe, para visitar mi restaurante mexicano favorito. Por fortuna no ha cerrado en todo este tiempo aunque el único que lo atiende a esa hora sea un peruano triste que le toca trabajar a destajo y añora los tiempos de Fujimori. Yo solía emborracharme en ese restaurante con unos compañeros de clase, de los cuales apenas si recuerdo las caras. Salía de allí con un profundo sentimiento de amor hacia la vida. Ahora estoy comiendo en una mesa a la que le sobran tres sillas.

Esta es la noche del 30 de diciembre y organizan en la plaza un ensayo general de las doce campanadas del día siguiente. Todos los idiotas aburridos se aglomeran en la Puerta del Sol y es necesario abrirme paso a empujones para llegar a tiempo de ver a mi amigo Raúl.  A veces desearía tener los codos tan afilados como cuchillos, atravesar la multitud como se cruza un río de sangre. La policía ha cerrado a los coches las calles adyacentes y se ha prohibido el consumo de alcohol durante el evento.

Me disuelvo en Gran Vía, un poco contagiado del estado de ánimo general (“de la alegría idiota”, hubiese dicho mi colega Ernesto, “porque la alegría es de idiotas”). Echaba de menos el confortable anonimato de las grandes ciudades. Sólo una vez en mi vida tropecé, un domingo, en el Fnac de Callao, con una chica peruana con la que me había acostado unos meses atrás, un polvo rápido y descortés. Al acabar, con el pretexto de ir al baño, le susurré a mi compañero de piso que llamase a la puerta del dormitorio en un rato y dijera que le había prometido ayudarle en algún trabajo de clase. La chica se dio cuenta enseguida de que solamente quería librarme de ella, y por eso se levantó con aire ofendido, advirtiéndome furiosa «si eso era todo…». ¿Y qué más quieres? le respondí con incuria. Dije «hasta luego» tras acompañarle hasta la salida y ella me respondió, «de eso nada. Esto no se repite». Los dos aspirábamos a ser actores, fuimos a la misma escuela, y quizás fuera por eso que reencontrarnos en la sección de venta de películas pareciese una coincidencia minúscula. Nos saludamos, creo, y nada más. En Helsinki, por el contrario, tengo la impresión de conocer a todo el mundo y de que todo el mundo me guarda rencor por algo.

Raúl era un tipo amable pero siniestramente tímido, como si guardase cadáveres de niños en el armario. Solía ser un chico desgarbado y alto, o así lo recordaba, y ahora es corpulento y un poco giboso, y se ríe y habla sin parar en cuanto me divisa en la distancia. Tiene el aspecto de haber pasado muchas noches solitarias frente a una barra pero, eso sí, luce unos zapatos nuevos de piel.

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Es sorprendente lo rápido que nos ponemos al día después de tantos años. Yo presumo de acabar mi caña de un solo trago. Le digo que en Finlandia, eso no es ni el desayuno. Quiero tener algo de lo que presumir pero me he olvidado de que Raúl es una persona muy poco impresionable y él también acaba su vaso de un sorbo y me da unas palmadas en el hombro, afable y competitivo. Pedimos otra.

Estamos trágicamente implicados en una conversación sobre el paso del tiempo. Cada uno tiene sus propias teorías acerca de si pasa más rápido ahora o solamente olvidamos todo con más facilidad. Luego nos preguntamos si la felicidad tiene algo más que ver con el olvido que con el recuerdo. Raúl me dice que la vida es triste, triste en general y en particular. Los únicos que no se dan cuenta son los inconscientes.

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—Mi abuelo murió en una cama de hospital, rodeado de su familia más allegada. No fue un buen bicho. Mi madre nos solía contar barbaridades sobre él. Había sido un padre y un marido horroroso, y cuando ya estaba a punto de espichar, se pone a decir esas cosas como que la familia es lo más importante, por si acaso hay un Dios y le escuchaba. Todos repitieron que murió dulcemente. Pero yo me acuerdo sobretodo de que tenía dificultades para tragar su propia saliva y la lengua le colgaba a un lado, como un bicho hinchado arrastrándose fuera de la boca.

Su vaso se inclina razonablemente (como en un beso) junto al mío y chocan con entusiasmo. Se vuelve a acabar su cerveza de una sentada, invitándome a hacer lo mismo. Sacude la cabeza como si espantase una nube de moscas negras. Pide tequila. Nos lo sirven de forma instantánea. Me guiña el ojo, apremiante: «Adelante, Jabato» y prosigue con su reflexión:

—En cualquier caso el suyo fue el final feliz que todos el mundo desea para sí mismo, y aun así estaba lleno de tristeza y miedo. Y eso, Miguel, es lo mejor que nos puede pasar, una cama y la familia al lado, no se puede pedir más. Nos llegará la muerte y no querremos nada que ver con ella. Experimentaremos unos segundos de desconcierto y angustia, y luego nos extinguiremos, y nuestro último recuerdo será el de la angustia de morir. Eso, amigo, es la vida.

Así se expresa Raúl y así me expresaría yo si no hubiese aceptado ese chupito de tequila que hemos liquidado sin sal ni ceremonias. Raúl, impertérrito, y yo, el supuesto traga-birras de Finlandia, sin aguante para resistir muchos más asaltos.

Afuera la gente está celebrando anticipadamente el Año Nuevo y nosotros estamos pensando en fríos cuartos de hospital.

Raúl ofrece melancólicamente que vayamos a un burdel de las inmediaciones donde hay asiáticas, a tomarnos la última. Vamos en su coche, que está estacionado a casi un kilómetro, en un aparcamiento. Me pregunta si ya me he sacado el carné de conducir. Le digo que no, y además no tengo intención de hacerlo, añado. Parece un requisito indispensable trasladarse en coche en una ciudad que no necesita más coches, confundiendo la libertad de los anuncios con engordar parquímetros, vaciar los bolsillos en combustible y pasarse media hora buscando un hueco ridículo donde aparcar.

Tiene un auto nuevo y espera que me dé cuenta, pero yo no me fijo en esas cosas. Pide que busque en su guantera una botella con un resto de whisky con la que nos enjuagamos la boca. Pisa el acelerador y yo me imagino que somos fulminados en un accidente, sin tiempo de hacer un repaso a nuestras vidas. Aquella posiblemente fuese una muerte mucho más agradable que la de su abuelo cabrón. Morir como James Dean, sobre una carretera ardiente, llevados por la euforia de la velocidad.

En el prostíbulo, en realidad, sólo hay tres chicas si descontamos a la de la barra que nos exige 10 euros por una cerveza que no recuerdo ni haber terminado. Accedemos a que nos hagan una felación en la dependencia de al lado, donde hay un sofá largo y oscuro en el que nos sentamos los cuatro.

Raúl es responsable de varias campañas navideñas en una empresa de telemarketing donde canjean ilusiones por dinero. Antes tenía una novia y estaba dispuesto a casarse, sentar cabeza, pero ella se largó con otro tipo con el que llevaba viéndose a escondidas unos meses. Desde entonces sólo va con putas “para no perder el tiempo”: Los coños españoles son esquivos, requieren mucha conversación y muchas consumiciones que costea el bolsillo del pretendiente. Raúl es locuaz y divertido aunque el consumo habitual de alcohol le haya hinchado la cara. Me confiesa que las lumis son más adictivas que la cocaína y eso que él ha esnifado mucha merca en su vida. Con ellas todo es fácil y rápido.

—Vale, son caras, pero si sumas todo lo que te gastas en un fin de semana donde no te comes un colín, te puede salir hasta más económico.

Lo que no tiene en cuenta es lo aburrido que resulta a veces el sexo con una mercenaria. A ellas no les apetece estar contigo y una vez que pagas tampoco se molestan en disimularlo. Mi china huele a tofu y no deja de repetirme molesta “suave, suave” cuando le restriego un dedo por su vulva deshidratada. Me la chupa con preservativo y, contra toda lógica, me provoca una erección aceptable. Raúl no está para desperdiciar la suya con algo tan prosaico como una paja (y es cierto, ya no tenemos esa edad en que se nos levantaba por cualquier cosa) y accede a pagar más por un completo en las habitaciones de arriba. La suya es una rumana alta y de rasgos poco finos, pero a él, putero profesional, le ha gustado porque sabe que las rumanas son bordes al principio pero, en cuanto se entregan, son las mejores. O eso dice él.

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Antes de marcharse, mientras acaricia el pecho blando de la chica que está inclinada frente a sus rodillas, me pregunta si tengo novia y yo le digo que sí, y él me pregunta de dónde es y yo se lo digo (sé que está imaginándosela mientras la rumana le trabaje el glande, pero no creo que eso importe), y él me pregunta qué tal es en la cama y yo le miento, le digo que es estupenda, cuando la realidad es que sólo hemos dormido juntos un par de veces y hemos hecho algunas bobadas pero sin practicar el coito (no me lo ha permitido, necesitaba conocerme más, profundizar en nuestros sentimientos, etc. ). Raúl me da un golpe en el hombro y me llama suertudo y aprovecha también para dar un suave azote en la nalga de mi puta, a lo que yo respondo tocándole los pechos a la suya. Las putas nos odian pero eso lo hace todo más excitante. Y en ese momento sentimos que nuestra amistad ha logrado evadir el obstáculo de cinco años.

La china gime teatralmente, oh, ohhh, como una mala novicia del porno y los dos estamos queriendo que se calle pero no deja de producirnos risa. Termino con una sacudida, que de alguna manera me hace recordar al avión que me ha traído y me hace pensar en el avión que me llevará otra vez a Helsinki. Vaya por Dios, todos los escritores malditos presumen de follar mucho y yo, el más patético de todos, me lo monto con una chica que no me gusta tanto, la chupa mal y encima he tenido que pagarla. El condón desaparece de la punta de mi miembro sin que me percate (y al día siguiente me abro la cabeza imaginado que usan mi semen para sembrar de pruebas falsas la escena de un crimen o que embarazan con él a esclavas sexuales para sacarme dinero el resto de mi vida, como la historia esa de la rusa con la boca llena del esperma de Boris Becker, el tenista, tras su encuentro sexual en un armario de escobas).

Espero a Raúl, porque se ha dejado el abrigo sobre el taburete, en la barra donde ya no está mi cerveza. La asiática pasa a mi lado y me sonríe sin asomo de rencor por lo del dedo. La tercera chica, que nadie ha probado, es una española bastante más guapa que las otras pero muy poco exótica. Chatea por WhatsApp con elegancia y no se percata de que la estoy mirando. Me pregunto a quién escribe desde un burdel. Puedo imaginarme todo tipo de historias que desembocan en el cubo de los estereotipos, con un novio celoso que descubre su oficio secreto y nos acribilla a todos. Más interesante aún sería enterarse de cómo termina una chica, sin aspecto de drogadicta, en este tugurio.

Le llamo la atención, le pregunto su nombre y me da uno cualquiera. Ella quiere saber el mío (para corresponder a mi cortesía) y le digo uno que también me he inventado. Le digo que es la más guapa de las tres y que lamento no haberme acostado con ella (esa quizás sea la única verdad en esa maldita casa de engaños). Ella acepta el cumplido, o cómo llamarlo si no, con una sonrisa. Le prometo que volveré el próximo fin de semana para buscarla, aunque sepa de sobre que eso es imposible porque mi vuelo sale en dos días. Supongo que ella tampoco se cree nada, que está acostumbrada a las promesas de borrachos que escapan del lado de sus parejas para estar con ellas.

Cuando sale Raúl, bajo las escaleras hasta el baño, me enjuago la boca y las manos (no hay jabón) con la sensación de que el olor a tofu de la china (¿o es el de la culpa?) continúa en mi piel. Raúl cree que le gustaba de veras a la rumana porque ha dejado que se la follara a pelo, sin protección, y responde a mi expresión horrorizada con una carcajada jactanciosa: “Si algún día muero de SIDA, ya puedes contarle a todo el mundo que no fue por maricón”.

En la calle hace casi tanto frío como en Helsinki. Echo de menos el montón de ropa que no he traído por considerarlo innecesario. Al salir, la cortina pesada y oscura a la entrada del prostíbulo se desplaza por sí sola, logra que el lugar pase desapercibido como uno de esos tristes establecimientos que cierran a causa de la crisis.

En cierto lugar alguien está recibiendo mensajes de texto de una chica que trabaja en el interior de un lupanar. A mí esa clase de realidades me sigue descolocando.

No puede tildarse esta noche de otra cosa que de satisfactoria aunque tampoco sintamos nada especial. Nos damos un abrazo sentido porque ya no sabemos cuándo se dará el próximo encuentro y prometemos seguir en contacto por Facebook.

Tomo el autobús, sigo achispado y marco el número de mi ex, a sabiendas de que es un error, pero también antes, cuando estábamos juntos y no lo estábamos, durante el tortuoso proceso de separación, solía llamarla en mis horas sombrías. Suena una, suena dos, tres veces, como si le estuviera arrojando piedrecitas contra la ventana de su dormitorio. Pero ella no se asoma. Salta el buzón de voz con un mensaje automatizado. No hay ventana, ni volveré a distinguir su figura en pijama con los pezones duros. Yo deshago el camino, quiero decir que cuelgo. Ni siquiera estoy seguro de haber marcado el número correcto. Mi mejilla toca el cristal helado de la ventana y percibo las vibraciones del motor, es decir, la vibración furiosa de mi propia ciudad y mi corazón confuso.

El espectro de ese niño que fui una vez se presenta en mi antiguo dormitorio y me mira como si no le gustase lo que tiene delante. A mí él tampoco me gusta. Detrás de su cara adorable hay un engreído. Me pide explicaciones por lo que estoy haciendo con “su vida”. Se supone que uno debe ser fiel a sus sueños de pequeño, como si tuviésemos razón desde siempre.

—Este no era el plan —dice muy disgustado—. Te ibas a casar con Alejandra y serle fiel. Ibas a ser director de cine…

Alejandra era una chica del colegio. Primer amor, primer dolor, como dicen

—Sí, estoy siguiendo “el plan”, pero no el tuyo porque no tienes ni idea. Sólo eres un mocoso que va a recibir muchas hostias en la vida.

—Me has traicionado —contesta, muy quedo—. No puede ser que tú seas yo.

—No lo es. Y estás a punto de desvelarme. Vete de una puta vez de aquí.

Entonces se arroja sobre mí, llorando, histérico. Sus diminutos puños cerrados parecen hechos de gominola. Le agarro de los pelos, le sofoco con la almohada. No tiene ninguna posibilidad contra mí, que soy su destino. El niño manotea desorientado, todavía cree que puede ganarme aunque sólo sea gracias a su rabia. Está pensando en Alejandra, que terminó siendo una imbécil cualquiera, que salió con otros chicos y se perdió en otra ciudad, o en sus aspiraciones malogradas de director de cine. Lentamente se abandona, y sólo cuando casi no se mueve, le dejo respirar de nuevo. Tiene los ojos llenos de lágrimas pero no lloramos. Ninguno de los dos sabe cómo hacerlo. Le doy un momento para recuperarse.

—Sal de mi cuarto— ordeno.

Él se marcha, claro, porque sabe que soy capaz de darle una paliza o de algo mucho peor. No somos la misma persona sino dos enemigos.

Mi hermana se asoma al cuarto y me pregunta si estoy bien, que ha “escuchado ruidos”. Yo le pregunto qué hace que no está durmiendo. Mi hermana continúa con sus misteriosos dolores de cabeza nocturnos, pero se me ocurren cientos de razones para que te duela la cabeza todos los días.

Recorrer mi barrio durante las vacaciones para ir a comprar el pan es una actividad que me agrada. Son calles que he pisado de memoria durante estos años fuera, sobre las que caminé de niño y adolescente y ahora hago como hombre y extranjero. Algún que otro compañero del instituto se cruza precipitadamente conmigo y fingimos desconocernos por no tener que preguntarnos de nuevo los nombres. Veo sus rostros adultos, engordados, ceñudos. Mi vida podría haberse parecido a la de ellos y mi biografía verse reducida al trayecto de un plano de metro, por eso me siento agradecido hacia mi propio caos. Y aún así también me causan envidia: tienen amistades y relaciones longevas, su familia vive suficientemente cerca y el cementerio les guarda sus ramas genealógicas. Y yo, ¿qué soy en esta ciudad? No soy nadie, soy un fantasma que guarda un pasado que podría no haber sucedido y casi asfixio contra una almohada vieja.

Pienso en mis lectores y en el cuento con final feliz que me pedían. Reflexiono sobre ese periodo de mi vida en que me consideraba un ganador: Tenía la chica, tenía el coche, la casa, un buen trabajo y el respeto envidioso de los amigos. Pero de esos años no tengo nada que contar. Es una época vacía. Cuando se llega a la meta, ¿qué necesidad hay de seguir corriendo? Cerraba el día mirando algún programa y echaba un polvo ocasional con la mujer que me esperaba en la cama leyendo algo acerca de la educación de los bebés. Iba a ser así desde entonces hasta el día en que me suicidase por puro aburrimiento. “Y comieron perdices para siempre”, recita la última página del cuento. ¿Pero quién querría encontrar lo mismo en su plato cada día?

Ruben B, Philippe Jusforgues, Ashkan Honarvar

Rescato mi diario de debajo de unas cajas con antiguos apuntes y libros fotocopiados de la universidad. Abro el cuaderno que se refiere al comienzo de mi matrimonio y rezuma un gozo ingenuo y detestable. En el diario no me dirijo a mi yo futuro, como suele hacerse en la mayoría de los diarios (eso creo) sino a mis futuros hijos. Me refiero a mi ex mujer como “vuestra querida madre” y gasto alguna broma interna, creando un círculo de complicidad con unos seres que no existen todavía (y han terminado por no hacerlo): “Tengo a vuestra madre besuqueándome y dice que le subo la tensión, je, je”. Aludo a nuestro primer año de casados como el mejor de mi vida. Digo que apenas hemos pasado por ese dificultoso trance de adaptación que padecen la mayoría de las parejas. Nuestro amor es más fuerte y nosotros somos la excepción a todas esas parejas que engordan la estadística de divorcios. El futuro se anuncia más prometedor si cabe.

Luego las fechas van dando saltos más largos, en pos de ese “futuro” y dejo de referirme a mis hijos y comienzo a dialogar conmigo mismo en lo que escribo, contándome la rutina del día “para cobrar conciencia de que estoy vivo”.

De casa al trabajo, del trabajo a la facultad. De la facultad a casa. Cena, un besito de buenas noches. Ella y yo dormíamos abrazados, ¿puede creérselo alguien? Dejo que las páginas corran entre mis dedos como granos de un reloj de arena. Del trabajo a la facultad. De casa al trabajo. ¿Nos quisimos alguna vez o fue sólo un espejismo de nuestras hormonas juveniles? Cada vez más televisión para matar el par de horas sueltas antes de acostarse (describo los argumentos de algunas películas para tener algo que contar). Hay algún anodino relato sexual, puntualmente los sábados. El resto son besitos de bienvenida que dábamos al aire.

La historia de un matrimonio fracasado no tiene nada de particular salvo que es una pena que mi ex mujer y yo no nos hablemos más. La decisión ha sido suya. Luego me he enterado de que cuando una mujer se separa, no mira atrás. Es todo o nada. No importa los orgasmos simultáneos que se hayan compartido ni el cariño ni la lucha diaria por pagar las facturas y permitirse una cena con velas.

Me dijo hace mucho, cuando follábamos con ganas y resplandecía mi cara de sus jugos vaginales:

—Después de lo que me has hecho, si alguna vez nos dejáramos, sería incapaz de mirarte.

Pero luego sí ha sido capaz de hacerlo frente al abogado, desafiándome a los ojos sin asomo de vergüenza ni deseo.

¿Así que de qué vale el pasado? ¿O las promesas que uno hace en ese tiempo? Ni los años compartidos, ni las confesiones, ni las ilusiones que fuimos traicionando han acabado importando. Nada vale nada. Por eso mi fantasma de niño no se atreve a volver a la alcoba, convencido de que lo arrojaría por la ventana. Merodea  por los parques donde espiaba a Alejandra y jugaba con amigos con los que no volveré a jugar mientras sufre viendo cómo hago pedazos nuestra vida.

No tengo nada que decir de los “ganadores” salvo que terminan inspirando un profundo aburrimiento. Allá cada cual y sus putas perdices. Este no es un cuento con final feliz.

La noche del 31 vuelve a llenarse de fuegos artificiales y petardos. En casa ya no tomamos las doce uvas de rigor sino que damos sorbos pequeños al vino. Hacemos más fotos para ayudar a mantener la ilusión del recuerdo. Y mientras los demás vocean en el salón y los tradicionales programas horteras se adueñan de los televisores, yo doblo la ropa como si estuviese recogiendo mi propia bandera. Al día siguiente me marcho.

Mi padre conduce en mitad de una riada de coches que llevan nuestra misma dirección: también van al aeropuerto y son exiliados forzosos. Charlamos todo el camino aunque no sea capaz de acordarme de qué. Abro la ventanilla lo suficiente para que asomen los dedos y me llegue la brisa vertiginosa de Madrid, su olor a gasolina que solía despejarme de niño.

Desde Helsinki me anuncia Ismael, que ha hecho del sofá de mi casa su bastión mientras intenta salvar su matrimonio con Krista, que me ha preparado una fiesta de bienvenida. No tengo fuerzas de hacerle desistir. “Lo vamos a pasar muy bien. ¡Olé, olé, olé, ezpañol!” escribió en mi muro de Facebook, no sé si para animarme o joderme.

—Ten cuidado allí —dice papá durante el abrazo.

—Y vosotros aquí.

—Resistiremos —me dice con tono de “no resistir”—. Visítanos pronto.

Sí, vale, sí. Se lo digo, creo, en el mismo tono crepuscular.

Quiero sentir el peso de la maleta y echar a andar por el aeropuerto destemplado con suelos de hospital. Darle la espalda a mis padres para no sentir que me alejo, o ellos se hacen más pequeños (con la distancia, con la edad, qué se yo) y para que no me descubran luchando con las ganas de llorar. Aunque yo no llore nunca ni ellos tampoco. Entre la multitud que forma de antemano las primeras colas percibo una sombra que se desliza entre las piernas de un grupo de adultos. Es mi versión infantil, con sus grandes ojos claros recubiertos por una película de credulidad. En realidad no es un niño tan terrible, lo que sucede es que sin saber nada, cree que puede planificar nuestras vidas de antemano. En la orilla asquerosa de una playa de Alicante, nos pusimos a hablar con Dios, pidiéndole que trajera a Alejandra para enseñarle un balón gigante de plástico que regalaban comprando varios botes de crema protectora solar. Si éramos capaces de dar tres volteretas seguidas debajo del agua, Alejandra se aparecería. Era cuestión de fe, decían los curas, la fe mueve montañas. Nos zambullimos, pataleamos, el agua salada entró por la nariz, pero logramos dar las tres vueltas, emerger tosiendo y ansiosos de ver el milagro realizado. Pobre niño, no me he fijado ni siquiera qué avión va a tomar. Realiza un viaje a una nueva decepción y no lo sabe, o lo sabe pero se niega a creerlo. Lo siento tanto: yo soy tu futuro.

Vuelvo a Finlandia (¿puedo finalmente admitir que “vuelvo”?). No estoy seguro de por qué pero resulta que mi vida provisional allí era más definitiva que en Madrid.

Me habría encantado, sin embargo, quedarme en Madrid, reunirme con todas las viejas glorias de la narrativa que languidecen en pisos prestados por la zona de Serrano o con futuras promesas con libros editados por ellos mismos, que van a trabajar a puestos convencionales desde sus diminutas casas de propiedad de los suburbios. Me gustaría reunirlos a todos y organizar una gran tertulia, intercambiar tarjetas, hostigar editoriales y redacciones de periódico con mi impertinencia, empezar una nueva vida como escritor profesional. Me gustaría encontrar a una mujer de ojos tan azules como si se los hubiesen coloreado con Photoshop, que me entendiese perfectamente en mi propia lengua y con la que pudiésemos reírnos de un pasado semejante basado en series infantiles. Me gustaría tener un hijo al que enseñarle los misterios de la literatura y que cuando se retirase de los demás, mirando por la ventana con ojos soñadores, escuchase decirme que le comprendo. Me gustaría mezclarme entre los mercadillos ambulantes que acampan a la entrada del supermercado, en la fiesta de gritos que los gitanos organizan berreando el precio extraordinario de la fruta y la ropa interior. Y hacer fila a la entrada de las panaderías (los españoles somos más consciente de la importancia de las filas que en el resto de los países) relamiéndome de antemano con el aroma que desprenden sus hornos. Me gustaría regresar a la Plaza de Sol, llenarme los bolsillos de piedras, sacacorchos y monedas de un céntimo y arremeter contra la fortaleza del Ayuntamiento. Me gustaría recomenzar una vida normal y placentera, en donde supiera cuál es mi papel como vecino, esposo y ciudadano. Pero sé lo que pasaría después. Llevo años huyendo de esas cosas. Por eso cojo el avión y sigo fracasando en un anonimato diferente al de las grandes multitudes, el anonimato de no ser nadie, de serlo siempre. Ya lo dije antes: ganar es un rollo.

“La ausencia es mayor dolor que la muerte” Sor Juana Inés de la Cruz, Carta atenagórica.

 Madrid – Helsinki, 4 de enero de 2014

A mis padres.

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Edición gráfica por Alicia Victoria Palacios Thomas

 

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