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Estos son los hijos de los denominados boomers. Tras el fracaso de los movimientos hippies de liberación, inocencia premeditada y creatividad personal surgida en los sesenta, los “X” crecieron bajo una ola de signo contrario, de destrucción de los lazos familiares, negatividad, rechazo a todo lo anterior y, sobre todo, desesperación por falta de expectativas lejos de un bizarrismo de superficialidad, de una vacía y banal impostura envuelta en reluciente papel de celofán.

GENERACIÓN X

Por Simón Prado

Edición por Carlos Cristóbal

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Me temo que la mayoría de los lectores de esta página perteneceréis a lo que se comenzó a denominar hace unos años como la Generación X, al calor de un libro escrito por el canadiense Douglas Coupland en el año 91. Un libro que marcó el inicio de una serie de obras de literatura, teatro y sobre todo cine que incidirían en la idiosincrasia de una generación de chicos y chicas nacida entre finales de los sesenta y principios de los ochenta, que creció y se incorporó a la sociedad en un momento en el que el liberalismo económico salvaje estaba imponiendo sus implacables dogmas y, sobre todo, en un momento de enormes paradigmas sociales, auspiciados por la caída del muro de Berlín, que propició una visión monocorde de la política.

Douglas Coupland

Una generación que aprehendió la mayor parte de estos paradigmas sociales y culturales durante su periodo de adolescencia, en la tan controvertida década de los 80, cuando los yuppies de Wall Street marcaban las tendencias de lo deseable y el capitalismo ultraortodoxo había conseguido sustituir a la religión como guía a los modelos antiguos de idolatría.

Una década, en definitiva, de redescubrimiento de una nueva espiritualidad tras el fracaso de las ideologías anteriores. Y sobre todo, una época marcada por la tiranía de la televisión y la publicidad engañosa, de los mass media (los medios de comunicación de masas) y del marketing sobreactuado.

Estos son los hijos de los denominados boomers. Tras el fracaso de los movimientos hippies de liberación, positividad, inocencia premeditada y creatividad personal surgida en los sesenta, los “X” crecieron bajo una ola de signo contrario, de destrucción de los lazos familiares (los divorcios de los padres eran materia común), negatividad, rechazo a todo lo anterior y, sobre todo, desesperación por falta de expectativas lejos de un bizarrismo de superficialidad, de una vacía y banal impostura envuelta en reluciente papel de celofán.

Imagen de «Easy Rider» (1969, Dennis Hopper), los últimos años del idealismo hippie

Caracterizados por el hastío, la apatía y la insatisfacción y comprometidos sólo consigo mismos, buscaron su propia marca de identidad idolatrando la figura del antihéroe. Estos eran tiempos en los que los nuevos modelos marcaban las pautas con su indisimulada tendencia hacia la depresión, tipos que se jactaban de odiar a todo el mundo (nada merecía la pena porque todo era falso, decían).

Una generación que sin haber conocido una gran guerra y habiendo sido anestesiada por una sociedad del bienestar desmotivadora –sumida en la entronización del consumismo desaforado como forma de vida, como vehículo imprescindible para la meta de la felicidad–, terminó por abandonarse en los brazos del cinismo, cuando ya no del nihilismo, huérfanos de ideologías con las que empatizar (eran los tiempos de la crisis del comunismo y de la izquierda en general, en definitiva, un poco como ahora).

Imagen de «Historias del Kronen» (1995, Montxo Armendáriz)

Hedonistas, individualistas y superficiales –decían sus críticos–, gente poco comprometida tanto en lo social como en lo político, que derrochaban hastío con cada excéntrico y pretencioso gesto pseudosubversivo, ya que a su vez rechazaban las etiquetas contraculturales que sus padres habían abanderado años antes.

Desubicados en un mundo que no deseaban ni pidieron heredar, no atinaron a encontrar formas satisfactorias con las que involucrarse plenamente en el mundo de los adultos (al que consideraban fracasado) y así poder encauzar toda esa energía que tan baldíamente derrochaban por doquier en inútiles conversaciones regadas con el alcohol y las drogas que les proporcionaba la barra del pub.

Fotografías pertenecientes al libro fotográfico «Tulsa» (1971), realizado por Larry Clark

Generación ésta de la que posteriormente dudarían los mismos que años antes tan prejuiciosamente la habrían etiquetado –de la que se cuestionaría incluso su propia existencia–, comenzando sus críticos un intento por redefinir sus paradigmas; pero que, a pesar de todo, dejó un profundo poso cultural, logrando construirse sus propios modelos de identificación y explicación a los sucesos que les inquietaban.

Lo cierto es que existió toda una cultura relativa a la Generación X, con sus clichés y modelos de caracterización, y la prueba de ello son todos esos productos que anegaron el mercado y marcaron tendencias a todo lo relativo al consumo. 

La Generación X en el cine 

Hasta la fecha, han aparecido varias películas que han tratado de trazar la esencia de eso que se dio en llamar Generación X. Algunas con más acierto que otras, caben destacar un puñado de buenos títulos que mostrarían los temores, necesidades, ambiciones, defectos y perspectivas de este grupo de jóvenes que muy a su pesar asumirían, a veces con dignidad, otras con cínico distanciamiento, la etiqueta que la sociedad les habría impuesto por la necesidad imperativa de un entrópico sistema que asemejó su crecimiento económico al sacrificio de toda una generación que se inmoló creyéndose la diana de los efectos colaterales del sistema.

Imágenes de «Antes del amanecer» y «Clerks»

Títulos destacados como la gamberra, provocativa e iconoclasta (en cuanto a formalismo) Kids de Larry Clark (1995) o la aparentemente insustancial Clerks (1994, Kevin Smith). Igualmente la pretendidamente reflexiva, pero astuta y certera, Antes del amanecer (1995, Richard Linklater), o incluso las muy patrias y aclamadas Historias del Kronen (1995, Montxo Armendáriz) y La pistola de mi hermano (dirigida por el icono generacional Ray Loriga en 1997) daban voz y protagonismo casi absoluto a las inquietudes (o abúlicos sentimientos, según la perspectiva con la que se mire) de todos estos chicos integrantes de esta legión generacional, retratando sus contradicciones, temores, ambiciones y, sobre todo, todas esas marcas que patentaron y definieron su personalidad colectiva e individual: “no es que seamos vagos, es que no tenemos nada interesante que hacer”, dice uno de sus protagonistas en un momento clave del film de Loriga.

Imágenes de «Kids» y «La pistola de mi hermano»

Pero sobre todas ellas, no sólo por su calidad sino por su certero análisis, sobresalen un par de films de excepcional plasticidad y transparencia: Beautiful girls (1996), dirigida por el fallecido Ted Demme, y Reality bites (1994) película del inclasificable Ben Stiller, protagonizada por todo un mito generacional de los noventa: Winona Ryder.

 Beautiful girls

Este icónico film, a través de unos pocos personajes, dibuja un apabullante fresco sobre las inquietudes y características de toda una generación condenada, como pocas, a ser borrada por la bruma de la historia, subsumida por las carencias implementadas por una sociedad que promovía su propio hedonismo vacío de un contenido enriquecedor tanto en lo personal como en lo social.

En Beautiful girls, Willie Conway (Timothy Hutton), que es el centro de la historia, regresa a la ciudad de su infancia bajo el pretexto de asistir a una reunión de antiguos alumnos de su instituto; momento y lugar, en el que se suelen interiorizar los paradigmas culturales y sociales de nuestro entorno.

Willie, a punto de cumplir los treinta y en plena crisis existencial y de madurez, debe tomar una decisión que condicionará el resto de su vida: continuar su gratificante y liberador trabajo como músico o, por el contrario, casarse con su novia Tracy (Annabeth Gish) y aceptar un insulso pero próspero trabajo como comercial.

Él sabe que conectando con sus raíces podrá evocar sensaciones olvidadas y rememorar todas aquellas anécdotas que acabarían por forjar su personalidad y, así, poder tomar una decisión. Es un hombre de su tiempo, un miembro conspicuo de la Generación X, una metáfora perfecta en la que ejemplificar y explicar lo que Douglas dejó constancia, negro sobre blanco, algunos años antes.

Willie es un hombre ingenuamente idealista, al fin y al cabo ha crecido con la convicción (por lo que le contaron desde los mass media) de que podría conseguir todas las metas que se propusiera: Encarna el espíritu del eterno adolescente, versión postmoderna del clásico “peterpanesco” que se resiste a madurar y asumir las contracciones que supone abandonar una juventud virtualmente alargada por una sociedad que nos impele a una infancia infinita.

Willie, matizado y enriquecido por el resto de los personajes, plasma la esencia de toda esa generación que, a pesar de los oscuros augurios que la precedían, lograron hacerse un hueco como miembros integrados y productivos de una sociedad a la que en un principio intentaban, conscientemente y a modo de rebeldía contracultural, dar la espalda.

Willie, como buen representante de su generación, termina asumiendo las controversias de la vida: sabe que el tiempo de las risas adolescentes, las bromas infantiles o la irresponsabilidad de aquel que todavía no ha de rendir cuentas a nada ni nadie ha terminado, y que, ya emprendido el camino de la madurez, ese tiempo ya nunca más regresará. Encarna, como pocos, las dudas del género masculino ante la inminencia del compromiso y la asunción de la responsabilidad en la ya sobrevenida madurez.

Pero también sabe que ha llegado, quizá, el momento de comprometerse. Para ello contará con la inestimable ayuda de Marty (Natalie Portman), que es la vecina de la familia de Willie, convirtiéndose en su “Pepito Grillo” particular. Marty tiene 13 años pero su mentalidad es muy avanzada, por lo que enseguida capta la atención de Willie. Ella representa la parte sensata de Willie, lo que le conecta con la realidad, ejerciendo un perfecto contrapeso a su tendencia a la infantilización de la vida.

Alrededor de este dúo se nos van presentando, como metáfora de la sociedad que escanea, el resto de los personajes que logran completar una transparente radiografía de las entrañas de esta legión de jóvenes entrados ya en el resbaladizo terreno de la madurez. Personajes reconocibles, entrañables, síntoma y consecuencia al mismo tiempo de lo que estaba sucediendo a su alrededor, víctimas propiciatorias de una época tan real como discutible en lo formal.

Así se suceden personajes tan característicos como Tomy (Matt Dillon): encadenado a un trabajo que le aburre, angustiado por la ineludible certeza de un presente que se consume, que no asume el paso del tiempo, ni puede dejar atrás su juventud (en la que era la estrella del deporte más popular de su instituto) y que pone en riesgo su matrimonio con la inestable Sharon (Mira Sorvino), que tampoco es capaz de asimilar los cambios que supone el paso del tiempo y sufre problemas alimenticios, al revivir una segunda juventud y aventurarse en una relación paralela con Darian (Lauren Holly), que, a su vez, es la ex-novia de Tommy de su época en el bachillerato y se encuentra infelizmente casada.

O se suceden personajes como Paul (Michael Rapaport), anclado en su adolescencia, excéntrico y egoísta al mismo tiempo. Un tipo que, obsesionado con modelos y estrellas del porno, vive angustiado por la idea de que su ex pareja Jan (Martha Plimpton), la cual es vegetariana pero sale con un carnicero (ejemplo perfecto de las contradicciones de toda su generación), pueda estar con otro, a pesar de no haberla amado lo suficiente, sobre todo por su egoísmo e incapacidad de expresar sus sentimientos.

O personajes como Andera (Uma Thurman), prima de uno de los personajes y prototipo ideal de mujer para todos los hombres de la Generación X, que pierden la compostura ante ella y que ilustran la inconsistencia sentimental masculina, perdida ante la mirada de un rostro bello.

Todos ellos, tanto Willie, Marty, Tomy, Sharon, Darian, como tantos otros, con sus diferentes estilos, nos enseñaron el camino y nos confiaron las cuatro o cinco certezas que deberían ser las guías de nuestras vidas, y que no tendríamos que olvidar tan fácilmente.

Reality bites (Bocados de realidad)

Este film bandera de los noventa marcó la cima para todos aquellos que escribieron sobre los paradigmas de esta generación, y supuso el clímax en la descripción de todos aquellos hitos que etiquetaron para la historia a todos los que integraron este círculo generacional, cuyos icónicos diálogos definieron y delimitaron los eslóganes que los marcaron y lastraron (sólo con la cita inicial de Winona en su discurso de graduación queda meridianamente claro: “No quiero trabajar 80 horas a la semana para comprarme un BMW” o cuando Ethan Hawke dice que: “el dinero no es motivo suficiente como para trabajar en algo que no te gusta”), conformando algunas de las constantes que todavía algunos autores les intentarían seguir asignando:

Nihilismo. Una generación que, siendo incapaz de solucionar sus propios problemas, mientras suspiraban en secreto por resolver el hambre en el mundo, pretendió sobrevivir buscando su identidad a base de consignas prefabricadas, regodeándose en sus propias indefiniciones. “No estoy destinado a hacer del mundo un lugar mejor, no sé cómo hacerlo pero tampoco me esfuerzo en intentarlo”, asume el personaje de Hawke en un momento del film.

Conformismo y derrotismo. Haciendo de la resignación el motor de sus vidas, los “X” crecieron bajo el lastre de la apatía y la insatisfacción. “El pijama es mi uniforme”, llega a decir en un momento del film una desnortada Winona tras perder su trabajo. O, como en un momento inicial de su discurso generacional proclama descorazonada, “¿Cómo arreglar el mundo que nos habéis legado vosotros, nuestros padres? No lo sé”.

Ingenuidad. Nacida bajo el halo protector de una sociedad que los ahogó por saturación, los “X” nunca maduraron lo suficiente como para ser tomados en serio por sus progenitores. Fueron eternos adolescentes que no querían ni podían madurar. “Quiero tiempo para ver las estrellas, para hacer todo lo que me apetezca. He tenido momentos en los que era feliz, pero ahora se me han olvidado”, le dice inocentemente en un momento dado el personaje de Stiller al de Winona.

Cinismo. En un entorno superficial y poco comprometido, sólo hay una forma de estoicismo y dignidad posible. Cuando Winona le dice Hawke que tiene algo importante que decirle, éste da en el clavo cuando responde “¿Han descubierto que el edulcorante te hacer crecer un tercer ojo o algo así?” (la presencia de alimentos “light” es constante en el film). O incluso cuando dice en otro de los momentos del film: “Sé que nunca llegaré a ser nada, pero no me importa”.

Contradicción. Individualistas y hedonistas que conviven a sabiendas de vivir en una sociedad que les prometió la luna pero que no estaba dispuesta a concedérsela tan fácilmente. “La vida no es tan bonita como veíamos en las series cuando éramos pequeños”, sentencia en un momento dado el personaje de Winona, tras un desengaño laboral (en el film se deja claro la escasa protección de la que adolecen los protagonistas a la continua manipulación de los medios). O como afirma una amiga de Winona, asumiendo como suyas las contradicciones propias de su generación, refiriéndose a uno de los protagonistas: “Es guarro, excéntrico y egoísta, una pesadilla para las mujeres, no sé cómo todavía no me he acostado con él”.

Individualismo y consumismo. En una sociedad en la que se fomenta el individualismo como el indefectible camino hacia la libertad, y el consumismo se constituye como la ideología imperante –en sustitución a la religión como forma de llenar un vacío existencial– es normal escuchar este tipo de sentencias, a modo de metáfora definitoria de toda una generación: “¿Cuál es el motor de tu vida?… ¡¡¡la pizza!!!”

Rupturismo. Esta generación, hastiada de su propia existencia, cree hallar consuelo propio en la negación del legado de sus padres, a los que ya no consideraban como modelos a imitar y que, en su gran mayoría, estaban divorciados. “No quiero casarme, sólo tengo que ver a mis padres, yo no quiero acabar así”, afirma una de las amigas de la protagonista cuando ella le confiesa su incapacidad para tener su propia familia.

Estigmatización. Nacidos bajo el estigma de la derrota y sin lograr deshacerse de las etiquetas que la sociedad les había asignado, los «X» vivieron acomplejados ante sus padres. “Quiero pedirte un préstamo”, le dice Wynona a su padre, “¿es para drogas?”, le contesta.

En definitiva, Bocados de realidad refleja las constantes de toda una generación, sus particularidades y esencias, trazando los márgenes de sus fronteras, sus inquietudes y su propia idiosincrasia. Una película que sobrevivió a su tiempo y que nos mostró la realidad de unos chicos a los que el tiempo etiquetaría como “X”, metáfora de una identidad buscada pero nunca encontrada.

Soria, 13 de julio de 2013 

etdk@eltornillodeklaus.com